Limpia y
cambiada, comenzó el ritual de todas las tardes. Mientras hervía el agua, le
puso la yerba al mate sin llenarlo. Agregó un chorrito de agua tibia para
hinchar la yerba sin quemarla. La bombilla se abrió camino entre aquella masa
verde hasta tocar el fondo del porongo. Con el agua caliente en el termo, salió
de la casa y se dirigió a su lugar favorito en las tardes, a su oasis personal.
Ella misma lo había creado, adornándolo con plantas, flores y unos cómodos
sillones de jardín. No recibía visitas, pero tenerlos allí, le daba sensación
de que en cualquier momento alguien se sentaría en ellos. A veces lo hacía
Cándido.
Mientras
miraba el atardecer, volcó un chorro de agua hirviendo sobre el costado de la
bombilla y el milagro se produjo: un mate perfecto, espumoso, caliente,
revitalizante…
El sol
estaba en el horizonte, amenazando a los mortales con la retirada de su presencia
y su luz. Todos los días montaba una escenografía diferente: ora con rojos,
naranjas y violetas; ora con azules, bermellones y púrpuras; ora con rosados y
tímidos celestes. Y ella agradecía a la naturaleza aquella hora de descanso…
Entre el
decorado solar y campestre, apareció la figura de un jinete al galope. El
sonido de los cascos azotando el suelo, no tardaron en llegar. Era Cándido, que
luego de saludarla inclinando su cabeza para tocarse el sombrero, siguió rumbo
al establo. El siguiente sonido en llegar a sus oídos fueron los pasos del
hombre entrando a la casa. “Debe ir a ducharse”,
pensó Amada, para volver a meterse en su pensamiento. Hubiese seguido disfrutando
de su bebida vespertina si no se le terminara el agua caliente. En la cocina
preparó otro termo y antes de salir, decidió pasar por el baño. Hacía rato que
Cándido había entrado a la casa, y como no sintió el agua correr, supuso que el
hombre ya habría terminado y abrió la puerta sin llamar.
Quedó
parada en la puerta, indecisa. Si salía pidiendo disculpas, se perdería de
aquel espectáculo visual: el cuerpo joven y bronceado del peón, aún húmedo y
brillante, con pequeñas gotas liberadas por el cabello chorreante que corrían
por su musculatura sin saber su destino final… También podía quedarse allí
parada, mirándolo o mejor dicho, admirándolo.
Cándido
quedó sorprendido y desconcertado. No sabía si cubrir su desnudez, si seguir
secándose sin darle importancia a la presencia femenina, o quedarse inmóvil a
ver qué hacía ella. Optó por la última posibilidad.
No supo
por qué lo hizo, pero una fuerza invisible la empujó, guiándola hacia los
labios del hombre. Una mano tomó su preciosa cabeza, dirigiéndola en sus
movimientos; la otra agarró la toalla para arrojarla lejos, muy lejos de la timidez
de Cándido, quien respondía a ese beso con la misma pasión.
-¿Cómo te
atrevés a besarse, y encima desnudo? –le espetó Amada, separándose.
-Pero… yo…
-balbuceó como queriendo excusarse.
-Si vas a poner peros, agarrás tus cosas y te
mandás a mudar...
-Doña… no
entiendo…
-No tenés
que entender, tenés que hacer… O dejar que te hagan –agregó tomándolo de la
mano.
Salieron juntos
para sus aposentos. Lo soltó a la entrada de la habitación y ella se sentó en
la cama, observándolo de la forma más descarada que pudo, en tanto se deleitaba
con el paisaje que ofrecía Cándido, tan avergonzado, pudoroso, respetuoso de la
mujer y del lugar. Tuvo ganas de abrazarlo, pero lo dejó para poder amarlo más,
para admirar la entereza de ese hombre, capaz de soportar todo aquello por quedarse
a su lado.
-Está
bien, Cándido… Andá… vestite y prepará el mate que ya te alcanzo.
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Con el cuchillo muy afilado, Cándido hacía un corte en cruz sobre los bolos de masa. Así de lacerantes eran los desprecios que le hacía Amada. Jugaba con él, con su mente, con su excitación… y eso lo hacía estar aún más atento a ella, a sus necesidades, a sus caprichos. ¿Era tan grande su amor como para soportar lo que le hacía? ¿Dónde quedaba su hombría, su machismo? Solo y ante él mismo, aceptó que había renunciado a todo eso por obtener su amor. Aquella noche, después de la cena, obtuvo todas las respuestas:
-Decime Cándido…
¿quién te dio derecho de decidir por mí?
-¿Cómo
dice señora? Yo jamás me atrevería a hacer eso.
-¿No? Pero
lo hiciste. O vos te crees que me olvidé del día de la tormenta y de tu huída… Decidiste
reparar el gallinero en vez del techo de la casa. Decidiste levantarte de la
mesa por dos veces y dejar la comida servida sin tomar en cuenta el trabajo que
yo me había tomado para hacerla. Decidiste que el dinero que te dejé como pago
de tu trabajo no era lo suficientemente bueno como para quedártelo. Decidiste
irte sin dejarme saber que lo hacías y sin saber si yo quería que te fueras o
no… Eso por nombrar solo algunas cosas. Y después volviste arrepentido para que
te perdonara.
Cándido se sentía más y más humillado cada
vez. Sabía que no había actuado de una manera correcta, y sabía que ese era el
precio que debía pagar para quedarse.
Lo que no
entendía era por qué su masculinidad se había empecinado en permanecer dura,
inhiesta. Su excitación no tenía límites y temía no lograr controlarse.
-¿Sabes Cándido?
Sos como un potrillo bravo y salvaje que necesita conducción. Y ando con ganas
de convertirme en amazona…
Amada acarició
las nalgas túrgidas y redondeadas. Cada caricia lo llevaba a la gloria. Que la
doña lo tocara era todo su sueño, y sentirse así era más de lo que se había
atrevido a soñar.
-Andá para
mi cuarto y esperá…
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Los bollos
ya estaban elevados y listos para ser horneados. Los colocó en una tabla con
mango largo que él mismo había tallado, y se dirigió al horno. Con la ayuda de
unas bolsas de arpillera y con extremo cuidado, abrió la puerta del horno.
Miró el
fuego. Las llamas se habían extinguido dando paso a las brasas. El horno estaba
igual que el ambiente de aquella noche: rojo como su pasión y caliente la
lujuria.
Quedó
hipnotizado mirando dentro del horno y se visualizó aquel día yendo hacia el
cuarto de la señora: inquieto, excitado, expectante…
La señora
Amada iba tras él, observando ese cuerpo glorioso que necesitaba atención
urgente. Ella también necesitaba atención y la iba a obtener.
Lo tiró
sobre la cama. Imaginó que las manos de la señora eran de seda y azucenas. Logró
mantenerse quieto, gozando las caricias. Una nueva orden salió de los labios de
Amada:
-Ahora…
ponete de pie y mirame.
Trató de
tapar su excitación con las manos, pero ella se las apartó. Eso hizo que él
bajara la cabeza y mirara para un costado. Tomando su cara con ambas manos,
Amada hizo que fijara sus ojos en ella. La mujer dio un paso hacia delante y
comenzó a besar suavemente el rostro del hombre, hasta que llegó a sus labios.
El enamorado de ojos de caramelo le suplicó un beso con la mirada, y ella se lo
concedió.
¿A qué le
supo aquel beso maravilloso? Era dulce como la miel, largo como su
desesperación, húmedo como la lluvia, tibio como el sol de la tarde, y caliente
como las brasas de aquel horno que… se estaba enfriando. Metió los panes dentro
y lo cerró.
También habían cerrado la puerta
de la habitación cuando los besos dejaron lugar a las caricias más osadas. La
señora era la que le permitía y hasta le suplicaba sin palabras que la hiciera
suya.
Despojándola
de toda la ropa, la tomó en sus brazos y la depositó en la cama, con ternura,
respeto, amor... Ahora era completamente feliz y lo que más le importaba era
hacer feliz a su doña.
Comenzó a
tocarla suavemente, sin dejar de besarla en ningún momento. Las manos de Cándido
acariciaron rostro y cuello. Luego conoció sus pechos túrgidos y acogedores. Su
boca comenzó a bajar por el centro del cuerpo entre gemidos de placer.
“No se da
ni cuenta que ya la he gozado
y que ha
sido mía sin haberla amado…”
La canción
favorita de Cándido resonaba en su cerebro mientras su mente vagaba por el
espacio, sin tener certeza que lo que vivía era sueño o realidad. Se sentía en
esa nebulosa a la que se llega solo en el climax del placer. Y a lo largo de la
noche, ambos fueron transportados a ese sitio privilegiado, exclusivo para
amantes…
Ninguno
sabía quién era, dónde estaba, o si el mundo se acababa. Mientras que Cándido
se acomodaba a su lado, Amada trataba de recuperarse, para comenzar aquella
cabalgata una vez más. Se tomaron de las manos y ella extendió los brazos cual
un águila en la inmensidad del cielo. Los movimientos se hicieron cada vez más
frenéticos hasta volver estallar en un mar de delectación…
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La
sencilla mesa estaba dispuesta: platos, vasos, vino, una bandeja con fiambres y
la comida preferida de Cándido. Amada se la había preparado y estaba esperando
el pan. Miró por la ventana y vió como su hombre lo sacaba del horno y lo
colocaba en una fuente. Lo siguió con la mirada y pensó en lo enamorada que
estaba de él. Tanto o más de lo que él la amaba.
-Mi doña,
aquí está el pan, tal como usted lo pidió…
-Sí,
dorado y caliente… ¡como vos!
FIN
y bue... no tengo palabras!!!! esta de 10, y buenisimo para imitar, jejejeje bsts
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