domingo, 10 de febrero de 2013

AMOR, ABNEGACIÓN Y ELEGANCIA: Homenaje a mi madre



Es muy probable que para cada hijo, su madre sea la mejor del mundo. Cada una con sus errores y sus aciertos, pero posiblemente, si la vida nos diera la oportunidad de elegir,  la mayoría escogería a la misma. Yo, al menos, volvería a escoger a mi mamá.
 
Aquel 11 de febrero de 1924, en un pueblecito de montaña llamado Villabolle y perteneciente al Concejo de Grandas de Salime en Asturias, nacía una niña. A los pocos días y bajo una tormenta de nieve, su padrino, Emilio Pérez Fulgueiras, la llevaba a bautizar. Fue él quien decidió llamarla Estrella. Pocas veces un nombre estaría tan bien puesto, porque esa niña pasaría su vida guiando e iluminando el camino de quienes tuvieron la fortuna de conocerla y tratarla.
A pesar de quedar huérfana de madre siendo una niña, eso no le impidió esforzarse en aprender para ayudar en su casa, a su familia. Quizás la ausencia de su mamá siendo tan joven, hizo más fuerte su empatía hacia las personas faltas de afecto y cuidados. Ella fue como una madre no sólo para sus hijos, sino para muchos sobrinos, tíos, vecinos… en especial niños y ancianos.
Tuvo, como muchas personas de su época, una niñez muy difícil y una adolescencia casi inexistente, porque había que crecer rápido para trabajar y enfrentar la vida.
La primera vez que fuimos a España, sucedió algo que recuerdo con frecuencia. Estábamos en el parque Isabel La Católica de Gijón, un grupo formado por varios hermanos y cuñados de mi mamá. Entonces llegó un señor de unos cuarenta años y se dirigió a ella. La tomó en sus brazos y en un abrazo tierno y cálido, le expresó ternura, agradecimiento, cariño sincero. Yo no entendía nada, hasta que me presentaron al hombre y él mismo me explicó, más o menos con estas palabras:
“…cuando yo era pequeño pasaba mucho frío, hambre y necesidades. Entonces, todos los días, iba a la casa donde estaba Estrella. Ella me daba de comer, y me hacía ropa con lo  que tuviera: pantalones que ya no usaban los hombres de la casa, camisas o sábanas. Lo que consiguiera. Ella buscaba la tela, cortaba y cosía y me vestía. Nunca lo voy a olvidar y siempre le voy a estar agradecido por sus cuidados y su cariño.”
La gratitud brotaba en cada uno de sus gestos, de sus palabras, de la caricia sincera y respetuosa. Le tomaba las manos y se las besaba con un amor sincero. No importa el nombre de esta persona, pero si por milagro leyera esto, quiero que sepa que yo le estoy agradecida por aquel momento inolvidable. Aunque ella era demasiado humilde para mencionar un acto como aquel. Yo tenía más de veinte años y jamás me había enterado.
Era un ser iluminado, trabajadora incansable, madrugadora y generosa. En su casa siempre había lugar para un anciano sin familia u hogar: pariente, vecino de España, amigo o simplemente conocido.
Su abnegación hacía que pasara noches en vela, después de trabajar todo el día en el almacén, dándole aire a mi hermano con una revista cada vez que tenía un ataque de asma. Hace más de cincuenta años no existían los tanques de oxígeno en las casas, ni los inhaladores, ni nada de eso… Pero estaba ella y su amor incondicional, ese amor que solo las madres pueden ofrecer.
¿Cuántos recuerdan hoy sus cuidados amorosos cuando estuvieron enfermos?
¿A cuántos les ofreció “un churrasquito” cuando, según ella, no habían quedado satisfechos con la comida?

¿Cuántos recuerdan sus papas fritas, sus “bayonesas” con atún, sus frixuelos, o sus deliciosas sopas?  ¿Cuántos niños que rechazaban la comida en sus casas, comenzaban a comer de todo después de pasar unos días en casa de Estrella?
 
Era una mujer bella, con un porte y una elegancia envidiable, nacida como campesina en una montaña. Sin embargo, eso no impidió que caminara derecha, con garbo, con elegancia y distinción. Cuando yo estudiaba en el colegio de las monjas, había una monja viejita, muy culta y viajada que era profesora de idioma español: la hermana Teresa. Siempre me preguntaba por mamá y agregaba: “Carbajal –me decía- ¿Cómo está tu mamá? Mandale saludos de mi parte. Es una mujer elegante y encantadora. Tiene porte de reina…”. Sin duda, tenía razón. Con ella aprendí a caminar derecha, con los hombros hacia atrás y la frente en alto.
También era muy graciosa y mordaz en sus comentarios. Hacía dos años que habían llegado a Montevideo; con unos pocos ahorros y mucho coraje, mis padres lograron abrir su propio negocio en sociedad con Isidoro, el hermano de mi mamá, y su esposa Placentina. El Bar Asturiano estaba ubicado en la calle La Paz esquina Municipio (hoy Martín C. Martinez).
Los días de lluvia los clientes salían menos a hacer compras, por lo que el almacén estaba vacío. Un buen momento para baldear los pisos. En esa tarea estaba mi mamá aquella tarde, ensimismada en su tarea y apurada por terminar. Tomó el lampazo y empujó con vigor uno de los últimos charcos de agua del piso del almacén… justo en el momento que pasaba una de esas “elegantes” vecinas por la puerta. Primero fue un chorro, seguido de un sinnúmero de gotas diminutas. Para cualquiera de las damas, era demasiado tarde para detenerse:
-Pero… ¿qué hacés, gallega? ¿Justo hoy que está lloviendo, se te ocurre baldear?
Mamá pasó por alto el “insulto” de gallega, que no era tal. Sonrió con picardía (quizás en el fondo le gustó haber salpicado a la maleducada), y con una envidiable agilidad le respondió, con aquel encantador acento asturiano:
-Y bueno, señora… cuando el diablu nun tien que facer, espanta mosques col rabu… (cuando el diablo no tiene qué hacer, espanta las moscas con el rabo).
La vecina, asombrada con la respuesta, siguió su camino, no sin antes balbucear:
-No te entendí nada, gallega, pero… que te recontra, por las dudas.
Esa era mi mamá, a la que amo y extraño cada día. Era una mujer de muy bajo perfil, humilde, trabajadora, abnegada y con una elegancia innata; callada, pero como todas las almas sabias, siempre vertía conceptos acertados: “Nunca confíes en nadie. Por desconfiar, no te vas a arrepentir nunca, pero por confiar te vas a arrepentir muchas veces”. ¡Qué gran razón tenía!
Fue, es y siempre será un orgullo ser su hija y saber cuántas personas la amaron y la respetaron. Habría mil anécdotas más para contar, pero estoy segura que las contarán ustedes. Cada uno puede dejar la suya aquí, para que todos las disfrutemos, recordándola…