miércoles, 20 de marzo de 2013

UN DIA AGARRÓ Y SE MURIÓ...*


Yo no sé qué le pasará a usted, pero a mí me agarra como un chucho cuando debo hablar de un grande. Pero de un grande de verdad, ¿eh? De un grande en serio, y no de uno de esos tilingos que tienen sus quince minutos de gloria y chau. Yo hablo de los tipos que sin ser zombies, siguen vivos después de muertos, porque la gente, su gente, y el pueblo, su pueblo, los mantiene vivos en el recuerdo y sobre todo, en el corazón.

Hace muchos años, más de veinte, que este tipo agarró y se murió. Pero sigue vivo, ¿vio?

No sé por qué estoy escribiendo sobre él, porque hay miles de personas a las que podría referirme, pero… este es especial. Quizás porque a mí me gustan los tipos así, misteriosos, taciturnos, complicados, de esos que dejan huella profunda y aunque nunca lo hayamos tratado personalmente, uno los conoce por su obra.

Este tipo, era un famoso de esos que aparentemente no les interesa serlo; de esos que cuando el éxito los alcanza sin que se den cuenta, tratan de no verlo, de hacerlo desaparecer, de pasarle por al lado mirando hacia otra parte, con disimulo, fumando un pucho mientras camina al boliche del gallego Manolo a tomarse un tinto, con los amigos de mostradores añejos, charlas interminables y trucos mentirosos.

Subyugaba desde los escenarios de su ciudad, de su país, o de cualquier país de América. O de Europa. Y allí en el escenario, aunque parezca extraño, no cambiaba, no se transformaba, sino que seguía siendo fiel a sí y a su imagen: el pelo eternamente engominado, su traje oscuro, su camisa inmaculada y su corbata prieta, a veces cruzada por una raya blanca como para disimular tanta oscuridad, tanto dolor.

Solo el que conoce el sufrimiento del abandono, puede entenderlo. Y quien conoce la incertidumbre, puede hablar de estabilidad. Y aquel que marchó exiliado, podrá saborear mejor las mieles del retorno… El tipo, con su voz profunda y clara, podía abordar los temas más duros envolviendo al escucha con la calidez que le dio su experiencia.

Pero no solo por su canto era inolvidable, sino también por su presencia escénica. Trasmitía las canciones gestualmente, con los ojos cerrados, subiendo y bajando sus cejas, frunciendo el entrecejo, quizás recordando la dureza de su niñez, de su adolescencia, o del exilio…

Una mano rozaba el micrófono mientras la otra descansaba en su pecho. O abría los brazos como para cobijar al sufrido protagonista de su canción. O se ponía de perfil, para observar sus guitarras, batiendo palmas al mejor estilo flamenco, pero con ritmo de candombe o milonga.

La sonrisa no era su fuerte. A veces, alguna cámara veloz se la robaba para luego repartirla, impresa en la tapa de algún diario o revista. A veces, la usaba para agradecer el aplauso de su público. A veces, quizás utilizara alguna sonrisa dulce para su familia, para su gente inseparable, sus hermanos de la vida. Y a veces, tal vez tuviera una mueca dolorosa, íntima, un intento de sonrisa para sus compañeros del humo y las charlas nocturnas, de los vasos sangrantes de vino y las confesiones cansinas del amanecer…

Y un día, don Alfredo Zitarrosa agarró y se murió*.

Se murió en la mitad del verano, en la mitad de su vida. Lo enterraron en la mitad de la tarde, cuando la mitad de la ciudad lo acompañó desde El Galpón hasta el cementerio, y la otra mitad guardó silencio, deteniéndose al verlo pasar por última vez, arrojándole flores desde los balcones, o levantando el vaso desde el boliche de Manolo, mientras las vecinas paradas en la puerta se enjugaban las lágrimas, y los botijas caminaban a su lado, mirando con asombro el cortejo y la procesión. Y en su país, con esa profunda tristeza, acompañando a la multitud, iban Becho, Stephanie, Doña Soledad y hasta su Guitarra Negra…

Y Alfredo Zitarrosa agarró y se murió. Aunque los compañeros albañiles pararan su trabajo cuando el féretro del cantor pasaba por delante de la obra, y los milicos de su chamarrita y los demás también, se sacaban la gorra para cuadrarse a su paso.

Y Alfredo Zitarrosa agarró y se murió igual, acompañado por el respetuoso silencio de su pueblo, que lo mantiene vivo en su recuerdo y en cada una de sus canciones.

*NOTA: Esta frase pertenece al poema "Palabras para el amigo", de JUCECA.