miércoles, 12 de junio de 2013

GENEROSIDAD: el arte de recibir

Quizás la tradición de las reuniones que hacían mis padres, comenzó el trece de junio de 1946, cuando se celebró su boda durante las festividades de San Antonio en el pueblín de Villabolle. Ese día se sirvieron trece platos, entre entradas, platos calientes y postres. Hubo vino, cognac y hasta puros para los hombres… Y la fecha se siguió festejando, de una u otra forma, los 63 años que permanecieron unidos.

La sencillez y humildad de nuestra casa, nunca fue impedimento para que desarrollaran al máximo el arte de recibir. Los invitados, independiente de la edad o la relación que nos uniera, siempre llegaban con alegría a nuestro hogar, y se retiraban con ganas de regresar. O directamente, de quedarse.


Para mis padres, en especial para papá, todas las excusas eran buenas para organizar una reunión. Si era verano, se hacía un asado. Si era invierno, podía ser cualquier comida caliente. Nadie protestaba porque había pocas sillas, o la mesa quedaba pequeña para albergar tanta gente. No importaba que los vasos fueran diferentes, o alguna de las invitadas colaborara con platos y cubiertos de su hogar, porque no teníamos suficientes. La consigna era reunirnos y pasarla bien.



Mamá trabajaba sin descanso para que todo estuviera lo mejor posible. Comenzaba a cocinar un par de días antes la ensalada rusa, porque decía –y tenía razón-, que así quedaba más rica. Se abrían latas de arvejas, atún de buena calidad, mayonesa casera hecha a mano (en aquellos años no había problema con la salmonella, sin mencionar el precio de la mayonesa comprada) y se cocinaba una enorme cantidad de papa y zanahoria. La idea era que sobrara, que nadie se quedara con hambre o con ganas de más. Luego venía el plato principal y después el postre, todo regado con vino y por supuesto, agua mineral o refresco para los niños. Cuando llegaba el café con cognac –siempre había café con cognac, invierno y verano, con treinta grados o con tres-, también aparecían las primeras “asturianadas”, porque contando anécdotas y cantando, se recordaba la “tierrina”.

Y llegaban los interminables juegos de cartas: la brisca en parejas y el tute cabrero eran los preferidos, mientras que los niños jugábamos en la vereda sin temor a que nos pasara algo…

A la merienda aparecían las empanadas rellenas de cebolla, morrón y chorizo colorado. Y más vino. Y más alegría. Y más juegos salpicados de risas y recuerdos…
A la noche, se iban retirando con una sonrisa, deseando regresar o invitando: “la próxima es en casa, ¿eh?”. Pero casi siempre se repetía “…en la casa de Carbajal”, donde las puertas estaban siempre abiertas.

No voy a negar la importancia de la comida y la bebida, aunque lo importante era la gente. Se sentía el afecto con que cada invitado era recibido. Besos, abrazos, procurar que no faltara nada, insistir para que se sirvieran o servirlos directamente, porque… Los contemporáneos de mis padres habían sido educados para no repetir, así que se esperaba que la dueña de casa insistiera hasta que el invitado aceptara; eran tiempos de guerra y escasez, y eso los marcó a fuego. Por eso se apreciaba la abundancia…

-¡Jesús! –llamaba alguno- ¿Vas dexarnos morrer de sed en este triste bodego?

A la risa generalizada seguía el aplauso por el vino que, sin dudas, aparecía de la mano de mi padre.

Si tuviera que definir cómo eran mis padres con una palabra, sin duda usaría GENEROSIDAD. Ellos eran generosos con lo poco o lo mucho que tenían, pero no solo materialmente, sino también con el amor, la entrega, el mimo y la atención personal.
Si me pongo a pensar la cantidad de veces que mi madre se puso a pelar papas porque había algún niño que no le gustaba la comida…

¿Por qué se perdieron esas fiestas? No lo sé. Quizás no se perdieron, quizás no se terminaron sino que se transformaron. Por mi parte, cultivo el “arte del recibir” con familiares y amigos, pero sigo extrañando aquellas reuniones…

Mis amigos dicen que soy buena anfitriona, pero no es mérito mío, sino de quienes me enseñaron, desde pequeña, a demostrar el afecto de esta forma.

Estoy segura que hoy, están de fiesta, tomando un culín en alguna nube… ¡Salud!

martes, 11 de junio de 2013

A MI MADRE... (11/2/1924 - 12/6/2011)

¡Quisiera decirte tanto!
y sin embargo no atino.
Se me agolpan las palabras.
Siento... pero no escribo.
Sí. Siento llorar mi alma
porque te añoro y no te veo.
Y siento brotar la rabia
tantos días contenida
por saber que te perdía.
Y el deseo de abrazarte
y de decirte que te quiero
y de hablarte
y de mirarte
y de cogerte las manos.
Y siento... un gran vacío.
Siento pena por tu falta,
y siento rabia por tu suerte.
Siento añoranza de tu risa
Que se ha llevado la muerte.
Siento... ¡Siento tanto!
que lo vuelco en estas líneas
y te dedico este canto.
JDIANA (1999)

viernes, 7 de junio de 2013

COMO DECÍAMOS AYER....

Para vos...
 

La esperaba. Mi impaciencia por el encuentro hizo que me adelantara. Ya había perdido la cuenta del tiempo que llevábamos sin vernos.

Hacía frío. El otoño llegaba a su fin y la presencia cercana del invierno anunciaba su rigor.

Nos citamos en un boliche frente al lago, donde en la tibieza del lugar cercano al fuego, se sentía cierto confort. Afuera, el viento azotaba con furia las hojas que aún se empecinaban por permanecer en el viejo árbol.

Me preguntaba cómo se vería con el paso de los años… Entrecerré los ojos y la recordé como cuando la conocí: hermosamente joven, desafiante en su andar, con un movimiento insolente al mover su castaña cabellera con rulos en cascadas, mientras sus verdes ojos chispeaban atrevidos. Traía apretado contra su pecho el título recién logrado que prometía ser la llave que abriera cualquier puerta que ella se propusiera. Tenía la promesa que al recibirse de instrumentista ya tendría empleo. ¡Lo había logrado! Era feliz, desde siempre la medicina fue una de sus pasiones.
Con este sueño hecho realidad y un buen empleo que le permitiría emanciparse, le daría paso a cumplir sus sueños. No se llevaba mal con sus padres, solo que Florencia veía la vida de forma diferente. Ellos, producto de otra época, habían criado a sus hijos con todo lo necesario, obviando ese condimento tan importante que es la demostración de afecto para una buena comunicación.
 
Y ahora, ella soñaba con encontrar a alguien para formar una pareja, tener su propio hogar y llenar su casa de hijos, donde reinara el amor por sobre todo..
 
Siempre fue muy sociable, teniendo un grupo de amigos para encuentros de interminables charlas frente a un café, caminatas, bailes y los toques de música que la apasionaban. Y así fue que un día apareció Julián, acompañado por un amigo en común. Fue verlo y adivinar que él sería quien la acompañaría por el resto de su vida.
 
Se casaron, y para su felicidad pronto quedó embarazada. Julián no era todo lo demostrativo que Florencia esperaba. ¡Ella era tan feliz! Pensaba que con la llegada de su hijo se produciría el cambio que anhelaba. 
 
Si en algún momento pensó que su vida fue difícil, ahora sabría qué es el dolor. Su bebé nació con una discapacidad. Julián no tuvo valor para enfrentarlo, huyendo como un cobarde y dejándolos en la más terrible soledad.
 
El doloroso recuerdo me invade y oprime mi corazón. Lo alejo de mi pensamiento, decido enfocar mi visión en el valor de una mujer-madre que, desde su infinito amor por ese niño, sin saber de dónde sale su fuerza, arremete contra todas las adversidades llevando por siempre y para siempre, ese tesoro entre sus brazos.
 
A partir de allí, la vida de Florencia se tornó difícil; trabajar y criar a su niño sola demandaba un gran esfuerzo.
 
Los años fueron pasando, dejando huellas en su espíritu. Seguía con su grupo de amigos y su música, donde mitigaba su gran pena.
Había aprendido a conocerse y sabía que necesitaba ayuda; la cuesta del camino, por momentos, se le hacía intransitable. Decidió golpear algunas puertas en busca de ayuda, sin resultado.
Dios, la Divina Providencia, el Universo, quién sabe… guió sus pasos hasta un lugar al parecer de reunión. Preguntó si era para todo público, siendo invitada a participar. En su desconfianza no creía que los testimonios que oía fueran reales, sin embargo, había algo que le atraía. Su inserción en ese grupo de autoayuda no fue fácil. Mil veces decidió levantarse e irse, y sin saber por qué, se quedaba.
 
Eso fue ayer. Hoy tiene la respuesta: allí nadie le salvaría la vida ni harían por ella lo que no estaba dispuesta a hacer… Sí le ofrecerían todas las herramientas del grupo, para hacer los posibles cambios que fueran necesarios.
 
Florencia ha madurado, hizo cambios, ha logrado aceptar y se ha hecho cargo de esa maravillosa persona que es.
 
La vida sigue presentándole situaciones límites. Ha pasado por un quebranto de salud y comprobó que la ciencia está presente en lo físico, no así en la parte espiritual, y decidió levantar la bandera de los grupos de autoayuda, formando uno que trate esa temática. Por ese motivo nos vemos menos en el tiempo.
 
Abandono el papel y el lápiz, la veo venir cruzando el parque. ¡Por Dios! ¡Si parece más joven!
 
Entra, nos miramos, sonreímos, nos abrazamos y al unísono exclamamos:
 
-…como decíamos ayer…
 
Autora: Iris Viano

viernes, 17 de mayo de 2013

BOLICHE


Para vos, Chocha, mi compañera de boliche y hermana de la vida...


-¡Ah! Era hora ¿no? Te acordaste que tenias casa… ¿Dónde andabas? Ya sé, no me digas nada: en el boliche. ¿Y con quién, si se puede saber?
-Bue… no empieces con la misma cantinela de todas las noches… Estaba con la Chocha.
-También yo, ¡hago cada pregunta! Si no supiera que la amistad de ustedes viene desde hace más de treinta años, diría que son amantes.
-Y lo somos. Lo somos nos amamos, pero no como lo imaginaría una mente fálica como la tuya.  ¿Y cómo supiste que venía del boliche?
-Porque llevamos casados varios años. Y por tus mangas, negras en la parte de abajo… El gallego debe estar feliz con ustedes. Cada vez que van, le sacan lustre a la mesa con los codos.
-Ja, ja… Tenés razón. Mañana llamo a Jefatura y le digo que te contraten como policía de investigaciones. ¡Qué poder de observación!
-Te hago una pregunta, y espero que me respondas. Como cónyuge y parte afectada, tengo derecho a una respuesta. Quiero saber dos cosas. La primera: ¿de qué hablan? Porque ustedes no van a chupar, ni a jugar, ni son intelectuales como esos escritores que se iban a inspirar en los boliches, ni de esos viejos que van a leer el diario, ni de levante, supongo. Porque a esta altura de la vida, ni la quiniela.
-¡Uh! Pero ¿en qué año vivís? La quiniela se levantaba en los boliches de hace mil años, en los bares de barrio que eran almacén y bar, donde las señoras decentes no entraban… y las indecentes tampoco. Aquellos donde la nena del tango iba a buscar al padre y le decía: “Papá, vamos que mamá te llama…”. No… yo le digo boliche a cualquier sitio que tenga una mesa para acodarse a hablar con alguien, café de por medio. Puede ser una cafetería, un bar o una confitería, tanto da. Una mesa con dos o más personas, donde cualquier tema es perfecto para iniciar la conversación: igual nos sirve una película, un libro, una frase de Osho o lo que dijo el Pepe. Con tal de hablar, te sacamos tema hasta de un boleto...
-Andá, ¡no exageres!
-No exagero. Si no hay tema, la Chocha es capaz de agarrar el boleto, sumar los números y decir: “¿sabés cuánto suma este boleto? 24, como el día que murió Gardel… ¡Ese sí que tuvo suerte! Se murió joven, la gente lo idealizó y hoy por hoy todavía se dice que cada vez canta mejor…” Y tá, ya tenemos tema. O mejor dicho: temas, porque de ahí podemos hablar de otros que también murieron jóvenes, de cómo la gente crea ídolos, o… ¡qué sé yo! Y podemos terminar hablando del precio de la espinaca, que dicho sea de paso, queda muy rica en tortilla. Lástima que te sube el ácido úrico… Y hablando de ácido úrico ¿viste que…?
-Pará, pará… Dejala por ahí; te juro que me quedó clarito.
-Bien, me alegro. Entonces…  ¿cuál era la otra pregunta que te intriga?
-Siempre quise saber qué le encontrás al boliche. Porque así como se sientan a charlar ahí, podrían hacerlo en sus propias casas, o en un club social, o en una plaza…
-¡No, ni ahí! Mirá… en una casa, sea la de quien sea, siempre va a haber alguien que venga a molestar, a interrumpir: el marido, la mujer, uno de los hijos o nietos, el perro, la vecina, el teléfono, el cobrador o los testigos de Jehová. En el club, o en la cantina del club, va a pasar uno y te va a saludar, y va a pasar otro y va a saludar al que está con vos, y va a venir el de tal comisión a pedirte que… Conclusión, en un lugar así no se puede hablar tranquilo. Y en la plaza, ni loca.

-¿Por qué?
-Simple: no hay donde acodarse. Me quedaría en la plaza solo por una razón: darles de qué hablar a las viejas de la cuadra… 
-Pero no me contestaste: ¿qué le encontrás, qué tiene el boliche que no tenga otro lugar?
-Ufff… A ver cómo te explico… El boliche tiene un encanto que no lo tiene ningún otro lugar. La persona que se sienta con otro a la mesa de un boliche, es dueña de su mundo y es invitada a visitar el mundo del otro. Pero básicamente y por un rato, se pertenece a sí misma. Es dueña de su tiempo, su vida y hasta de la única verdad que le pesa: la propia. Entre ambas personas, convierten a la mesa en un mortero donde la conversación hace las funciones del pilón, ese que va moliendo y fundiendo las ideas de cada uno, hasta convertirlas –o no-, en una dorada conclusión. La mesa hace de diván de sicólogo, de confesionario, de escritorio, de mesa de estudios, de… de lo que sea. Y los roles no son fijos: a veces se es confesor y otras, confesado; se puede ser filósofo o descerebrado; inventor de frases célebres escritas en servilletas de papel, o autor de cartas jamás enviadas; escribir cuentos de la talla de Cortázar o un poema mojado en vino tinto y teñido con la lágrima de un cortado... El ambiente del boliche puede convertir a una persona callada en un charlatán, sin que sea necesario ingerir una gota de alcohol. Quizás la magia esté en la compañía, en el ambiente, en zambullirse en la mirada del otro y sentir la calidez de su piel. No importa qué vas a comer o a tomar, la cosa es “limpiar” la mesa con los codos mientras conversás, o agarrar una servilleta de papel y… ¡que se ría el que inventó el plegado en papel!... Todas cosas que nunca te las va a dar una sala de chat. ¿Me explico?
-…
-Qué querés que te diga, Quique… Tenés una esposa bolichera. El día que el boliche deje de cautivarme, me pasará lo mismo que me podría pasar con vos, el hombre que amo tan profundamente.  Cada mañana, al despertar, renuevo la decisión de permanecer a tu lado veinticuatro horas más. El día que me despierte dándome cuenta que ya no me cautivás… será que ha llegado el momento de irme para no volver.
 

RELACIÓN DE GANADORES

Aprovecho esta oportunidad para agradecer a la Asociación Cultural "El Carpio" por la oportunidad brindada para participar en este concurso, y también por el premio que me concedieron. ¡Gracias!
Y a todos ustedes por acompañarme en este camino de letras...


ASOCIACIÓN CULTURAL EL CARPIO

(RELACIÓN DE GANADORES)

XII CONCURSO DE RELATOS CORTOS PARA ADULTOS

 
-1º PREMIO:  D. Javier Castrillo Salvador- “Acto de conciencia”- Tarilonte de la Peña (Palencia)

-2º PREMIO: D. José Luis Bragado García- “La cálida luz del recuerdo”- Valladolid

-3º PREMIO:  Dña. María Cristina Carbajal Álvarez- “La dama de la empuñadura”-  Montevideo (Uruguay)

  Mejor Autor Local: D. Miguel Iglesias Varela- “Polaridad”-  Grandas de Salime (Asturias)

            La entrega de los premios se efectuará el sábado 8  de junio de 2013 a las 19:00 h  coincidiendo con la actuación musical del grupo vocal LA TROVA que tendrá lugar en la Colegiata del Salvador de Grandas, posteriormente en la Casa de Cultura se procederá a la entrega de premios y diplomas.

Asimismo le informamos que puede conocernos mejor a través de  facebook.com/ Asociación Cultural El Carpio.

domingo, 21 de abril de 2013

ANA Y JUAN

Nota: este cuento fue escrito por mi hermana del corazón, Iris Viano. Para disfrutar y pensar.
 
Encaminó sus pasos hacia la ventana, llevando en sus manos una humeante taza de café. Ese era el lugar preferido de Ana. El sol entraba a raudales por el inmaculado cristal y ella sentía la tibieza sobre su piel mientras observaba detenidamente el paisaje tan conocido y tan cambiante; la naturaleza se encargaba de cambiarlo cuatro veces al año. Era otoño, pensaba Ana, la mejor época del año, asociándolo tal vez a la etapa de su vida, a su madurez.

Se sentó en su sillón predilecto, entrecerrando sus verdes ojos y recordó lo maravillosamente hermosa que lucía Paula ayer en la ceremonia de su casamiento. Ya sus dos hijos se habían casado y era momento de encarar un proyecto de vida que postergaba hasta que sus hijos resolvieran las suyas.

Era el momento de darle a Juan la respuesta que pacientemente aguardaba, respetando su tiempo de decisión.

Juan llegó a su vida luego de que ella enviudara, con la intención de formar una pareja. No estaba en los planes de Ana, unir su vida a alguien hasta que sus hijos resolvieran sus vidas, a quienes les dedicara la suya desde que quedara sola.

Hoy ya no tenía excusas  para dilatar más su respuesta, pero era tan difícil!

Juan sabía de su triste historia sin conocer detalles y era momento de sincerarse. Ana dudaba entre decirle la verdad, ocultarla o directamente mentir, por desconocer la reacción de Juan.

Se acurrucó en el sillón como buscando el necesitado abrazo de consuelo, cerró sus ojos y recordó…

La larga enfermedad de Felipe, que se llevó hasta el último de sus ahorros, generando deudas. La soledad con que enfrentó la situación, sus niños pequeños aún, la partida de sus padres en un accidente fatal. Sin trabajo y sin oportunidad de conseguirlo.

Sus padres no consideraron necesario que prosiguiera los estudios al terminar la secundaria. ¿Para qué? Siendo mujer seguro se casaría y sería una muy buen ama de casa. No necesitaba más. Pero la vida o el destino la condujo a situaciones inesperadas, y sin imaginarlo se encontró ante una terrible situación, a la que debía hacer frente sola. Obvió recordar en detalle cómo había llegado a ejercer la prostitución, etapa que resolvió dejar atrás en su historia aunque fue la que le permitió sacar adelante a sus hijos. Se sabía una criatura del universo y que su propósito en la vida era otro.

Así fue que, robándole horas al sueño, retomó los estudios, algo que siempre había sido para ella una asignatura pendiente, y logró ser una exitosa abogada.

Y ahora el dilema: ¿le contaría su historia a Juan? ¿Se la ocultaría, transformándola en una mentira? ¿Y si él, al enterarse y basándose sus rígidos principios, no la perdonaba?

El sol ya no estaba en la sala; sin que Ana lo notara, había quedado en la penumbra.

Ya había tomado su decisión: se lo contaría todo. Esa parte de su historia le pertenecía y nadie la juzgaría. Siempre sería la dueña de su vida, y no estaba dispuesta a mentir para ser aceptada. No se merecía vivir a la sombra de una mentira, temiendo ser descubierta, aunque el precio fuera quedarse sin un compañero de ruta. ¡Así lo hará!

Y Juan… decidirá por él.
 
Autora: Iris Viano

miércoles, 20 de marzo de 2013

UN DIA AGARRÓ Y SE MURIÓ...*


Yo no sé qué le pasará a usted, pero a mí me agarra como un chucho cuando debo hablar de un grande. Pero de un grande de verdad, ¿eh? De un grande en serio, y no de uno de esos tilingos que tienen sus quince minutos de gloria y chau. Yo hablo de los tipos que sin ser zombies, siguen vivos después de muertos, porque la gente, su gente, y el pueblo, su pueblo, los mantiene vivos en el recuerdo y sobre todo, en el corazón.

Hace muchos años, más de veinte, que este tipo agarró y se murió. Pero sigue vivo, ¿vio?

No sé por qué estoy escribiendo sobre él, porque hay miles de personas a las que podría referirme, pero… este es especial. Quizás porque a mí me gustan los tipos así, misteriosos, taciturnos, complicados, de esos que dejan huella profunda y aunque nunca lo hayamos tratado personalmente, uno los conoce por su obra.

Este tipo, era un famoso de esos que aparentemente no les interesa serlo; de esos que cuando el éxito los alcanza sin que se den cuenta, tratan de no verlo, de hacerlo desaparecer, de pasarle por al lado mirando hacia otra parte, con disimulo, fumando un pucho mientras camina al boliche del gallego Manolo a tomarse un tinto, con los amigos de mostradores añejos, charlas interminables y trucos mentirosos.

Subyugaba desde los escenarios de su ciudad, de su país, o de cualquier país de América. O de Europa. Y allí en el escenario, aunque parezca extraño, no cambiaba, no se transformaba, sino que seguía siendo fiel a sí y a su imagen: el pelo eternamente engominado, su traje oscuro, su camisa inmaculada y su corbata prieta, a veces cruzada por una raya blanca como para disimular tanta oscuridad, tanto dolor.

Solo el que conoce el sufrimiento del abandono, puede entenderlo. Y quien conoce la incertidumbre, puede hablar de estabilidad. Y aquel que marchó exiliado, podrá saborear mejor las mieles del retorno… El tipo, con su voz profunda y clara, podía abordar los temas más duros envolviendo al escucha con la calidez que le dio su experiencia.

Pero no solo por su canto era inolvidable, sino también por su presencia escénica. Trasmitía las canciones gestualmente, con los ojos cerrados, subiendo y bajando sus cejas, frunciendo el entrecejo, quizás recordando la dureza de su niñez, de su adolescencia, o del exilio…

Una mano rozaba el micrófono mientras la otra descansaba en su pecho. O abría los brazos como para cobijar al sufrido protagonista de su canción. O se ponía de perfil, para observar sus guitarras, batiendo palmas al mejor estilo flamenco, pero con ritmo de candombe o milonga.

La sonrisa no era su fuerte. A veces, alguna cámara veloz se la robaba para luego repartirla, impresa en la tapa de algún diario o revista. A veces, la usaba para agradecer el aplauso de su público. A veces, quizás utilizara alguna sonrisa dulce para su familia, para su gente inseparable, sus hermanos de la vida. Y a veces, tal vez tuviera una mueca dolorosa, íntima, un intento de sonrisa para sus compañeros del humo y las charlas nocturnas, de los vasos sangrantes de vino y las confesiones cansinas del amanecer…

Y un día, don Alfredo Zitarrosa agarró y se murió*.

Se murió en la mitad del verano, en la mitad de su vida. Lo enterraron en la mitad de la tarde, cuando la mitad de la ciudad lo acompañó desde El Galpón hasta el cementerio, y la otra mitad guardó silencio, deteniéndose al verlo pasar por última vez, arrojándole flores desde los balcones, o levantando el vaso desde el boliche de Manolo, mientras las vecinas paradas en la puerta se enjugaban las lágrimas, y los botijas caminaban a su lado, mirando con asombro el cortejo y la procesión. Y en su país, con esa profunda tristeza, acompañando a la multitud, iban Becho, Stephanie, Doña Soledad y hasta su Guitarra Negra…

Y Alfredo Zitarrosa agarró y se murió. Aunque los compañeros albañiles pararan su trabajo cuando el féretro del cantor pasaba por delante de la obra, y los milicos de su chamarrita y los demás también, se sacaban la gorra para cuadrarse a su paso.

Y Alfredo Zitarrosa agarró y se murió igual, acompañado por el respetuoso silencio de su pueblo, que lo mantiene vivo en su recuerdo y en cada una de sus canciones.

*NOTA: Esta frase pertenece al poema "Palabras para el amigo", de JUCECA.

domingo, 10 de febrero de 2013

AMOR, ABNEGACIÓN Y ELEGANCIA: Homenaje a mi madre



Es muy probable que para cada hijo, su madre sea la mejor del mundo. Cada una con sus errores y sus aciertos, pero posiblemente, si la vida nos diera la oportunidad de elegir,  la mayoría escogería a la misma. Yo, al menos, volvería a escoger a mi mamá.
 
Aquel 11 de febrero de 1924, en un pueblecito de montaña llamado Villabolle y perteneciente al Concejo de Grandas de Salime en Asturias, nacía una niña. A los pocos días y bajo una tormenta de nieve, su padrino, Emilio Pérez Fulgueiras, la llevaba a bautizar. Fue él quien decidió llamarla Estrella. Pocas veces un nombre estaría tan bien puesto, porque esa niña pasaría su vida guiando e iluminando el camino de quienes tuvieron la fortuna de conocerla y tratarla.
A pesar de quedar huérfana de madre siendo una niña, eso no le impidió esforzarse en aprender para ayudar en su casa, a su familia. Quizás la ausencia de su mamá siendo tan joven, hizo más fuerte su empatía hacia las personas faltas de afecto y cuidados. Ella fue como una madre no sólo para sus hijos, sino para muchos sobrinos, tíos, vecinos… en especial niños y ancianos.
Tuvo, como muchas personas de su época, una niñez muy difícil y una adolescencia casi inexistente, porque había que crecer rápido para trabajar y enfrentar la vida.
La primera vez que fuimos a España, sucedió algo que recuerdo con frecuencia. Estábamos en el parque Isabel La Católica de Gijón, un grupo formado por varios hermanos y cuñados de mi mamá. Entonces llegó un señor de unos cuarenta años y se dirigió a ella. La tomó en sus brazos y en un abrazo tierno y cálido, le expresó ternura, agradecimiento, cariño sincero. Yo no entendía nada, hasta que me presentaron al hombre y él mismo me explicó, más o menos con estas palabras:
“…cuando yo era pequeño pasaba mucho frío, hambre y necesidades. Entonces, todos los días, iba a la casa donde estaba Estrella. Ella me daba de comer, y me hacía ropa con lo  que tuviera: pantalones que ya no usaban los hombres de la casa, camisas o sábanas. Lo que consiguiera. Ella buscaba la tela, cortaba y cosía y me vestía. Nunca lo voy a olvidar y siempre le voy a estar agradecido por sus cuidados y su cariño.”
La gratitud brotaba en cada uno de sus gestos, de sus palabras, de la caricia sincera y respetuosa. Le tomaba las manos y se las besaba con un amor sincero. No importa el nombre de esta persona, pero si por milagro leyera esto, quiero que sepa que yo le estoy agradecida por aquel momento inolvidable. Aunque ella era demasiado humilde para mencionar un acto como aquel. Yo tenía más de veinte años y jamás me había enterado.
Era un ser iluminado, trabajadora incansable, madrugadora y generosa. En su casa siempre había lugar para un anciano sin familia u hogar: pariente, vecino de España, amigo o simplemente conocido.
Su abnegación hacía que pasara noches en vela, después de trabajar todo el día en el almacén, dándole aire a mi hermano con una revista cada vez que tenía un ataque de asma. Hace más de cincuenta años no existían los tanques de oxígeno en las casas, ni los inhaladores, ni nada de eso… Pero estaba ella y su amor incondicional, ese amor que solo las madres pueden ofrecer.
¿Cuántos recuerdan hoy sus cuidados amorosos cuando estuvieron enfermos?
¿A cuántos les ofreció “un churrasquito” cuando, según ella, no habían quedado satisfechos con la comida?

¿Cuántos recuerdan sus papas fritas, sus “bayonesas” con atún, sus frixuelos, o sus deliciosas sopas?  ¿Cuántos niños que rechazaban la comida en sus casas, comenzaban a comer de todo después de pasar unos días en casa de Estrella?
 
Era una mujer bella, con un porte y una elegancia envidiable, nacida como campesina en una montaña. Sin embargo, eso no impidió que caminara derecha, con garbo, con elegancia y distinción. Cuando yo estudiaba en el colegio de las monjas, había una monja viejita, muy culta y viajada que era profesora de idioma español: la hermana Teresa. Siempre me preguntaba por mamá y agregaba: “Carbajal –me decía- ¿Cómo está tu mamá? Mandale saludos de mi parte. Es una mujer elegante y encantadora. Tiene porte de reina…”. Sin duda, tenía razón. Con ella aprendí a caminar derecha, con los hombros hacia atrás y la frente en alto.
También era muy graciosa y mordaz en sus comentarios. Hacía dos años que habían llegado a Montevideo; con unos pocos ahorros y mucho coraje, mis padres lograron abrir su propio negocio en sociedad con Isidoro, el hermano de mi mamá, y su esposa Placentina. El Bar Asturiano estaba ubicado en la calle La Paz esquina Municipio (hoy Martín C. Martinez).
Los días de lluvia los clientes salían menos a hacer compras, por lo que el almacén estaba vacío. Un buen momento para baldear los pisos. En esa tarea estaba mi mamá aquella tarde, ensimismada en su tarea y apurada por terminar. Tomó el lampazo y empujó con vigor uno de los últimos charcos de agua del piso del almacén… justo en el momento que pasaba una de esas “elegantes” vecinas por la puerta. Primero fue un chorro, seguido de un sinnúmero de gotas diminutas. Para cualquiera de las damas, era demasiado tarde para detenerse:
-Pero… ¿qué hacés, gallega? ¿Justo hoy que está lloviendo, se te ocurre baldear?
Mamá pasó por alto el “insulto” de gallega, que no era tal. Sonrió con picardía (quizás en el fondo le gustó haber salpicado a la maleducada), y con una envidiable agilidad le respondió, con aquel encantador acento asturiano:
-Y bueno, señora… cuando el diablu nun tien que facer, espanta mosques col rabu… (cuando el diablo no tiene qué hacer, espanta las moscas con el rabo).
La vecina, asombrada con la respuesta, siguió su camino, no sin antes balbucear:
-No te entendí nada, gallega, pero… que te recontra, por las dudas.
Esa era mi mamá, a la que amo y extraño cada día. Era una mujer de muy bajo perfil, humilde, trabajadora, abnegada y con una elegancia innata; callada, pero como todas las almas sabias, siempre vertía conceptos acertados: “Nunca confíes en nadie. Por desconfiar, no te vas a arrepentir nunca, pero por confiar te vas a arrepentir muchas veces”. ¡Qué gran razón tenía!
Fue, es y siempre será un orgullo ser su hija y saber cuántas personas la amaron y la respetaron. Habría mil anécdotas más para contar, pero estoy segura que las contarán ustedes. Cada uno puede dejar la suya aquí, para que todos las disfrutemos, recordándola…