sábado, 24 de junio de 2017

ELE-MENTAL

Segundo Premio
1er. Concurso Castillo Pittamiglio
Noviembre, 2016

Volver a Montevideo tiene su encanto: el recibimiento de la familia, mi hermana que me deja su auto para que pueda movilizarme con facilidad, el reencuentro con los amigos, la vuelta al barrio, el redescubrir la ciudad.
El avión aterrizó a las dos de la madrugada. Los únicos valientes trasnochadores fueron María y su pareja que me llevaron hasta el hotel, no sin quejarse e intentar hacerme reflexionar sobre lo conveniente que sería quedarme con ellos en su casa. Al final respetaron mi obsesión por la privacidad y pude descansar despatarrado en una cama king-size, al menos hasta que sonó el teléfono pasado el mediodía. Era mi hermana.
- ¿Todavía estás durmiendo? –preguntó con voz risueña- Levantate, vago, que el día está precioso. Acordate que esta noche vamos a cenar a un lugar que te va a traer muchos recuerdos.
- ¿Esta noche? ¿Van todos? –respondí con el teléfono apoyado en la almohada y los ojos todavía cerrados.
- No. Solo nosotros tres. Mañana tenés el asado con tus amigos y el domingo almuerzo en familia. Como ves, ya te organicé estos tres días. A partir del lunes quedás libre. Y más te vale no protestar.
Desde los pisos más altos del hotel tenía panorámica fabulosa: las casa bajas de Punta Carretas, los edificios de la rambla, la gente caminando y el mar inmenso.
- Que es un río, Suso, un río, no mar –me corregiría mi amigo Daniel.
Almorcé, caminé una cuadra y llegué al paseo más hermoso de Montevideo. Setiembre es un lindo mes para andar cerca del agua porque no hace frío, el sol comienza a calentar y hasta aparecen las bandadas de golondrinas saludando.
Faltaba un rato para las ocho de la noche cuando pasaron a buscarme. No me quisieron decir a dónde íbamos. Carlos bajó hasta la costa y viró a la izquierda. No tardó en tomar la subida de Francisco Vidal. Me asombró ver cómo había cambiado la cuadra desde mi última visita.
- ¿Te acordás cuando el único edificio alto de la cuadra era el Moreno? –dijo María.
- Sí, con cinco pisos. Ahora debe de ser el más bajo –respondí.- ¿Y a dónde vamos?
- Acá, al castillo –explicó Carlos señalando a su derecha-. Ahora lo que da a Vidal es un restaurante y se llama Montecristo. Hace más de diez años que está funcionando.
Estacionó el auto en la esquina, frente a pizzería. ¡Qué diferente lucía la
fachada! A pesar de las modernizaciones y sin la torreta, aún guardaba algo de aquella época. Caminamos hasta la entrada del restaurante. También eso se había transformado. Demasiado vidrio y poco ladrillo.
- ¿Y acá sigue viviendo gente? –dije señalando la pequeña puerta al costado.
- Ya no. Ahí funciona la cocina del restaurante.
Al atravesar la entrada se me encogió el corazón. ¡Qué decepción! El castillo había sufrido una segunda invasión, aunque que con otros resultados. ¿Para qué cambiarlo tanto?
- Dale, Suso, entrá –me apuró Carlos-. Tenemos reserva.
Pregunté si podía recorrer el lugar y me dijeron que sí, quizás porque debido a mi acento pensaron que era turista. Y después de cuarenta años lo era, a pesar de no sentirme como tal en aquel lugar. Todo estaba diferente, nada era como lo recordaba. Volví a la mesa bastante conturbado, tanto que Carlos me preguntó qué me pasaba.
- Es que no me entiendo las modificaciones que hicieron. Quien no lo conoció antes de la muerte de Pittamiglio no se puede dar cuenta, pero yo… ¿Sabés qué pasa? Nosotros vinimos para este barrio cuando mi viejo les compró a los hermanos Moreno el almacén de la esquina, allá por 1964, y le alquilaba la propiedad a Pittamiglio.  En mayo o junio de 1966 le compró todo el edificio, ¿entendés? Y María y yo éramos amigos de Manuela, la hija de su chofer.
Mientras que la cena llegaba, el sommelier nos sirvió un delicioso Cabernet que acompañó de maravilla la espera y la entrada. La conversación continuó.
- Sí, yo me acuerdo solo de algunas cosas –afirmó mi hermana-. De la escalera larga de la casa de Manuela, que parecía interminable, de los vitrales que tenían las ventanas del costado y que permitían ver algo para el patio del castillo, exactamente donde estamos ahora. Acá había una fuente. Era hermoso, hasta que el viejo murió y Alba Roballo, que en ese momento tenía su carguito en la Intendencia e imagino que queriendo imitar a Eva Perón, dejó entrar a un montón de bichicomes. ¿Cómo pudo ser tan…? Toda la cuadra vio cómo saqueaban el lugar. Entraban con los carros con caballos y todo y se llevaban lo más que podían: muebles, jarrones, lo que era fácil de robar. Los vecinos veíamos, pero nadie podía hacer nada.
- Bueno, eso fue hace cincuenta años, ya pasó. Calmate –le dijo Carlos.
– Sí, pero cada vez que lo recuerdo siento la misma indignación que en aquel momento –entonces, dirigiéndose a mí-. ¿Te acordás de las sirvientas del viejo? Eran un poema.
- Claro que me acuerdo. Eran dos viejitas, chiquitas y arrugadas que daban para una caricatura. Una era blanca, con el pelo blanquísimo peinado en un moño bajo, lentes y casi sin dientes. Se pintaba los cachetes con un colorete fortísimo, y andaba siempre de delantal.
- Yo me acuerdo de la negra, que de vieja que era tenía canas entre las motas. Usaba el pelo corto y tenía siempre puestos lentes de sol verdes, redonditos, estilo John Lennon. Vivían en el galpón que también servía de garaje, enfrente del castillo. De ahí sacaba el auto el padre de Manuela cuando llevaba al viejo al otro castillo, al de Las Flores, o a otras partes.
- Manuela ya tenía como quince años y nunca iba con ellos. Lógico –acoté.
- No entiendo –reaccionó Carlos-. ¿Lógico por qué?
La llegada del plato principal me salvó de dar explicaciones que no deseaba, pero mi hermana me captó en el aire. Mientras esperábamos el postre pregunté por el lavabo.
- Por ahí, bajando la escalera a la izquierda –me indicó Carlos-, porque a la derecha está…
- El cuarto de oraciones y el laboratorio –interrumpí mientras dejaba la servilleta sobre la mesa.
Bajé las escaleras y los recuerdos me tomaron desprevenido. Miré hacia la derecha. ¡Habían descubierto el lugar de sus oraciones y el laboratorio! Miré a través del cristal. El piso en damero, las paredes, el hueco en la pared...
- ¿Qué te pasó, qué viste? –preguntó María a mi regreso- Ni que hubieses visto el fantasma del viejo…
- Sí vi fantasmas, pero no el de don Humberto. Estos eran un poco más jóvenes que él.
- No te entiendo. ¿Qué querés decir? –preguntó Carlos- ¿Y cómo sabías del cuarto de oraciones y del laboratorio? Es la primera vez que venís acá y eso estaba escondido, lo descubrieron hace…
- Olvidate, no importa, no me hagas caso. Hay cosas que siempre supe y nunca conté...
Aquella noche casi no pude dormir.

* * * * *

El asado fue al mediodía, aunque me fueron a buscar a las diez de la madrugada. Imposible dormir más de seis o siete horas. Al menos me dejaron marchar a tiempo para llegar al castillo antes de que comenzara el recorrido grupal por la parte de la rambla.
Me gustó volver a recorrer los pasillos y entrar a las habitaciones. Cuando oía hablar al guía, sonreía para mis adentros. ¡Cuántos datos erróneos! No era su culpa, solo estaba repitiendo lo que le habían indicado. El castillo había cambiado. Ahora la pintura lo iluminaba y ayudaba a resaltar los detalles, aunque mantenía su estilo. Pero las iniciales, la simbología, las escaleras sin terminar y las puertas que no conducían a ningún sitio, seguían intactas.
No me quedé para la obra de teatro que ofrecen después de las visitas guiadas. Preferí cruzar la rambla y sentarme del otro lado de la acera. Mirar, observar, desmenuzar recuerdos y analizar detalles tapados por el polvo del tiempo y la perspectiva de los años maduros.
El frío de las noches invernales aún se siente en setiembre. Y si a eso le agregamos el viento, el resultado de la ecuación nos indica que una campera liviana no es suficiente abrigo. Subí hasta el parque de Villa Biarritz y me metí por la maraña de calles internas hasta llegar al hotel. Ya me había sentado en el sofá de la habitación cuando me asaltó una idea. Tomé el teléfono y en menos de media hora Daniel golpeaba la puerta.
- ¿Qué te pasa, loco? Hace unas horas nos dijiste que…
- Sí, pero mentí. Necesito conversar con alguien y ese alguien solo podés ser vos. Vení, traje al Cardenal para que nos acompañe.
- No me jodas… ¿en serio trajiste? –preguntó mirando para todos lados.
- No busques tanto que está encima de la mesita, con copas y todo.
Tomó la caja de madera lustrada y la abrió. Cada uno de los euros que había gastado valió la pena solo por verle la cara.
- ¡Ah, bueno! Te aviso que de acá no me voy hasta terminarla, y lo que sobre me lo llevo aunque sea para tomarle el olor. Yo la abro, yo sirvo, yo me encargo de todo. Vos sentate y contá…
- Ayer María y Carlos me llevaron a cenar al castillo de Pittamiglio. Y eso me afectó bastante. Nos estuvimos acordando de muchas cosas, hasta de Manuela. ¿Te acordás de Manuela, no? La hija del chofer del viejo Pittamiglio que venía con nosotros a la playa.
- ¿No me voy a acordar? –dijo mientras servía una generosa medida del licor y me estiraba una copa- Vos seguí que yo te escucho. ¡Salud!
Tomamos y alabamos la calidad del brandy. Iba a ser una larga noche…
- Después apenas dormí, recordando. Cuando papá compró, aquello parecía más un bazar de lujo que un almacén. Tenían los productos en vitrinas, con códigos en vez de precios a la vista, más ordenado que limpio. El sótano era similar. Las paredes estaban llenas de estanterías para estibar mercadería, pero para el tipo de comercio que quería mi viejo, el método de los Moreno causaba más molestias que beneficios. Y papá mandó sacar todo para que el sótano quedara más cómodo. Con las paredes despejadas pude fijarme que en una punta debajo de la escalera, habían quedado al descubierto unos ladrillos muy extraños, con vestigios de haber estado pintados algunos de blanco y otros con una parte blanca y negra. Conseguí pintura y repasé lo que estaba pintado de blanco. Negro no conseguí, pero no hacía mucha falta tampoco.
- De eso sí me acuerdo. Te pregunté para qué habías hecho algo así, pero nunca me explicaste. Me dijiste “no sé, se me ocurrió”.
- Te juro que era verdad, Daniel, aquellos ladrillos pintados no me decían nada. Hasta una vez que Manuela me metió en castillo después que las viejas cruzaron para el galpón. No entramos por el portón sino por un pasaje semi secreto. Unía la habitación donde dormía su padre con la zona contigua al restaurante. Se llegaba por medio de una escalera angosta y se salía al patio por una de esas puertas que parecen no conducir a ningún lado. Estábamos solos. En la habitación donde está la chimenea de madera había un cuadro que tenía algo. No sé si era espeluznante, pero sí inquietante. Representaba a un niño tocando el piano y mirando fijamente al observador. Yo no sé nada de solfeo, pero Manuela sí.
- Fijate –me dijo Manuela-. El niño parece que estuviera tocando pero en realidad solo aprieta una tecla. La partitura tampoco tiene sentido, porque un día la copié y quise tocarla y no sonaba a nada, así que el pintor no tenía idea de música, o eso quiere decir otra cosa.
 -El cuadro no se me borraba de la mente. Un día prendí todas las luces del sótano y me puse a acomodar los envases. Los ladrillos pintados me distraían, captaban mi atención, hasta que me di cuenta del motivo. Me hacían recordar el piano del cuadro. Se lo conté a Manuela y el primer feriado largo le dije a papá que me iba a quedar a dormir en el sótano para aprovechar a acomodar un poco. Mi viejo no era bobo. Por supuesto que no me creyó pero aun así me dejó las llaves. Llamé a Manuela. Su padre había salido a llevar al viejo a Las Flores, y no iban a volver hasta el día siguiente.
- ¿Estuviste solo con ella en el sótano? –preguntó Daniel asombrado- Nunca me contaste nada…
- Dejame seguir… Cuando ella vio los ladrillos pintados dijo algo así como entonces era acá. Se acercó y me indicó un ladrillo. Este, Suso. Este sería la tecla que está tocando el niño del cuadro. Me maté empujando hacia adentro con las manos apoyada en el centro primero y sobre las puntas después. No pasó nada. Hice lo mismo con el ladrillo desde el frente, pero fue inútil. Probé con otros pero el resultado fue siempre negativo. ¿Y si lo apretás solo en una punta,  como si fuese la tecla de un piano?, me sugirió Manuela. Le hice caso y el ladrillo se hundió. Saltamos de alegría. Fue hasta la casa y volvió con el código. Te digo que estuvimos horas probando, varias veces yo quise abandonar, pero me insistía tanto que terminaba accediendo. Hasta que una parte del muro cedió. Creo que a los dos nos dio miedo, porque quedamos paralizados. No podíamos creer que eso estuviera pasando…
- No me jodas que encontraron un pasadizo… -comentó Daniel sirviéndose más licor.
- Sí. Era muy oscuro, no se veía nada, así que fui a buscar velas y fósforos y nos metimos. Yo iba adelante y ella me seguía. Con la vela prendí unas lámparas de aceite o algo así. Supuse que estaríamos atravesando el terreno de la casa que había entre nuestro sótano y el castillo. Cuando estuvo iluminado vimos que sí, era un pasadizo, bajo tierra, bastante húmedo y sin luz. Terminaba en una puerta de madera que abría hacia nosotros…
- ¿Y a dónde daba esa puerta? –Daniel empezó a prestar más atención a mi historia.
- A lo que ahora es la bodega del restaurante, la parte que tiene el piso en damero y está contra Francisco Vidal.
- ¿Estás seguro?  
- Por supuesto. Hubo detalles que no pude olvidar. Además esa habitación estaba prácticamente vacía. No había casi nada en el lugar, lo único que llamaba la atención era un cáliz, colocado como en un altar.
- ¡El Santo Grial!
- No, no creo que fuera el Santo Grial. Si es que alguna vez lo tuvo en sus manos, seguro que lo tenía oculto en su propiedad de Las Flores, o en otro lado, pero no acá. Aquel era muy simple, antiguo y de madera. Nada que lo destacara excepto el lugar donde estaba colocado. Era extraño que ocupara un lugar tan privilegiado.
- ¿Y cómo pudieron ver todo si no había luz?
- Ahí había unas veladoras eléctricas prendidas, pero preferimos no apagar las velas porque además del hueco por donde el viejo entraba y salía, había otra puerta. Entramos con las velas prendidas, pero enseguida las apagamos porque descubrimos los interruptores de la luz. Era un laboratorio descomunal. Tendría unas cinco mesas, de esas enormes, de laboratorio. La primera estaba llena de libros, papeles, y documentos. La segunda eran todos planos de construcción, croquis, tinta, lápices, tiralíneas… La mesa de un arquitecto diría yo, pero tenía otra a un costado para hacer los dibujos de los planos. Las otras mesas eran de laboratorio, con tubos, pipetas, condensadores, morteros y aparatos de química. Las paredes tenían estanterías separadas de acuerdo al contenido. En una había libros muy antiguos, escritos a mano, y también en prensa. Otra estantería tenía aparatos de química, y la más grande era la que contenía frascos de diversos tipos y tamaños, todos ordenados y etiquetados. En un armario vidriado había unos artefactos raros. Después me enteré que eran pequeñas cajas de Orgón, acumuladores de energía. También había modelos de “jaulas Faraday”.
- ¿Lo qué? ¿De qué me estás hablando?
- Te estoy diciendo que tardé años en averiguar qué era todo aquello. La gente que… -guardé silencio para acomodar mis ideas, y agregué- A ver si me puedo explicar: Wilhem Reich descubrió la energía Orgónica y también descubrió cómo acumularla. No fue el primero. Hay culturas antiguas como la japonesa donde se la conoce como “ki”, los chinos la llaman “chi”, que es lo mismo que el “manas” en Polinesia o el “fluido ódico” del que hablaba el Barón Von Reichenbach. Esta energía vivifica todo lo que tiene vida. ¿Entendiste?
- Nada. Pero el brandy está bueno así que te sigo escuchando.
- No soy el primero que piensa que Pittamiglio quiso convertir su castillo, su vivienda personal, en una enorme caja que acumulara energía orgónica. ¿Nunca te preguntaste por qué sus habitaciones personales tienen esas formas extrañas y están forradas de diferentes maderas?
- No.
- Bueno, yo te lo voy a decir aunque no te interese. Hablemos por ejemplo de su dormitorio. Por fuera está hecho con materiales comunes, pero por dentro son todos materiales biológicos, como la madera. Y por lo general, las cajas de orgón tienen forma de paralelepípedo.
- Está bien. Entiendo que el viejo quisiera cargarse de energía y todo lo que me quieras decir, pero su dormitorio no tiene forma de paranosequé, sino que está llena de formas raras, ángulos sin sentido, picos y qué sé yo.  ¿Para qué?
- No tengo idea. Mejor dicho, sí tengo idea pero no lo puedo asegurar. Mirá, hubo dos hombres contemporáneos de Pittamiglio que quizás lo inspiraron. Uno fue Howard Phillips Lovecraft, un escritor estadounidense de novelas de terror y ciencia ficción. El otro fue Alesteir Crowley, escritor, poeta, mago y ocultista entre otras lindezas. El primero era un gran fantasioso como comprueba con sus novelas, pero el segundo estaba convencido que los entes astrales de otros planos pueden entrar en este mundo a través de los ángulos. ¿Qué tenían en común? Que ambos aseguraban que en la palabra ELE – MENTAL se sugería  que ciertas “cosas” podían pasar a través de los ángulos, ¿entendés? La L es un ángulo recto, y mental por la mente… 
Daniel me miraba como se mira a un niño que inventa historias y uno se siente en la obligación de seguirle el cuento. Y yo ya quería darme por vencido. No me creía ni le interesaba lo que le explicaba. Tomó otro tragó y me preguntó:
- Bueno, pero ¿qué hicieron vos y la minita en el laboratorio?
- Ella no hizo más que curiosear, pero yo buscaba. ¿Qué estaba buscando? Ni yo mismo sabía. Después de revisar terminé por llevarme dos libros de esos grandotes, como para escribir actas. Los elegí porque estaban escritos a mano y tenían símbolos, dibujos, mapas, y hasta planos. Imaginé que sería algo así como los libros diarios de Pittamiglio, pero como estaban medio escondidos y llenos de polvo, pensé que no notaría la falta. Había un tercero que estaba encima de la mesa, abierto. Tenía escritas unas dos o tres páginas, pero no me animé ni a tocarlo. Lo que también me llevé fue un mortero de bronce con su pilón. Era chico, del tamaño de un puño, pero me llamó la atención y no lo pensé.
- ¿Y Manuela qué se afanó?
- Nada. Si su padre o el viejo descubrían que había estado allí, no sé lo que hubiese pasado, porque también yo iba a caer. Pero lo que pasó fue diferente. Yo escondí lo robado y nunca nadie se enteró de eso, ni siquiera Pittamiglio, creo. Al día siguiente cuando volvieron de Las Flores venía muy enfermo, con bronquitis o algo así, y se murió casi enseguida. Manuela me dijo que no se había levantado más.
- ¿Y vos no volviste a entrar?
- No pude. Esa semana tuve que ir con el tío Isidro a Colonia, y cuando volví al almacén papá había mandado a colocar estanterías fijas, así que la entrada quedó tapiada por los ladrillos y la madera. Después de la muerte del viejo todo se vino barranca abajo en el castillo. Los empleados se quedaron sin trabajo y se tuvieron que ir, empezando por el papá de Manuela y siguiendo por las viejitas. A partir de ahí aparecieron los protegidos de la tipa de la Intendencia que se afanaron todo lo que tenía algún valor, porque antes que ellos ya habían pasado otros. Eso, seguro.
- Y al final, ¿vos qué hiciste con los libros?
- Los leí muchas veces, pero no entendí nada.
Cuando empezó a ponerse impertinente con las preguntas, le di otra botella de brandy sin abrir y lo despaché. No quería decir nada más. No quería hablar de todo lo que pasó después, de cómo devoré aquellos libros, de toda la información que saqué de allí y cómo decidí irme del país para poder aplicar en otro lado ese conocimiento y averiguar el que me faltaba.
Tal como pensé cuando los tomé, eran casi un compendio de los conocimientos de Pittamiglio. Allí había escrito durante décadas lo que él consideraba importante. Nunca pudo convertir en oro los metales bajos. Tampoco encontró la fuente de la juventud. Sin embargo encontró la manera de hacerse muy rico y multiplicar el dinero más y más. El viejo había escrito desde principios de siglo lo que iba descubriendo, el poder que daba el dinero y las posesiones, cómo lograr que las personas sirvieran para sus fines, y lo que se puede conseguir con la energía bien dirigida.
Basado en sus escritos pude construir mi propia caja de órgon y como él, hacerme casi invencible. La información acumulada en esos libros era más valiosa que todas sus propiedades y todo su dinero. Me llevó años de estudios, de lectura, de pruebas y fracasos, pero lo logré.
Hoy puedo darme muchos lujos, como quedarme el tiempo que desee en este hotel, ser generoso con los que amo, y hasta rastrear a Manuela. Me enteré que ella cuidó a su padre hasta que murió y que tampoco se casó ni tuvo hijos. Quizás este sea un buen momento para visitarla. 

VENTOLINA

El sol había salido en medio de un Cantábrico inmenso que mostraba una calma inusitada. Todo era extraño aquel día: la falta de compañeros en su barca, la falta de oleaje, la falta de peces, la falta de suerte, la falta… De todas formas, nada de eso importaba porque para Amadeo no era un día de trabajo, sino de lectura e introspección. Aquella madrugada sentía que adentrarse en el mar era como meterse dentro de sí. El bajón anímico era debido, quizás, a la boda de su ahijado, o más bien a la ausencia de su esposa Almudena, muerta hacía ya cinco años.
El ruido desconocido y constante no permitía que se concentrara en el disfrute de la brisa veraniega. Había tirado el ancla. Extendiéndose sobre cubierta cerró los ojos y dejó que la naturaleza mimara su cuerpo marinero, esculpido en bronce y curtido a fuerza de sol y sal. Tenía muchos años en aquella barca y podía reconocer cada sonido, pero aquel no provenía de su propiedad. ¡Coño! ¿Por qué la corriente no se lo llevaba de una puñetera vez, así podría seguir con aquel momento de solaz? Por una vez que decidía no hacer nada…
El molesto ruido continuó hasta sacarlo de quicio. Cerró el libro de un golpe y enojado con la situación, se paró. Comenzó la inspección por la popa y siguió hasta descubrir el objeto, que flotaba sin dejarse atrapar. No le quedó más opción que lanzarse al mar y recogerlo.
Cuando subió a cubierta pudo observarlo con detenimiento. Era una reproducción a escala de un barco pesquero de bajura, similar al suyo y a tantos
otros que navegan por la costa asturiana. Mediría unos cuarenta o cuarenta y cinco centímetros de eslora total y estaba tallado con minuciosidad. Por su estado de conservación, no tenía mucho tiempo en la mar. Llevaba pintado el nombre de Ventolina y había sido lacrado por debajo de la línea de cubierta. Lo movió con curiosidad y comprobó que llevaba cargamento en su bodega. ¿Quién se desharía de un objeto tan bonito? ¿Lo habrían tirado o se habría caído por accidente?  El día ya estaba perdido, así que decidió poner proa a su casa, deseando inspeccionar más aquel objeto y su cargamento.
Ya en su hogar, lo acomodó encima de la chimenea y de inmediato decidió que ese sitio no era el mejor. El hueco al costado de la extensa biblioteca fue la nueva ubicación. Tomó distancia, y queriendo disimular ante sí mismo la curiosidad que le despertaba la barca, se dijo que debía preparar la ropa para la boda y marchó al dormitorio.
La Ventolina se apartó de su mente cuando, sin más, el recuerdo de su esposa lo asaltó. Cuando viajaban, ella comenzaba a pasearse de un lado a otro de la casa, cantando mientras aprontaba la maleta o prediciendo lo bien que la pasarían, mientras que él se impregnaba de su alegría contagiosa. Si hubiese estado allí, le preguntaría qué libro quería para el viaje. “El que tú me elijas, Campanilla”, respondería él esperando que pasara a su lado para envolver su cintura y besarla. Con la voz femenina repiqueteando en su cerebro Amadeo dobló la ropa, acomodó el calzado y las demás prendas. Hacía todo como un autómata, porque la alegría que formaba parte de la mismidad de Almudena, había abandonado la casa junto con ella. Al viudo, ahora solo le quedaba lo básico para sobrevivir: la mar, la pesca y la lectura.
Volvió su rostro hacia la embarcación que había rescatado en la mañana. Seguía varada en la biblioteca, reclamándole atención en un canto silencioso con notas de madera y sal.
Se sirvió la cena en la sala, frente a la Ventolina, a la que miraba de reojo. ¿Cuál sería su historia? ¿Por qué o para qué habría querido el ebanista ser tan meticuloso en los detalles? Quizás nunca imaginó su obra en el mar y a la deriva. Dejó el plato a medias y reapareció con las herramientas. Miró la barca y suspiró. Su oficio de pescador le había pulido el arte de la paciencia, así que con el punzón en su mano curtida por redes y escamas, comenzó a retirar el material que cerraba de forma hermética la bodega, evocando sin cesar al artesano y sus extraños motivos. Luego de varios intentos fallidos para levantar la cubierta, el tesoro lo sorprendió.
Una de las virtudes de la magnífica caja flotante, era el cuidado tratamiento que tuvieron para que el agua no entrara a dañar el contenido. Se trataba de varias piezas de madera talladas por un refinado ebanista, quizás el mismo que había hecho el barco. Con el mar como hilo conductor, el artista había trabajado cada pequeña escultura como una obra de arte. Amadeo apreció la suavidad del pulido acariciándolo con sus dedos toscos. Tomó las tallas y las colocó ante sí: un ancla, un pez zigzagueante, una estrella de mar, un erizo, una caracola, la concha de una vieira… Sonrió al reconocer a los Espumeros: el moreno, –tallado en ébano- que con sus ojos saltones ilumina en la niebla el camino de regreso a los pescadores; y el rojo, que lleva noticias desde y hacia el mar, representado por un niño con una caracola como sombrero, y gritando con las manos a los costados de su boca.
Pero lo que más llamó su atención fueron las dos esculturas femeninas. Una representaba una sirena sobre una piedra que, apoyada en sus manos y rodillas, tocaba sus nalgas con la cola mientras una guirnalda de flores tapaba con timidez las aureolas de sus pechos. La otra representaba una mujer que caminaba desafiando el viento con los brazos extendidos hacia adelante. El cabello largo y ensortijado volaba hacia atrás, así como la falda del vestido. La blusa se ceñía contra su cuerpo voluptuoso. El rostro estaba trabajado en detalle, y resaltaba sus ojos verdes y los labios carnosos.
Pero la Ventolina también guardaba una confesión de tinta y papel…

Durante el viaje desde el pueblín cercano a Lastres hasta Luarca, el veterano pescador reconoció cada uno de los faros de la costa. Los virajes que hacía el autobús le servían para confirmar una y otra vez, que prefería una tormenta en su barca al interminable serpenteo de la carretera.
La tarde comenzaba junto con la fiesta de la boda. La tía Remedios, que lo había acaparado desde su arribo y lo había arrastrado a su mesa, comentó la entrada de una dama.
- Mira, ahí llegó la probina de Eleonor. Tú no la conoces porque es tía de la novia. Otra viuda del mar, otra que cree que su marido era perfecto. ¿Y sabes qué te digo? Era perfecto. ¿Y sabes por qué? Porque está muerto. Porque si estuviera vivo no lo sería tanto. Que te lo digo yo, que de tan buena que he sido en mi vida cuando me muera la gente dirá que era virgen. Solo espero que alguno de mis amantes esté vivo para desmentirlo. 
Se levantó de la silla imaginando la sonrisa de su sobrino y se dirigió a la mujer, que apenas vio a la anciana corrió a saludarla. La imagen de la tía de la novia avanzando veloz por el salón, sorprendió al hombre. Sintió que ya había visto esa imagen, uno de esos déjà vu que en uno de sus viajes le había explicado un marinero francés. Y llevándose la mano al bolsillo de la chaqueta, acarició la escultura encontrada en la Ventolina. No, no. Era imposible que se tratara de la misma persona. Al darse cuenta de que las damas se estaban dirigiendo hacia él, se paró para recibirlas. 
- Ven aquí, Mateo, que quiero que conozcas a Eleonor. Es viuda como tú, su esposo murió en la mar. Almudena en cambio, probina… -bajó la mirada y moviendo la cabeza, agregó- Iros por allí y hablad, que bastante tendréis para contaros.
Quedó inmóvil cuando la dama, además de consentir que su mano diminuta se perdiera en la del pescador, le regaló un beso en cada mejilla, permitiendo que el hombre hundiera brevemente su nariz en una maraña de rulos que lo retrotrajeron a una playa desierta con algas en su orilla, y a una sirena descubierta entre las redes de un solitario pescador. Aún medio obnubilado debido las sensaciones causadas por los aromas, se presentó.
- Para empezar, te aclaro que mi nombre es Amadeo -comenzó diciendo mientras la invitaba a sentarse-, y mi tía ya me había dicho que te llamas Leonor.
- Despreocúpate, que ya la conozco –respondió con una sonrisa.
Se pusieron a conversar sobre los novios, la boda, los conocidos mutuos, hasta que la pregunta llegó en los labios de Amadeo.
- ¿Cuánto hace que murió tu marido?
- ¿Alguna vez has leído “Alicia en el país de las maravillas”? Ella le pregunta al conejo blanco: ¿y cuánto tiempo es un segundo? A lo que el conejo le responde…
- Cuando amas, una eternidad –contestó Amadeo con su mirada perdida.
- Pues eso… Murió hace un segundo, aunque el almanaque se empeñe en decir que fue hace dos años. ¿Y tu esposa?
- Cinco años. Y aún creo oírla andar por la cocina. ¿Tu esposo era marinero?
- Pescador de profesión y escultor por devoción. El primer año de casados me hizo un cofre con forma de barca, y cada aniversario aparecía con una pieza diferente, todas marineras menos la que talló cuando íbamos a cumplir seis años de casados. Hubo una tormenta y desapareció por unos días, hasta que la barca que lo rescató lo pudo traer a puerto. Cuando me avisaron salí corriendo, descalza y a medio vestir. Apenas lo divisé…
-…estiraste los brazos y con la emoción no te diste cuenta de que tus atributos se te habían escapado de entre las ropas. Corriste como una… ventolina –agregó, esperando la reacción de la mujer que primero lo miró extrañada y luego, como desechando algo improbable, continuó:
- ¿Ya te lo contó Remedios, eh? Pues sí, eso me causó la emoción de ver a mi hombre.
- A tu “home marín” –agregó Amadeo, pero esta vez la reacción fue diferente.
- ¿Y tú cómo sabes eso?
Amadeo sonrió, algo avergonzado. ¿Era posible que el destino lo hubiese puesto delante de la destinataria de la Ventolina? Entonces, si era ella sabría que…
- Si alguien encuentra la Ventolina, espero que la conserve con respeto, no por sus antiguos dueños, sino como homenaje al amor –recitó el hombre.
Lo miró muda, con la boca entreabierta. Acababa de citar una frase de la carta que ella había escrito y guardado en el cofre. Volvió a clavarle la mirada mientras el hombre metía la mano en el bolsillo de su chaqueta para poner sobre la mesa la escultura de la mujer con los brazos extendidos, y luego de desplegar un papel doblado con la forma de un barco, leyó.
- Sé que es algo íntimo, pero no pude evitar leerla. Nunca imaginé que encontraría a su dueña. Debo confesarte que la he leído tantas veces que casi me la sé de memoria –bajó hasta el renglón exacto y al leer, su voz se volvió más dulce y serena- “Si algún día, por esas cosas incomprensibles del destino, la Ventolina volviera a mis manos, entenderé que quieres que la conserve, y como tú siempre me decías, aprenderé a leer entre líneas lo que la vida quiere enseñarme”.
La miró, pero ella guardaba silencio acariciando una copa y haciéndola girar sobre su pie. Amadeo decidió continuar.
- Escribes con mucho sentimiento, Leonor. La carta me conmovió, pero sobretodo esta parte: “Te extraño. Siento que veces me falta el aire, y a veces me sobra. Me confunde pensar que nuestra casa, que era nuestro refugio y nuestro cielo, se convirtió en un montón de paredes que se me caen encima y tengo que correr hasta el puerto para encontrarte, porque aunque no pueda verte, sé que estás allí. Le he robado al tiempo migajas trasformadas en recuerdos, y de ellas me alimento a diario para poder sobrevivir…”.
Volvió a cerrar la carta y se la acercó junto con la talla de madera. Con la mirada acuosa y las mejillas sonrosadas, Leonor guardó todo en su bolso.
- Cuando rescaté a la Ventolina pensé que no debía abrirla, pero la intriga
pudo más. Esa fue la pieza que más me impactó. Y también la carta. Traeré la Ventolina para ponerla donde corresponde: en tus manos.

La tía Remedios visita con frecuencia la casa de Leonor. El hermoso navío con sus figuras alrededor, preside la biblioteca traída desde el otro extremo de Asturias.