domingo, 25 de noviembre de 2012

DORADO Y CALIENTE (3° y última parte)


El mes de enero en el campo, suele ser sofocante. Amada había vuelto a la casa un rato antes del atardecer para poder darse un largo baño. Estar  debajo de la ducha le hacía bien. Sentir el agua correr por su cuerpo, acariciar la piel con la esponja enjabonada, disfrutar los aromas, la sensación de limpieza, el desplazamiento del líquido metiéndose en sus rincones más íntimos…
Limpia y cambiada, comenzó el ritual de todas las tardes. Mientras hervía el agua, le puso la yerba al mate sin llenarlo. Agregó un chorrito de agua tibia para hinchar la yerba sin quemarla. La bombilla se abrió camino entre aquella masa verde hasta tocar el fondo del porongo. Con el agua caliente en el termo, salió de la casa y se dirigió a su lugar favorito en las tardes, a su oasis personal. Ella misma lo había creado, adornándolo con plantas, flores y unos cómodos sillones de jardín. No recibía visitas, pero tenerlos allí, le daba sensación de que en cualquier momento alguien se sentaría en ellos. A veces lo hacía Cándido.
Mientras miraba el atardecer, volcó un chorro de agua hirviendo sobre el costado de la bombilla y el milagro se produjo: un mate perfecto, espumoso, caliente, revitalizante…
El sol estaba en el horizonte, amenazando a los mortales con la retirada de su presencia y su luz. Todos los días montaba una escenografía diferente: ora con rojos, naranjas y violetas; ora con azules, bermellones y púrpuras; ora con rosados y tímidos celestes. Y ella agradecía a la naturaleza aquella hora de descanso…
Entre el decorado solar y campestre, apareció la figura de un jinete al galope. El sonido de los cascos azotando el suelo, no tardaron en llegar. Era Cándido, que luego de saludarla inclinando su cabeza para tocarse el sombrero, siguió rumbo al establo. El siguiente sonido en llegar a sus oídos fueron los pasos del hombre entrando a la casa. “Debe ir a ducharse”, pensó Amada, para volver a meterse en su pensamiento. Hubiese seguido disfrutando de su bebida vespertina si no se le terminara el agua caliente. En la cocina preparó otro termo y antes de salir, decidió pasar por el baño. Hacía rato que Cándido había entrado a la casa, y como no sintió el agua correr, supuso que el hombre ya habría terminado y abrió la puerta sin llamar.
Quedó parada en la puerta, indecisa. Si salía pidiendo disculpas, se perdería de aquel espectáculo visual: el cuerpo joven y bronceado del peón, aún húmedo y brillante, con pequeñas gotas liberadas por el cabello chorreante que corrían por su musculatura sin saber su destino final… También podía quedarse allí parada, mirándolo o mejor dicho, admirándolo.
Cándido quedó sorprendido y desconcertado. No sabía si cubrir su desnudez, si seguir secándose sin darle importancia a la presencia femenina, o quedarse inmóvil a ver qué hacía ella. Optó por la última posibilidad.
No supo por qué lo hizo, pero una fuerza invisible la empujó, guiándola hacia los labios del hombre. Una mano tomó su preciosa cabeza, dirigiéndola en sus movimientos; la otra agarró la toalla para arrojarla lejos, muy lejos de la timidez de Cándido, quien respondía a ese beso con la misma pasión.
-¿Cómo te atrevés a besarse, y encima desnudo? –le espetó Amada, separándose.
-Pero… yo… -balbuceó como queriendo excusarse.
 -Si vas a poner peros, agarrás tus cosas y te mandás a mudar...
-Doña… no entiendo…
-No tenés que entender, tenés que hacer… O dejar que te hagan –agregó tomándolo de la mano.
Salieron juntos para sus aposentos. Lo soltó a la entrada de la habitación y ella se sentó en la cama, observándolo de la forma más descarada que pudo, en tanto se deleitaba con el paisaje que ofrecía Cándido, tan avergonzado, pudoroso, respetuoso de la mujer y del lugar. Tuvo ganas de abrazarlo, pero lo dejó para poder amarlo más, para admirar la entereza de ese hombre, capaz de soportar todo aquello por quedarse a su lado.
-Está bien, Cándido… Andá… vestite y prepará el mate que ya te alcanzo.

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Con el cuchillo muy afilado, Cándido hacía un corte en cruz sobre los bolos de masa. Así de lacerantes eran los desprecios que le hacía Amada. Jugaba con él, con su mente, con su excitación… y eso lo hacía estar aún más atento a ella, a sus necesidades, a sus caprichos. ¿Era tan grande su amor como para soportar lo que le hacía? ¿Dónde quedaba su hombría, su machismo? Solo y ante él mismo, aceptó que había renunciado a todo eso por obtener su amor. Aquella noche, después de la cena, obtuvo todas las respuestas:

-Decime Cándido… ¿quién te dio derecho de decidir por mí?
-¿Cómo dice señora? Yo jamás me atrevería a hacer eso.
-¿No? Pero lo hiciste. O vos te crees que me olvidé del día de la tormenta y de tu huída… Decidiste reparar el gallinero en vez del techo de la casa. Decidiste levantarte de la mesa por dos veces y dejar la comida servida sin tomar en cuenta el trabajo que yo me había tomado para hacerla. Decidiste que el dinero que te dejé como pago de tu trabajo no era lo suficientemente bueno como para quedártelo. Decidiste irte sin dejarme saber que lo hacías y sin saber si yo quería que te fueras o no… Eso por nombrar solo algunas cosas. Y después volviste arrepentido para que te perdonara.
 Cándido se sentía más y más humillado cada vez. Sabía que no había actuado de una manera correcta, y sabía que ese era el precio que debía pagar para quedarse.
Lo que no entendía era por qué su masculinidad se había empecinado en permanecer dura, inhiesta. Su excitación no tenía límites y temía no lograr controlarse.
-¿Sabes Cándido? Sos como un potrillo bravo y salvaje que necesita conducción. Y ando con ganas de convertirme en amazona…
Amada acarició las nalgas túrgidas y redondeadas. Cada caricia lo llevaba a la gloria. Que la doña lo tocara era todo su sueño, y sentirse así era más de lo que se había atrevido a soñar.
-Andá para mi cuarto y esperá…

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Los bollos ya estaban elevados y listos para ser horneados. Los colocó en una tabla con mango largo que él mismo había tallado, y se dirigió al horno. Con la ayuda de unas bolsas de arpillera y con extremo cuidado, abrió la puerta del horno.
Miró el fuego. Las llamas se habían extinguido dando paso a las brasas. El horno estaba igual que el ambiente de aquella noche: rojo como su pasión y caliente la lujuria.
Quedó hipnotizado mirando dentro del horno y se visualizó aquel día yendo hacia el cuarto de la señora: inquieto, excitado, expectante…
La señora Amada iba tras él, observando ese cuerpo glorioso que necesitaba atención urgente. Ella también necesitaba atención y la iba a obtener.
Lo tiró sobre la cama. Imaginó que las manos de la señora eran de seda y azucenas. Logró mantenerse quieto, gozando las caricias. Una nueva orden salió de los labios de Amada:
-Ahora… ponete de pie y mirame.
Trató de tapar su excitación con las manos, pero ella se las apartó. Eso hizo que él bajara la cabeza y mirara para un costado. Tomando su cara con ambas manos, Amada hizo que fijara sus ojos en ella. La mujer dio un paso hacia delante y comenzó a besar suavemente el rostro del hombre, hasta que llegó a sus labios. El enamorado de ojos de caramelo le suplicó un beso con la mirada, y ella se lo concedió.
¿A qué le supo aquel beso maravilloso? Era dulce como la miel, largo como su desesperación, húmedo como la lluvia, tibio como el sol de la tarde, y caliente como las brasas de aquel horno que… se estaba enfriando. Metió los panes dentro y lo cerró.
También habían cerrado la puerta de la habitación cuando los besos dejaron lugar a las caricias más osadas. La señora era la que le permitía y hasta le suplicaba sin palabras que la hiciera suya.
Despojándola de toda la ropa, la tomó en sus brazos y la depositó en la cama, con ternura, respeto, amor... Ahora era completamente feliz y lo que más le importaba era hacer feliz a su doña.
Comenzó a tocarla suavemente, sin dejar de besarla en ningún momento. Las manos de Cándido acariciaron rostro y cuello. Luego conoció sus pechos túrgidos y acogedores. Su boca comenzó a bajar por el centro del cuerpo entre gemidos de placer.

“No se da ni cuenta que ya la he gozado
y que ha sido mía sin haberla amado…”
La canción favorita de Cándido resonaba en su cerebro mientras su mente vagaba por el espacio, sin tener certeza que lo que vivía era sueño o realidad. Se sentía en esa nebulosa a la que se llega solo en el climax del placer. Y a lo largo de la noche, ambos fueron transportados a ese sitio privilegiado, exclusivo para amantes…
Ninguno sabía quién era, dónde estaba, o si el mundo se acababa. Mientras que Cándido se acomodaba a su lado, Amada trataba de recuperarse, para comenzar aquella cabalgata una vez más. Se tomaron de las manos y ella extendió los brazos cual un águila en la inmensidad del cielo. Los movimientos se hicieron cada vez más frenéticos hasta volver estallar en un mar de delectación…

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La sencilla mesa estaba dispuesta: platos, vasos, vino, una bandeja con fiambres y la comida preferida de Cándido. Amada se la había preparado y estaba esperando el pan. Miró por la ventana y vió como su hombre lo sacaba del horno y lo colocaba en una fuente. Lo siguió con la mirada y pensó en lo enamorada que estaba de él. Tanto o más de lo que él la amaba.
-Mi doña, aquí está el pan, tal como usted lo pidió…
-Sí, dorado y caliente… ¡como vos!


FIN

sábado, 24 de noviembre de 2012

DORADO Y CALIENTE (2ª parte)

Todos los ingredientes estaban unidos y la masa muy pegajosa aún. Mientras la sobaba, siguió recordando... Más de una vez la golpeó con furia contra la mesa de madera. Es que… traer a su mente ciertas escenas lo llenaban de ira. Como aquella vez cuando…

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-¡Cándido, carajooooooo! ¿Cuántas veces tengo que decirle que deje su cuarto ordenado? Yo no soy su sirvienta, ¿oyó? Más bien que es al revés. Lo estoy alimentando, dándole techo en mi propia casa, así que por lo menos mantenga el orden y la limpieza.
Odiaba que lo dejara en evidencia, pero al mismo tiempo sentía algo que no podía explicar. Trabajaba muy duro… durísimo. En un par de semanas había convertido aquella chacra en un lugar habitable, aunque admitía que ella trabajaba a su par. Se levantaba antes que él y se acostaba después, pero… era muy exigente con la higiene y el orden,  algo que él no se podía acostumbrar. Antes que perder tiempo en arreglar el lugar donde dormía, prefería salir a trabajar fuera de la casa. ¡Había tanto para hacer!
Amada le recalcó varias veces la urgencia en reparar el techo de la casa. Había ido expresamente a la pulpería de Don Eustaquio a buscar las chapas, y estaban allí desde hacía dos días, cuando cobró el dinero que esperaba.
Cándido trabajaba sin cesar. El día anterior había terminado de arreglar el gallinero, otro trabajo que venía posponiendo. La tarea había sido complicada y le había tomado más tiempo del calculado, por eso demoró el comienzo del techo de la casa. A la hora del almuerzo Amada le dejó saber su preocupación.
-Dicen en la radio que se viene una tormenta muy fea, Cándido. Supongo que estará terminando con eso, ¿no?
Se le atragantó el guiso en la garganta. Carraspeó y con la mirada puesta en el plato, respondió:
-Esteeemm… bué… la verdá es que… ayer… terminé el gallinero. Empecé con este techo a última hora… Es que… Pensé que me iba a llevar poco tiempo, pero se me complicó y me…
-¿Cómo que el gallinero? –interrumpió- Cándido, traje las chapas con toda urgencia para… No entiendo de dónde sacó que era más importante el gallinero que la casa…
Se sintió avergonzado, con ganas de que la tierra se abriera a sus pies y lo tragara. Quería desaparecer de la mirada dura de aquella mujer, que por otra parte, tenía toda la razón… Se levantó de la mesa dejando el plato servido.
-Con su permiso, doña -y se dirigió a la puerta. Amada no le respondió.
Los rayos del mediodía calentaban la espalda del joven de forma implacable. En pocas horas se vendría la noche y no podría trabajar. La tirantería estaba en buenas condiciones, pero debía fijarse dónde pisaba para no caer. Había techado más de la mitad de la casa, pero aún faltaba mucho. ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cómo no se había dado cuenta de la importancia del techo comparada con el gallinero?
El sol se desangraba en el horizonte y Cándido continuaba clavando chapas sin cesar. No iba a poder terminar y la tormenta se avecinaba. Optó por tratar de reclavar lo que no pudo cambiar. En la penumbra, trabajando al tanteo, no podía hacer un buen trabajo, y las primeras gotas comenzaron a caer. Las  sintió frescas en su espalda y en su cabeza, pero…  no lograron refrescar su mente. Estaba demasiado enojado consigo mismo…
-Cándido, baje de ahí. Está comenzando a llover y ya no se puede hacer nada –le gritó, pero él seguía trabajando- ¿Pero… está sordo o qué? Es un peligro que esté ahí arriba con tanto rayo y relámpago. Yo ya me ocupé de los animales…. ¡Obedezca!
El hombre la miró desde la altura. Compungido, recogió la herramienta y bajó. Antes de entrar en la casa, dejó la herramienta en el granero. En el corto sendero que separaba el granero del rancho, su ropa y cabello quedaron pingando… Un relámpago iluminó la noche y el estruendo arrancó los ladridos del cimarrón, que lo esperaba en el porche moviendo la cola y aprovechó la apertura de la puerta para guarecerse de la lluvia él también.
-Vaya a bañarse –le dijo Amada- Aquí lo espero.
El baño lo reconfortó. El agua estaba a la temperatura ideal, aliviando su cansancio. Salió vestido, oliendo a jabón y con el cabello húmedo. Se veía tan… ¡hombre! Amada no podía dejar de observarlo, hasta que la mirada inquisidora del joven la volvió a la realidad.
-Venga a la mesa. Estuvo todo el día trabajando y ni siquiera almorzó. Siéntese y coma… La tormenta es más grande de lo que imaginé… el viento sopla fuerte… Si no es un tornado, anda cerquita. Menos mal que pude guardar al bicherío… Estás de suerte, Cimarrón… Esta noche dormís adentro.
-No pude terminar… –dijo apesadumbrado.
-Hizo lo que pudo. Y va a pasar lo que tenga que pasar. Ahora cálmese y coma.
No era una sugerencia, era una orden. Cuando Amada quería ser firme, a nadie le cabía duda. Y Cándido no era la excepción. Probó un bocado pero se le complicó tragarlo. Se sentía culpable; le había fallado a la mujer que le había dado trabajo, que había confiado en él… y eso lo ponía mal. Se levantó en silencio para arrimarse a la ventana. Afuera la lluvia caía de lo lindo, tanto que apenas se veía. Algún rayo que rasgaba el cielo de vez en cuando, y el viento cada vez más fuerte, anticipaban el trágico fin que el hombre imaginaba…
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El pensar en lo mal que se había puesto aquella noche, le había servido ahora para descargar su furia en el amasado, dejando la masa lisa y manejable. Espolvoreó un rincón de la mesa con harina, hizo un bollo enorme y lo colocó encima. Luego lo acarició con una capa de aceite para evitar la costra, y terminó cubriéndolo con un lienzo. Ahora debería esperar que fuera creciendo hasta doblar su volumen.
Así también había ido creciendo el viento aquella noche. En su mente volvió a oir el ruido que produjo la primera chapa al volar por los aires, y otra vez se estremeció. Amada había salido corriendo para el fondo de la casa, hacia el cuarto donde guardaban las semillas y el resto de las cosas que con tanto esfuerzo había comprado en la agropecuaria. Cuando iba a abrir la puerta, Cándido se lo impidió, tomándola por la espalda.
-Doña Amada… No abra esa puerta, por favor.
-Es que se va a mojar todo… ¿entendés? Los granos, las semillas, el alimento de los animales… Y no tengo dinero para comprar más.
-Lo sé, señora, lo sé… Pero si abre la puerta va dentrar el viento, y capaz que levanta el techo. Imaginé que algo así podría pasar… La parte que teché quedó segura, pero…
Amada soltó el pestillo de la puerta.
-¡Soltame! –le ordenó, dolida- Lo que suceda, será tu culpa. Tendremos todas las gallinas a salvo, pero no podré sembrar nada…
Salió corriendo para encerrarse en su habitación, dejando a Cándido desolado. En el dormitorio, caminaba de aquí para allá mientras sentía volar parte de su casa, esa casa y ese lugar que había comprado con tanto esfuerzo. Se sintió impotente, sola, con el peso del mundo a sus espaldas. Tanto esfuerzo, tanto dinero… ¿para qué? Las lágrimas comenzaron a salir, amargas y saladas… sabían a inutilidad, bronca, rabia contenida. El viento seguía acechando… estaba molesta… harta de llorar… alterada… somnolienta… muy cans… cansad…
Las primeras luces del día la encontraron vestida y tendida sobre su cama. Salió al porche y vió el desastre: al final, no había sido tanto como había imaginado. Vio las chapas amontonadas en un rincón, trabajo de Cándido, seguramente. Fue hasta el fondo para ver el estado de sus granos y semillas. Al abrir la puerta, comprobó que todo estaba bastante bien. Sus cuidados y la idea de taparlos con plástico y ponerlos en un lugar alto habían dado resultado. Cándido fue muy sabio al no permitirle salir, porque aunque todo se hubiese arruinado no hubiese podido hacer nada, excepto poner la vivienda en peligro. El poco material que se había arruinado, no tenía tanto valor.
Respiró y miró hacia arriba. Cándido había hecho un excelente trabajo: las chapas voladas eran unas pocas… Sonriendo, fue a preparar el desayuno para comenzar un nuevo día.
Al pasar por el cuarto de Cándido, se sorprendió al ver la cama sin ropa. Entró. No estaban ni el peón, ni sus pertenencias. El único elemento que rompía el orden del lugar eran las hojas blancas, dobladas sobre la mesa de noche. La tomó. Con letra de trazos toscos, se leía: Señora Amada.
 Cuando desplegó los papeles, cayeron en forma de lluvia varios billetes. Entonces recordó que un par de días atrás, le había liquidado el mes  de trabajo. Con tristeza y dolor, comprobó que Cándido se había marchado…
En la cocina, preparó el mate y se sentándose a la mesa, extendió las hojas y leyó:
“Señora Amada,o quizás debería decir amada señora…
Soy hombre de campo, alguien que apenas sabe leer y escribir, por eso seguro que encontrara errores en esta carta pero no en mis sentimientos.
Desde que enllegue me dio trabajo y comida y asta un poco de afeto. Pa agradarla trabajé con ganas, para debolberle lo que iso por mi. Pero en la tormenta de aller le ise perder todo el esfuerzo que uste iso aca. La lluvia mojo todo por mi culpa y tubo rason al yamarme como me yamo por hacer el gallinero y no el techo.
Me pago mas de lo que meresia y encima perdio mas que eso. Por eso le dejo tuito. Mi pingo no se lo dejo porque lo necesito para dir a buscar trabajo a otra parte. Antes de dirme quise adentrarme a mirar la piesa del fondo pero no me anime.
Doña, me voi con mucho mas de lo que bine, porque me llevo el amor que siento por uste. Me animo a desirselo porque no la via volver a ver nunca. Ahora se como eso eso de querer a una mujer, y entiendo lo de no dormir por pensar y trabajar para no pensar. Supongo que es eso querer. Pensar en uste todo el dia y toda la noche, andar distraido y buscar preguntas namas para verla sin mirarla porque no me animo a mirarla. O tomar mate con uste pa sentir que guele lindo, fresqita como la mañana.
Pero una mujer como uste es nomas un sueño pa un tipo como yo. Y ya le ice daño bastante, casi la deje arruinada. Ojala me perdone. Asta mas ver mi doña.Y quele valla bien porque se lo merese.

Cándido”
La carta estaba llena de tachaduras, indecisiones, faltas de ortografía. Pero en nada de eso se fijó Amada.
-¡Es un imbécil! ¿Quién le dijo que yo soy inalcanzable? Si yo también lo…
Sí, ella lo amaba desde aquella tarde que lo vio galopar en busca de su yegua. Ella, una universitaria, se enamoró de un tipo casi analfabeto. Pensar que si su abuelo no le hubiera insistido que se mudara al campo, que se gastara la herencia en una chacrita… A ella siempre le había gustado el campo. Y  los hombres de campo como…
Cándido… Lo amó desde que le regaló aquella mirada color caramelo. Amó su cuerpo de dios griego, bronce cincelado en el Olimpo por la propia Afrodita. Amó su sonrisa, su disposición al trabajo, sus silencios y su timidez. Amó su entrega, su pasión en todo lo que hacía, el cariño por los animales, el campo y la naturaleza. Pero el estúpido se había ido. Si pudiera, saldría a buscarlo pero… ¿dónde?

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La masa ya había levado y Cándido sabía que era hora de armar el pan, como en aquella oportunidad también había sabido que era hora de regresar con su patrona.
Partió la masa en tres porciones. Su corazón también había estado partido cuando trató de conseguir trabajo y no podía hacer nada, cuando se había dado cuenta que era imposible arrancarla de su pensamiento o de su vida. Sin ella, la vida era un infierno, un castigo mandado por el mismísimo mandinga. Cuando entendió que no podía seguir así, emprendió el regreso. Le pediría perdón a la doña y le diría que sólo quería estar a su lado. Estaba dispuesto a pagar su culpa como ella lo considerara conveniente.
Siguió armando el pan mientras recordaba cómo había armado en su mente todo lo que le diría mientras llegaba a la tranquera de “La Tacuara”. El primero en salir a su encuentro fue el cimarrón, ladrando y saltando hasta sus pies para demostrarle su alegría. Ante tal alboroto, Amada había salido a ver qué pasaba. Al verlo se quedó inmóvil, cruzó los brazos y esperó que se acercara. Cuando Cándido la vio, pensó que el regreso y todo lo que le esperaba al enfrentarla, valía la pena sólo por verla una vez más.
Cruzada de brazos, con el cabello al viento y la mirada… la mirada… no sabía distinguir si era de enojo, de alegría, de… No, no… evidentemente estaba enojada, y no era para menos. Pero debía ser valiente y enfrentarla. Bajó del caballo, lo ató y se paró frente a ella.
-Pensé que había contratado un hombre trabajador y valiente, no un cobarde que huye ante el primer problema. ¿Para qué volvió, Cándido?
-Para pedirle perdón, para disculparme, doña. Para enfrentarla y que me diga qué puedo hacer para que me perdone… por lo que hice y por lo que escribí en aquella carta…
-¿Todo? ¿A qué se refiere? ¿qué es lo que lamenta? ¿Haber huido? ¿Haberme dejado el dinero? ¿O haberme hecho creer que yo le importaba?
-No señora ¡eso no! Yo la… yo… usté para mí… –dijo, y bajó la cabeza de inmediato, lleno de vergüenza– Esa plata era suya, yo no la merecía. Lo que lamento es que haya perdido los granos y semillas por mi culpa. Y encima, haberme juido, haberla abandonado en el peor momento, como un cobarde...
-¿Qué es lo que quiere, Cándido? ¿Para qué volvió?
-Quisiera que me tome de vuelta, doña. Como su sirviente, su peón, su empleado. No puedo vivir fuera de acá y… y sin… usté, señora.
La bofetada retumbó en el silencio de la tarde. La huella de los dedos quedaron marcados en el rostro curtido de aquel hombre, que aceptaba la humillación con toda la hombría de la que fue capaz. La actitud de Amada se hizo más dura aún.
-Y ¿vos te creés que te va a ser tan fácil? O sea, decidís irte cuando se te da la gana, cuando más se necesitan dos brazos para trabajar; y decidís volver cuando querés, cuando te pareció que ya no estaba enojada… Y yo te tengo que perdonar, ¿no?
-No doña, no tiene que perdonarme si no quiere, sé que no lo merezco, pero... Dígame qué debo hacer para quedarme, para trabajar acá otra vez…
-Te voy a decir algo: vas a trabajar más que nunca. Me vas a demostrar una y otra vez  que te merecés esta oportunidad. Y andá sabiendo que lo que te voy a hacer laburar como nunca, pero no en venganza por haberte ido, ni siquiera por haberme abandonado cuando más te necesitaba… sino por no haber tenido la valentía de enfrentar tus errores… y tus aciertos.
Las jornadas eran largas y pesadas, pero Cándido no cedía por muy difícil que fuese la tarea. Comían juntos y en silencio, o hablaban lo estrictamente necesario. Con el correr de los días y los meses, la tensión fue bajando y el trato entre ambos se hizo más ameno. Pero todavía había algo que no les permitía relajarse, sobre todo al hombre, que medía cada gesto, cada palabra, cada acción…

viernes, 23 de noviembre de 2012

DORADO Y CALIENTE... (primera parte)




“No se da ni cuenta que cuando la miro
Por no delatarme me guardo un suspiro
Que mi amor callado se enciende con verla
Que diera la vida para poseerla.
No se da ni cuenta
que brillan mis ojos
Que tiemblo a su lado y hasta me sonrojo
Que ella es el motivo que a mi amor despierta
Que ella es mi delirio y no se da cuenta...


La voz de Chiquetete sonaba en la vieja radio de la cocina. El rostro de Cándido estaba surcado de lágrimas. No sabía si era por ira, por dolor, por impotencia… Pero la letra de “Esta cobardía” había sido escrita para él y para nadie más. Era como si se hubiese metido en la cabeza de los autores; la letra describía a la perfección sus sentimientos y emociones cada vez que veía a Amada.
Se dirigió con paso decidido a la alacena y sacó de allí los ingredientes: harina, sal, levadura, azúcar. Puso agua fría en una jarra y la entibió con agua hirviendo… hirviendo como su sangre, bullendo como todos esos pensamientos en su mente. Y el cantante que no le daba tregua…

Esta cobardía
de mi amor por ella
Hace que la vea
igual que una estrella
Tan lejos, tan lejos en la inmensidad
Que no espero nunca poderla alcanzar..
.

Sí, su amor era tan cobarde que no le permitía decir nada. Ella estaba tan lejana en aquella inmensidad, tan inalcanzable como él mismo la había colocado.

No se da ni cuenta que le concedido
Los cálidos besos que no me ha pedido
Que en mis noches tristes desiertas de sueño
En loco deseo me siento su dueño.

Cándido no quería sentirse ni ser su dueño, sólo quería amarla, servirla, estar a su disposición, pero… eso no era cosa de hombres. Él era un hombre, no un monigote que se dejara dominar por una mujer.


No se da ni cuenta que ya la he gozado
Y que ha sido mía sin haberla amado
Que es su alma fría la que me atormenta
Que ve que me muero y no se da cuenta…”


Sí… Amada tenía el alma fría como el hielo y a él lo ignoraba por completo; no le hacía caso, lo hacía sentirse inexistente... Sumido en sus pensamientos e incertidumbres, puso en una taza la levadura con un poco de azúcar para que reaccionara más rápido, un poco de agua tibia para mojarla y la dejó a un costado. Volcó la harina de golpe sobre la mesa. Una nube polvorienta lo inundó, haciéndolo volver a aquella tarde, donde envuelto en otra nube de polvo llegó a la pulpería de don Eustaquio Flores: “De la esquina”.

Los que como Cándido estaban sin trabajo, iban a la pulpería. Allí se encontraban quienes buscaban trabajo y quienes lo ofrecían. Y si no se ponían de acuerdo, dejaban sus señas. De paso, aprovechaban para tomar una caña, comprar algún alimento, jugar un truco o simplemente conversar sobre las cosechas, el ganado, el próximo baile o las mujeres casaderas de la zona.
Entró a la pulpería con la mano en el sombrero, saludando a cada paso, sin importar si conocía o no a la otra persona. Las botas sonaron al golpear contra el piso de tierra apisonada. Las paredes de terrones mostraban varias rajaduras tapadas con barro, un arreglo con el que seguían cumpliendo su función, aunque nadie sabía por cuánto tiempo más.
-¿Qué tal, muchacho? ¿qué te sirvo? –preguntó el dueño desde el otro lado del mostrador.
-Una caña, don Eustaquio. Y si me fía, sírvale otra a mi amigo Román.
-Se agradece la invitación, Cándido –saludó el anciano levantando el vaso-. Y a cambio te vi’a contar algo que segurito te interesa…

El joven tomó las copas y se sentó junto a aquel viejo desgarbado y sucio, borracho perenne y presencia segura en la pulpería, día tras día. Le arrimó la copa, a la que Román vació de un trago, limpiándose la boca con la mano mugrosa.
-Se vendió la chacra del viejo Casimiro. A la final, se peló pa’ la ciudá con la hija. Dijo que ella lo iba a cuidar, pero… seguritito que dentro de poco extraña y se vuelve con el Perico. Todos sabemos que el botija nunca quiso agachar el lomo en la chacra, y se le estaba poniendo cada vez más pior… Así que la vendió barata, nomás. Usté sabe cómo es esto, m’hijo… ‘taba muy mal todo: la casa, el establo, la porqueriza…
-Don Eustaquio –gritó Cándido mientras giraba hacia el mostrador-, ¿puede ser una vueltita más? Se seca la garganta de tanto hablar, y todavía no me dijiste quién fue el corajudo que la compró…
-El corajudo fue… una mujer. Pero ¡qué mujer! Seguiritito que’s de la ciudá, ché, pero no lo parece. Mirá… es metedora como naides, no le hace asco a nada. Es una tipa grandota, fuerte, robusta… Tiene un caráte muy jodido, pero ‘ta empecinada en sacar la chacra adelante, y de la manera que labura, seguritito que lo logra. Se llama Amada Nosecuánto, y anda buscando alguién que l’ayude, pero… naides quiere d’ir porque hay mucho trabajo y poca plata. Pero… si estás sin nada, por lo menos vas a tener casa, comida y algún pesito. Vos no tenés familia, así que endemientras se viene la época ‘e la yerra, capaz que te sirve –y apuró el segundo trago como para mojar la garganta que se le había secado de tanto hablar.
-Voy a darme una vuelta por “La Tacuara” y hablar con esa mujer.
-Bue… suerte, entonces. Porque dicen que no habla, solo manda. No tiene pelos ni anda con Gre – Gre pa’ decir Gregorio. Es clarita como el agua, ché, pero más dura que el acero y con la lengua tan afilada como su facón. Siempre lo lleva a la espalda, en la cintura, como cualquier hombre de campo.
Cándido agradeció la información con un apretón de manos y se fue.
-Don Eustaquio, -vociferó antes de marchar- sírvale una más. Y me lo anota, por favor. Toy seguro que le pagaré muy pronto. antes de lo que imagina.
 -¡Pero cómo no, muchacho! Vos tenés el crédito abierto. Andá tranquilo, nomás.
Desató a su caballo, un overo de paso elegante y galopar seguro, se montó y salió al trote en dirección a “La Tacuara”.
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Salió del rancho para calentar el horno de pan. Lo limpió a conciencia y le acomodó la leña que estaba debajo, resguardada de la lluvia. Arrimó unas ramitas bien secas y prendió el fuego, para quedarse hipnotizado mirando el danzar de las llamas. Fue entonces cuando recordó que había dejado la levadura en remojo. Tapó el horno y entró a la cocina. La levadura ya había levado, así que la volcó sobre la mezcla de harina y sal. Sus hábiles manos comenzaron a trabajar los ingredientes, agregándole un poco de grasa vacuna para manejarla mejor. Pero… hacer la masa era la excusa para pensar en el primer encuentro con Amada…

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La puerta de la tranquera estaba abierta, así que decidió entrar. Un camino marcado por el tránsito de la gente, los animales y carretas pasando durante años por el mismo lugar, había dejado sin pastura sendas paralelas que terminaban en la casa. Sobre el costado derecho se veía el motivo del nombre de la chacra: un plantío agreste de cañas de tacuara; a la izquierda, el corral de los animales. Algunas vacas pastaban distraídas sin darle importancia a la visita; un cachorro de cimarrón salió a su encuentro ladrando desaforadamente, pero Cándido se mantuvo tranquilo y cruzó una mirada con el can, que cambió su ladrido y comenzó a caminar junto al caballo. Cuando el hombre se apeó, el perro se acercó moviendo la cola y suplicándole una caricia con la mirada. El jinete se la regaló sonriente, rascando su cabeza y pasando su mano por el lomo del animal, que lo siguió mientras Cándido escudriñaba el lugar.

Lo primero que llamó su atención fue la casa: sin duda necesitaba reparaciones, comenzando por el techo de chapa, que quizás volara con el primer viento que soplara algo fuerte, sin contar las que tenían agujeros muy visibles; las paredes pedían pintura urgente; la empalizada tenía algunos lugares a punto de caerse, y al estar roto el alambrado del gallinero, las gallinas estaban sueltas y podrían escaparse por la tranquera. Una de ellas, corría en busca de alimento seguida por una fila de pollitos; el gallo de riña, alto, espigado y con un cogote larguísimo, se paseaba por el lugar con gesto altanero; la porqueriza estaba también en malas condiciones… Pero a favor de la dueña, debía admitir que los animales se veían saludables y bien alimentados.

 
-¡Alto Maga, aaaaaalto! –vociferaron a sus espaldas. Oyó el galope apenas a tiempo para moverse e impedir que la yegua, seguida del potrillo, lo atropellaran– La tranquera está abierta, se me vaaaaaa…

Cuando la mujer llegó al portón del establo, vio un jinete salir al galope persiguiendo los animales que habían huido y ganado carretera. Las patas herradas del overo retumbaban en el suelo seco. Por suerte para Cándido, la yegua llevaba puesta las riendas, por lo que le resultó más fácil dominarla. Una vez que la calmó, retorno con ella hacia la chacra, bajo la atenta mirada de la propietaria.

“Qué tipo más buen mozo, y ¡qué jinetazo! Alguien así es lo que necesito para levantar este lugar”- pensó mientras el hombre se aproximaba con los animales.
Cuando lo tuvo cerca, le calculó poco más de treinta años; observó la piel, curtida y dorada por el sol que lo había perseguido durante varios años en las tareas del campo. Tenía un físico joven, modelado por el trabajo, no por las pesas de los clubes deportivos. Su rostro, oculto por el sombrero ladeado, le ocultaba parte del rostro y casi todo el cabello, que asomaba por algún rincón en mechones rebeldes y negros. Al tipo se le notaba la experiencia al montar, y sabía cómo tratar a los caballos para que lo obedecieran sin lastimarlos. Parecía conocer el trabajo rural… ¿Qué podría hacer para retenerlo?
Cándido se desmontó de su pingo sin soltarle las riendas a la yegua, y se las entregó a la dueña. Fue en ese momento, teniéndolo tan cerca, que pudo apreciar su rostro angular, la nariz un poco achatada, los labios gruesos y sensuales, y los ojos enormes, risueños, con mirada bondadosa y acariciante. Ella, que era una mujer alta, tuvo que alzar la vista para mirarlo directamente a los ojos.

-Aquí tiene su yegua señora –la fijeza con que le sostenía la mirada, lo turbó. Se sonrojó levemente y en voz baja, agregó- Le sugiero que de aquí en más la ate cuando no la esté usando, o la deje fuera del corral.
-Se le agradece la ayuda… y el consejo –dijo al estirarle la mano-. Maga estaba dentro del corral, pero encontró un lugar que estaba roto y saltó por allí. De todas formas gracias por atraparla. Mi nombre es Amada. Amada García…
Él sintió la firmeza de la mano tosca, pero no  por eso menos femenina. Ella apreció cada una de las callosidades, las grietas de la piel, la dureza del trabajo del que hablaba aquella palma masculina.
¿Por qué no podía sostener la mirada de esa mujer? Había logrado ponerlo nervioso y eso lo turbaba aún más.
-Cándido Vergara.
-Y ¿qué anda buscando, Cándido Vergara?
-Mire, doña… Estoy sin trabajo, ¿sabe? Y me dijeron en la pulpería de Don Eustaquio que por acá buscaba piones… digo, trabajadores.
-Quítele el plural. Busco uno solo y no porque no necesite varios, sino porque no los puedo pagar. Ofrezco casa, comida y mucho trabajo. No tengo dinero ni lo voy a tener hasta dentro de un mes. Ahí recibiré plata de la capital. Y quiero que me diga ya mismo si acepta y cuánto quiere ganar.
-Acepto. El sueldo lo dejo a su consideración. Deme un mes y le probaré lo que rindo. Ahí usté verá cuánto me paga, ¿le parece?
Amada le estiró la mano para sellar el pacto. El apretón fue fuerte y seguro, por ambas partes. Cuando ella giró y le dio la espalda, Cándido la miró detenidamente. Tendría unos 40 años, aproximadamente. Realmente era corpulenta, alta, grande. Sin embargo, extremadamente femenina en sus gestos, movimientos y con un cuerpo agradable en sus redondeces, como las mujeres de esas pinturas antiguas. Vestía una camisa un par de talles más grandes del correspondiente, un pantalón ajustado que marcaba sus generosas curvas y unas botas de media caña que habían conocido mejores épocas. Tenía el pelo castaño y largo, tirante y atado en un coqueto moño. Bueno… al menos habría sido coqueto en la mañana. A esa hora de la tarde caía junto con el sol, que parecía aprovechar para quedarse un poco más, resplandeciendo en sus mechones rubios…  
-Si se va a quedar, empiece ya mismo. Deje sus pertenencias en la puerta de la casa, luego lleve los caballos al corral y vea si puede arreglar la parte rota de la cerca. Cuando termine, venga a la casa. Yo, en tanto, voy a cerrar la tranquera, guardar los pollos y preparar algo de comer. Métale, que se hace la noche…
-Sí, doña –no pudo decir otra cosa. La voz firme y enérgica de Amada le imponía respeto. No miedo, pero sí respeto.
(Continuará)