viernes, 23 de noviembre de 2012

DORADO Y CALIENTE... (primera parte)




“No se da ni cuenta que cuando la miro
Por no delatarme me guardo un suspiro
Que mi amor callado se enciende con verla
Que diera la vida para poseerla.
No se da ni cuenta
que brillan mis ojos
Que tiemblo a su lado y hasta me sonrojo
Que ella es el motivo que a mi amor despierta
Que ella es mi delirio y no se da cuenta...


La voz de Chiquetete sonaba en la vieja radio de la cocina. El rostro de Cándido estaba surcado de lágrimas. No sabía si era por ira, por dolor, por impotencia… Pero la letra de “Esta cobardía” había sido escrita para él y para nadie más. Era como si se hubiese metido en la cabeza de los autores; la letra describía a la perfección sus sentimientos y emociones cada vez que veía a Amada.
Se dirigió con paso decidido a la alacena y sacó de allí los ingredientes: harina, sal, levadura, azúcar. Puso agua fría en una jarra y la entibió con agua hirviendo… hirviendo como su sangre, bullendo como todos esos pensamientos en su mente. Y el cantante que no le daba tregua…

Esta cobardía
de mi amor por ella
Hace que la vea
igual que una estrella
Tan lejos, tan lejos en la inmensidad
Que no espero nunca poderla alcanzar..
.

Sí, su amor era tan cobarde que no le permitía decir nada. Ella estaba tan lejana en aquella inmensidad, tan inalcanzable como él mismo la había colocado.

No se da ni cuenta que le concedido
Los cálidos besos que no me ha pedido
Que en mis noches tristes desiertas de sueño
En loco deseo me siento su dueño.

Cándido no quería sentirse ni ser su dueño, sólo quería amarla, servirla, estar a su disposición, pero… eso no era cosa de hombres. Él era un hombre, no un monigote que se dejara dominar por una mujer.


No se da ni cuenta que ya la he gozado
Y que ha sido mía sin haberla amado
Que es su alma fría la que me atormenta
Que ve que me muero y no se da cuenta…”


Sí… Amada tenía el alma fría como el hielo y a él lo ignoraba por completo; no le hacía caso, lo hacía sentirse inexistente... Sumido en sus pensamientos e incertidumbres, puso en una taza la levadura con un poco de azúcar para que reaccionara más rápido, un poco de agua tibia para mojarla y la dejó a un costado. Volcó la harina de golpe sobre la mesa. Una nube polvorienta lo inundó, haciéndolo volver a aquella tarde, donde envuelto en otra nube de polvo llegó a la pulpería de don Eustaquio Flores: “De la esquina”.

Los que como Cándido estaban sin trabajo, iban a la pulpería. Allí se encontraban quienes buscaban trabajo y quienes lo ofrecían. Y si no se ponían de acuerdo, dejaban sus señas. De paso, aprovechaban para tomar una caña, comprar algún alimento, jugar un truco o simplemente conversar sobre las cosechas, el ganado, el próximo baile o las mujeres casaderas de la zona.
Entró a la pulpería con la mano en el sombrero, saludando a cada paso, sin importar si conocía o no a la otra persona. Las botas sonaron al golpear contra el piso de tierra apisonada. Las paredes de terrones mostraban varias rajaduras tapadas con barro, un arreglo con el que seguían cumpliendo su función, aunque nadie sabía por cuánto tiempo más.
-¿Qué tal, muchacho? ¿qué te sirvo? –preguntó el dueño desde el otro lado del mostrador.
-Una caña, don Eustaquio. Y si me fía, sírvale otra a mi amigo Román.
-Se agradece la invitación, Cándido –saludó el anciano levantando el vaso-. Y a cambio te vi’a contar algo que segurito te interesa…

El joven tomó las copas y se sentó junto a aquel viejo desgarbado y sucio, borracho perenne y presencia segura en la pulpería, día tras día. Le arrimó la copa, a la que Román vació de un trago, limpiándose la boca con la mano mugrosa.
-Se vendió la chacra del viejo Casimiro. A la final, se peló pa’ la ciudá con la hija. Dijo que ella lo iba a cuidar, pero… seguritito que dentro de poco extraña y se vuelve con el Perico. Todos sabemos que el botija nunca quiso agachar el lomo en la chacra, y se le estaba poniendo cada vez más pior… Así que la vendió barata, nomás. Usté sabe cómo es esto, m’hijo… ‘taba muy mal todo: la casa, el establo, la porqueriza…
-Don Eustaquio –gritó Cándido mientras giraba hacia el mostrador-, ¿puede ser una vueltita más? Se seca la garganta de tanto hablar, y todavía no me dijiste quién fue el corajudo que la compró…
-El corajudo fue… una mujer. Pero ¡qué mujer! Seguiritito que’s de la ciudá, ché, pero no lo parece. Mirá… es metedora como naides, no le hace asco a nada. Es una tipa grandota, fuerte, robusta… Tiene un caráte muy jodido, pero ‘ta empecinada en sacar la chacra adelante, y de la manera que labura, seguritito que lo logra. Se llama Amada Nosecuánto, y anda buscando alguién que l’ayude, pero… naides quiere d’ir porque hay mucho trabajo y poca plata. Pero… si estás sin nada, por lo menos vas a tener casa, comida y algún pesito. Vos no tenés familia, así que endemientras se viene la época ‘e la yerra, capaz que te sirve –y apuró el segundo trago como para mojar la garganta que se le había secado de tanto hablar.
-Voy a darme una vuelta por “La Tacuara” y hablar con esa mujer.
-Bue… suerte, entonces. Porque dicen que no habla, solo manda. No tiene pelos ni anda con Gre – Gre pa’ decir Gregorio. Es clarita como el agua, ché, pero más dura que el acero y con la lengua tan afilada como su facón. Siempre lo lleva a la espalda, en la cintura, como cualquier hombre de campo.
Cándido agradeció la información con un apretón de manos y se fue.
-Don Eustaquio, -vociferó antes de marchar- sírvale una más. Y me lo anota, por favor. Toy seguro que le pagaré muy pronto. antes de lo que imagina.
 -¡Pero cómo no, muchacho! Vos tenés el crédito abierto. Andá tranquilo, nomás.
Desató a su caballo, un overo de paso elegante y galopar seguro, se montó y salió al trote en dirección a “La Tacuara”.
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Salió del rancho para calentar el horno de pan. Lo limpió a conciencia y le acomodó la leña que estaba debajo, resguardada de la lluvia. Arrimó unas ramitas bien secas y prendió el fuego, para quedarse hipnotizado mirando el danzar de las llamas. Fue entonces cuando recordó que había dejado la levadura en remojo. Tapó el horno y entró a la cocina. La levadura ya había levado, así que la volcó sobre la mezcla de harina y sal. Sus hábiles manos comenzaron a trabajar los ingredientes, agregándole un poco de grasa vacuna para manejarla mejor. Pero… hacer la masa era la excusa para pensar en el primer encuentro con Amada…

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La puerta de la tranquera estaba abierta, así que decidió entrar. Un camino marcado por el tránsito de la gente, los animales y carretas pasando durante años por el mismo lugar, había dejado sin pastura sendas paralelas que terminaban en la casa. Sobre el costado derecho se veía el motivo del nombre de la chacra: un plantío agreste de cañas de tacuara; a la izquierda, el corral de los animales. Algunas vacas pastaban distraídas sin darle importancia a la visita; un cachorro de cimarrón salió a su encuentro ladrando desaforadamente, pero Cándido se mantuvo tranquilo y cruzó una mirada con el can, que cambió su ladrido y comenzó a caminar junto al caballo. Cuando el hombre se apeó, el perro se acercó moviendo la cola y suplicándole una caricia con la mirada. El jinete se la regaló sonriente, rascando su cabeza y pasando su mano por el lomo del animal, que lo siguió mientras Cándido escudriñaba el lugar.

Lo primero que llamó su atención fue la casa: sin duda necesitaba reparaciones, comenzando por el techo de chapa, que quizás volara con el primer viento que soplara algo fuerte, sin contar las que tenían agujeros muy visibles; las paredes pedían pintura urgente; la empalizada tenía algunos lugares a punto de caerse, y al estar roto el alambrado del gallinero, las gallinas estaban sueltas y podrían escaparse por la tranquera. Una de ellas, corría en busca de alimento seguida por una fila de pollitos; el gallo de riña, alto, espigado y con un cogote larguísimo, se paseaba por el lugar con gesto altanero; la porqueriza estaba también en malas condiciones… Pero a favor de la dueña, debía admitir que los animales se veían saludables y bien alimentados.

 
-¡Alto Maga, aaaaaalto! –vociferaron a sus espaldas. Oyó el galope apenas a tiempo para moverse e impedir que la yegua, seguida del potrillo, lo atropellaran– La tranquera está abierta, se me vaaaaaa…

Cuando la mujer llegó al portón del establo, vio un jinete salir al galope persiguiendo los animales que habían huido y ganado carretera. Las patas herradas del overo retumbaban en el suelo seco. Por suerte para Cándido, la yegua llevaba puesta las riendas, por lo que le resultó más fácil dominarla. Una vez que la calmó, retorno con ella hacia la chacra, bajo la atenta mirada de la propietaria.

“Qué tipo más buen mozo, y ¡qué jinetazo! Alguien así es lo que necesito para levantar este lugar”- pensó mientras el hombre se aproximaba con los animales.
Cuando lo tuvo cerca, le calculó poco más de treinta años; observó la piel, curtida y dorada por el sol que lo había perseguido durante varios años en las tareas del campo. Tenía un físico joven, modelado por el trabajo, no por las pesas de los clubes deportivos. Su rostro, oculto por el sombrero ladeado, le ocultaba parte del rostro y casi todo el cabello, que asomaba por algún rincón en mechones rebeldes y negros. Al tipo se le notaba la experiencia al montar, y sabía cómo tratar a los caballos para que lo obedecieran sin lastimarlos. Parecía conocer el trabajo rural… ¿Qué podría hacer para retenerlo?
Cándido se desmontó de su pingo sin soltarle las riendas a la yegua, y se las entregó a la dueña. Fue en ese momento, teniéndolo tan cerca, que pudo apreciar su rostro angular, la nariz un poco achatada, los labios gruesos y sensuales, y los ojos enormes, risueños, con mirada bondadosa y acariciante. Ella, que era una mujer alta, tuvo que alzar la vista para mirarlo directamente a los ojos.

-Aquí tiene su yegua señora –la fijeza con que le sostenía la mirada, lo turbó. Se sonrojó levemente y en voz baja, agregó- Le sugiero que de aquí en más la ate cuando no la esté usando, o la deje fuera del corral.
-Se le agradece la ayuda… y el consejo –dijo al estirarle la mano-. Maga estaba dentro del corral, pero encontró un lugar que estaba roto y saltó por allí. De todas formas gracias por atraparla. Mi nombre es Amada. Amada García…
Él sintió la firmeza de la mano tosca, pero no  por eso menos femenina. Ella apreció cada una de las callosidades, las grietas de la piel, la dureza del trabajo del que hablaba aquella palma masculina.
¿Por qué no podía sostener la mirada de esa mujer? Había logrado ponerlo nervioso y eso lo turbaba aún más.
-Cándido Vergara.
-Y ¿qué anda buscando, Cándido Vergara?
-Mire, doña… Estoy sin trabajo, ¿sabe? Y me dijeron en la pulpería de Don Eustaquio que por acá buscaba piones… digo, trabajadores.
-Quítele el plural. Busco uno solo y no porque no necesite varios, sino porque no los puedo pagar. Ofrezco casa, comida y mucho trabajo. No tengo dinero ni lo voy a tener hasta dentro de un mes. Ahí recibiré plata de la capital. Y quiero que me diga ya mismo si acepta y cuánto quiere ganar.
-Acepto. El sueldo lo dejo a su consideración. Deme un mes y le probaré lo que rindo. Ahí usté verá cuánto me paga, ¿le parece?
Amada le estiró la mano para sellar el pacto. El apretón fue fuerte y seguro, por ambas partes. Cuando ella giró y le dio la espalda, Cándido la miró detenidamente. Tendría unos 40 años, aproximadamente. Realmente era corpulenta, alta, grande. Sin embargo, extremadamente femenina en sus gestos, movimientos y con un cuerpo agradable en sus redondeces, como las mujeres de esas pinturas antiguas. Vestía una camisa un par de talles más grandes del correspondiente, un pantalón ajustado que marcaba sus generosas curvas y unas botas de media caña que habían conocido mejores épocas. Tenía el pelo castaño y largo, tirante y atado en un coqueto moño. Bueno… al menos habría sido coqueto en la mañana. A esa hora de la tarde caía junto con el sol, que parecía aprovechar para quedarse un poco más, resplandeciendo en sus mechones rubios…  
-Si se va a quedar, empiece ya mismo. Deje sus pertenencias en la puerta de la casa, luego lleve los caballos al corral y vea si puede arreglar la parte rota de la cerca. Cuando termine, venga a la casa. Yo, en tanto, voy a cerrar la tranquera, guardar los pollos y preparar algo de comer. Métale, que se hace la noche…
-Sí, doña –no pudo decir otra cosa. La voz firme y enérgica de Amada le imponía respeto. No miedo, pero sí respeto.
(Continuará)

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