jueves, 1 de noviembre de 2012

El reencuentro (2° parte)

Sentada en la mecedora frente al ventanal, Vanesa se balanceaba suavemente mientras la lluvia se hacía más intensa. Estaba amaneciendo, podía sentir caer las gotas sobre las hojas de los árboles, en el pavimento, y repiquetear en su cerebro. Los pensamientos se atropellaban unos a otros para ver cuál lograba salir primero. Aquel reencuentro había sido… desconcertante. Francisco había logrado moverle el piso una vez más.
Esa mujer madura, envuelta en una bata blanca de raso, trataba de encontrar en su interior las palabras que pudieran definir sus sentimientos mirando la copiosa lluvia, cada vez más intensa. Todo le resultaba infructuoso. Sólo conseguía acumular en su mente mil preguntas sin respuesta. Lo que había vivido con ese hombre había sido inolvidable, y de lo único que estaba segura era que el amor se había extinguido como una fogata a la que no se alimenta, pero aún quedaba algo entre las cenizas, o al menos esa era la sensación que ella tenía. Aquel amor por el que había sufrido y llorado, pero que también le había regalado momentos maravillosos e inolvidables, era imposible repetirlo porque ya había muerto, no existía. ¿Cómo podía entonces saber o averiguar lo que pasaba en su interior? ¿Por qué este hombre, sin proponérselo, sacaba de ella los sentimientos más escondidos? ¿Para qué escondía esos sentimientos, o de quién los escondía? ¿De ella misma quizás?

En el encuentro de la noche anterior había quedado claro que la amistad seguía fuerte, sólida, inquebrantable. Ella creía haber cerrado el círculo de su relación con Francisco, pero… no había sido así. Había algo, algo que ella no lograba entender por más que se lo propusiera.

Los días pasaron y la relación comenzó a fluir nuevamente, aunque de forma esporádica. A veces por alguna causa específica cruzaban algún mail, una llamada telefónica, o un encuentro fugaz. Ambos adoraban el tango y cuando había oportunidad, se encontraban en alguna milonga. Francisco bailaba muy bien y ella… ni siquiera bailaba, a pesar del esfuerzo que hacía por lograr dar un paso correctamente.

Era sábado de noche, una de esas noches primaverales en que la brisa corre casi fría y dan ganas de acurrucarse junto a alguien. Entraron a la milonga: ella concurría por primera vez, él ya era conocido. Francisco tuvo la gentileza de sacarla a bailar y recorrieron la pista con el conocido nerviosismo de Vanesa, que hacía un esfuerzo sobrehumano por bailar, y la infinita paciencia de él, que no paraba de darle consejos.


Francisco la acompañó a la mesa y ambos tomaron asiento. El hombre comenzó a recorrer con la mirada las mujeres que allí estaban, buscando una chica con la que salir a bailar. Vanesa siempre le insistía para que bailara, dado que con ella era imposible hacerlo. Además, no sería ella quien le interrumpiera o arruinara una posible conquista. La noche continuó entre valses, milongas y tangos. Francisco bailando con una y otra; ella mirando, tratando de aprender mientras se deleitaba con las parejas que, según sus ojos, eran casi profesionales.

Cuando habían pasado un par de horas, el discman anunció que él mismo interpretaría algunas melodías brasileras. Las notas comenzaron a envolver el aire, llenándolo de tibios y dulces sones. Se miraron a los ojos y con un susurro Francisco le dijo:

-¿Quieres bailar? Aunque yo no sé bailar esta música.

-Yo tampoco –respondió Vanesa- así que ya somos dos los que no sabemos.

Con una enorme sonrisa en sus labios, la mujer salió a la pista mientras él la esperaba. Una pequeña ceremonia bastó para que sus cuerpos se enlazaran. Ninguno de los dos se dio cuenta, pero una nube apareció de quién sabe dónde y los envolvió. Con los ojos cerrados se alejaron de la pista de baile, del salón, de la ciudad, del país, del mundo… y flotaron en su propio universo. El brazo izquierdo de Vanesa reptaba con suavidad por el cuello de Francisco, hasta apoyarse en el hombro opuesto; mientras, el brazo derecho de él trataba de abrazar el cuerpo de aquella mujer que había amado una vez. Los rostros se unieron y las mejillas se tocaron. Las manos, unidas y entrelazadas comenzaron una guerra de caricias imperceptibles para el resto de la gente. Todo aquello que no podían hacer en público, lo estaban haciendo con las manos desnudas. Fue suficiente el roce de los dedos subiendo y bajando por la mano, el contacto de las palmas, las yemas tan sensibles a la otra piel que se sentía caliente y deseosa. Eso alcanzó para que las endorfinas explotaran e invadieran la sangre que corría presurosa por las venas, elevando la temperatura corporal, haciendo trabajar el cerebro y poniendo en ebullición las zonas erógenas de la pareja.

Francisco tuvo un segundo de conciencia, bajó de la nebulosa y aterrizó de golpe en la pista de baile, trayendo con él a Vanesa, que acusó la actitud de su pareja cuando, queriendo frenar aquella forma lasciva y ardiente de hacer el amor en público, posó la mano de ella contra su pecho, apretándola en un vano intento de calmar esa pasión desenfrenada. La música se detuvo y por unos segundos que se hicieron eternos para ellos, continuaron abrazados.

Otra canción comenzó a desgranar cadenciosas notas, mientras que la voz del discman se hacía cada vez más lejana, diluyéndose lentamente. El ritual de las manos se repitió, pero esta vez los encontró instalados en la nube transportadora. A la tercera canción la excitación era evidente. Las miradas de algunos concurrentes se posaron en aquella pareja que estaba fuera del mundo, bailando concentrados y de ojos cerrados, pero ni a Francisco ni a Vanesa les importaba que los observaran. Estaban bailando y la música era sólo para ellos. Sin tratar de evitarlo, las manos comenzaron a amarse otra vez, pero no lo hicieron solas. La cabeza de Vanesa se apoyó en el carrillo derecho de Francisco, que acomodó el rostro para que el tibio aliento de su luminosa mujer le diera de lleno en el cuello y llegara hasta su oreja… Ella moría por besar aquel cuello, por posar sus labios en el lóbulo de la oreja, pero no le pareció correcto. Se contuvo haciendo un gran esfuerzo, mientras que sus manos tocaban, acariciaban y bailaban la danza de la pasión.

Llegó el momento de dejar la pista, de regresar a la mesa y al mundo real, sin la nube mágica y sin manos cómplices de la pasión. Cuando salieron del salón, una ráfaga fría los recibió en la puerta. Casi corrieron hasta el auto. Ninguno dijo nada de lo sucedido. Simplemente decidieron ir a otra pista y luego emprendieron el regreso, cada uno a su casa.

Pero Vanesa era testaruda, ardiente, y no se conformaría con aquel baile inconcluso. Era ella quien conducía y decidió tomar para el regreso la ruta más larga. Al encender el auto, vió que estaba casi sin gasolina, pero aún así se arriesgó a ir por el camino que la mantendría más tiempo al lado de aquel hombre, y el parar en una gasolinera le daría un ratito más. La costa estaba bella y salpicada de las luces tintineantes de las viviendas y de la iluminación de la avenida. El agua del río reflejaba el oscuro del cielo, los edificios se veían imponentes en su altura, desafiando el viento y el mar. Cuando pasaron por el costado del Club de Golf, fantasmas imaginarios se escondieron en los árboles, escapando de las luces de los pocos autos que circulaban en el amanecer de la ciudad. Les quedaba poco tiempo de vida, el sol estaba corriendo el manto de la noche y unos tímidos rayos dorados quebraban la oscuridad. La charla estaba en su apogeo y la estación de servicio quedó en el camino, por lo que tuvo que dar una vuelta para regresar a cargar combustible.

Al dejar la estación, pasando unas pocas cuadras ambos miraron la costa.

-¿Te acuerdas? –preguntó Vanesa con nostalgia, mientras una sonrisa le iluminaba el rostro.

-Claro que me acuerdo.

El silencio se apoderó del interior del vehículo. Las mentes de la pareja se remontaron unos años atrás mientras las ruedas continuaban su marcha. La conductora acordonó el vehículo y apagó el motor. El lugar era clave: allí mismo habían estado una mañana como aquella, besándose con una pasión que volvía a flotar en el aire. No tardaron mucho en unir sus bocas una vez más, en entrelazar sus lenguas y acariciarse con una fuerza incontrolable. La nube regresó para instalarse y otra vez quedaron fuera del mundo, suspendidos en el espacio, en esa dimensión desconocida para todos los que no sienten pasión extrema por otra alma.

La mujer regresó a su casa con la mente embotada de pensamientos y los sentimientos chocándose e impactando el corazón con cada golpe. Se acostó sin poder dormir. ¿Era posible que aquello estuviese ocurriendo? ¿Lo amaba? No, estaba segura que no. ¿Entonces…? No podía entenderlo.

Se levantó y se dirigió a su computadora. Había algo que le servía cada vez que quería salir de un atolladero, de una crisis: escribir. Sí, le escribiría una carta dejando a la luz sus sentimientos. Sería una carta como esas que él “criticaba”, una carta larga y sentida.

El día ya estaba instalado y el sol seguía avanzando hacia su cenit. Se acomodó en la silla y sus dedos comenzaron a volar por el teclado, mientras sus ojos quedaban fijos en la pantalla, leyendo lo que su mente le dictaba a sus manos, a veces más rápido de lo que estas podían responder, por lo que debía borrar y reescribir la palabra, la idea o el pensamiento. Las primeras frases surgieron solas. El rostro de Francisco flotaba en su mente mientras seguía escribiendo.

Querido Francisco:

Me pongo a escribirte y las palabras fluyen con bastante rapidez del cerebro hacia mis manos y de ahí… a tu mundo. Mis dedos vuelan por las teclas, parecen mariposas moviendo sus alas, prenden fuego el teclado en su afán de querer contarte sobre los deseos, emociones y sensaciones que tú produces en mi cuerpo y en mi alma.

Me pregunto si me será posible lograr transmitirte lo que siento. Y por otro lado me asusta la idea de que puedas conocer mis emociones, porque tal vez te inquiete demasiado. Pero tú sabes que soy transparente, y que ante ti sólo puedo ser lo que soy. Alguna vez he tratado de mostrarme de otra forma, pero no lo he logrado: siempre soy yo misma cuando estoy contigo.

Cuando te veo, lo primero que hago es buscar tus ojos. Porque tus ojos son mágicos, tu mirada me paraliza y un aullido silencioso me nace de dentro y queda ahogado en mi garganta. Y te deseo una vez más. Deseo que me tomes entre tus brazos de oso tibio y enorme, que me aprietes contra tu pecho y me beses. Lo deseo con el alma, pero también quiero salir corriendo, pero mis piernas se vuelven pétreas y no me obedecen porque en realidad mi único deseo es estar abrazada a tí. Si nos miramos a los ojos, las palabras están de más, huelgan, sobran… Cuando me miras, siento una humedad que va creciendo, invadiendo lo más íntimo de mi cuerpo, el aire y el espacio que me rodea. Muero de vergüenza y rabia porque no quiero desearte, no quiero sentir placer. Y eso es imposible.

Desde el auto, se veía el sol saliendo. Renacía el día, renacía una pasión que quería esconder. Pero esa pasión era como el sol del amanecer: siempre sale, se renueva, resurge por horizonte y sería tonto e inútil querer detenerlo ¿verdad?

Suelo querer escapar de tí. Tonto de mi parte, porque tú no me persigues, pero me gustaría que lo hicieras, que me persiguieras y que me capturaras. La resistencia que encontrarías sería falsa, irreal, sería un juego para quedarme más tiempo a tu lado y poder sentir más de cerca tu virilidad, sentirla a través de tu pantalón, insinuándose indecorosa mientras que tú avanzas despacio pero en forma demoledora, mientras que yo me entrego por completo. Siempre, desde un principio, hablamos de la entrega, y por mi parte siempre ha sido total.

La madrugada del domingo, luego de pasar tantos momentos lindos juntos, luego de bailar en la forma que bailamos… quise revivir otros momentos. Por eso te pedí aquel beso delicioso que se multiplicó por diez, o por cien, o por mil. Las sensaciones fueron diversas: fuego, pasión, placer, ganas de más, temblor por el deseo y el momento vivido. Porque tú me haces temblar y no de miedo precisamente.

¿Es necesario? ¿vale la pena explicarte lo que vivo a tu lado? ¿Acaso no lo sabes? Yo creo que sí. Lo sabes, lo intuyes y lo disfrutas… Te veo enorme, a veces me pareces más grande de lo que eres en realidad, y eso quizás sea por mi necesidad de sentirme chiquita a tu lado para que tú me protejas. Necesito tenerte a mi lado para sentir tu calor; la distancia se me hace insoportable, aunque esa distancia que nos separa sean sólo pasos. Quiero que te acerques una vez más y me encarceles con un abrazo mientras me susurras al oído, suavemente, palabras dulces… o simplemente me muerdas el lóbulo y sentir la humedad de tu lengua en mi oreja. ¡Dios, cómo me gustaría que lo volvieras a hacer una y otra vez!

Aún no hemos vuelto a hacer el amor. Alguna razón habrá para que eso no haya sucedido. No sé si volverá a suceder, pero mientras tanto, puedo recordar las veces que lo hemos hecho. No sé si tú recuerdes lo que sentías, pero yo tengo presente mis sensaciones: con solo besarte mi cuerpo subía de cero a cien en décimas de segundo, me descontrolaba por completo… Y una nube comenzaba a envolverme perdiendo la noción del tiempo y del espacio para entrar en una dimensión que era conocida sólo por mí, consecuencia de estar a tu lado.

Encima de ti podía convertirme en un águila con sus alas extendidas, o en una mujer luminosa, o en la hembra más deseable, sintiendo y sabiendo que lo era por el único motivo de estar junto a ti. Y las sacudidas estaban allí, para que yo me bebiera todo el aire entre jadeos y suspiros, mientras que tu cuerpo era una extensión del mío, tomando el timón y conduciéndonos hacia aquella magia que nos hechizaba a ambos. Aquello era vivir, era guardar la imagen de tu amado rostro preso de muecas extrañas, de tu mirada cruzándose con la mía.

Estrenábamos un amor nuevo cada vez, explotábamos para adentro, hacíamos que el cielo bajara y el infierno subiera mientras nos consumíamos en el límite, sacando lo mejor de cada lugar. Teníamos un mantra secreto que nos repetíamos, nuestra propia frase “secreta”… ¿la recuerdas?

Y me pregunto… ¿ahora qué? ¿Seguiremos adelante?

No sé qué hubiera pasado si no nos hubiéramos reencontrado. ¿Fue casualidad o nos buscamos sin saberlo? Hay cientos de personas en este mundo, pero aquel primer mail llamó tu atención aún sin ser dirigido a ti. Y el volver a vernos después de un tiempo, mirándonos a los ojos, nos llevó a tomar la decisión de estrenar una relación que no se va a parecer a la anterior. Hoy por hoy no sabemos dónde nos llevará, pero los dos nos arriesgaremos porque ya nos conocemos y queremos estar juntos sin estar unidos, excepto esos momentos mágicos que queremos compartir. Sin compromisos, sin ataduras… sólo para disfrutar el tiempo que sea

Somos tan parecidos y tan diferentes. Tenemos diferentes valores y la ventaja de que ninguno quiere cambiar al otro. No hay celos, pero hay un cariño enorme, una amistad en la que basta que uno silbe para que el otro conteste de inmediato. Tenemos un pacto sin palabras, un pacto de lealtad.

Aquí Francisco, quedan reflejados mis más profundos sentimientos y sensaciones. Todo lo que me provocas cuando estoy a tu lado, lo que fue, lo que es y lo que podría llegar a ser.


Tengo claro que somos diferentes y complementarios. Estamos cada uno a un lado de la ribera del río, pero cuando esas riberas se juntan… el río se desborda.


Me quedo por aquí. Contigo en mi pensamiento, contigo a pesar de la distancia. Ya sabes dónde encontrarme.

Un beso, porque sólo uno es suficiente. Es un beso especial, fabricado especialmente para ti y para tu boca. Lleva el sabor de una imagen en el espejo, de un tesoro escondido, de una mañana de primavera, del abrazo de una pareja al bailar y de una nube transportadora al centro del Universo…


Vanesa


Preparó el mail y lo envió. Ahora… debía esperar la respuesta, si es que la había.



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