domingo, 16 de diciembre de 2012

LILITH, la primera insumisa

No todos lo saben. Debido a la educación religiosa que recibí, siempre estuve convencida que Eva fue la primera mujer. Hace pocos años, gracias a un amigo chileno, escritor, me enteré de la presencia de Lilith en la historia.

Su nombre aparece en la literatura hebrea, pero se la señala brevemente en la Biblia cristiana, en el libro de Isaías, 34:14, donde Dios mata a todos los habitantes de Edom, y quedan como dueños del lugar, animales como buitres, serpientes y… Lilith. “También allí Lilith descansará y hallará para sí lugar de reposo”.

No voy a hablar en este post sobre la manipulación que se hizo durante siglos de la Biblia, y de cómo la “Palabra de Dios” fue acomodada según el poderoso de turno.

Pero no sólo la encontramos en la Biblia y en la literatura hebrea, sino que además también aparece (según diferentes autores), en la simbología súmera y babillónica.

Esta dama, era de una belleza perfecta, opulenta, de cuerpo sinuoso, cabello rojo, ondulado y larguísimo. Inteligente, seductora, estratega, pero sobre todo indómita e impetuosa… no tardaría en emanciparse para lograr su independencia.

Lilith fue, extraoficialmente, la primera mujer de Adán. Aunque… para mi gusto preferiría decir que Adán fue el primer hombre de Lilith. A diferencia de Eva, la primer mujer fue hecha de arcilla al igual que el hombre, pero para desgracia de éste, salió independiente, pensante, reflexiva y por lo tanto… insumisa. No estaba dispuesta a tener una posición inferior al hombre; tampoco quería estar por encima; simplemente quería ser… igual. Ni más ni menos: igual. No estaba a yacer debajo de él, sino que, durante el sexo, demandaba por mantener la posición dominante. Al contrario de lo que le enseñarían al resto de las féminas por los siglos de los siglos hasta nuestros días, era sexualmente activa y reclamaba el derecho al deleite, así también a gozar del sexo en el momento que lo deseara (imagino a Adán diciendo que le dolía la cabeza…).

Al ver que el Creador desatendía sus pedidos, y que su compañero no estaba dispuesto a reconocer el lugar que le correspondía, hizo lo que toda mujer debería hacer: irse para ser libre. Porque permanecer allí significaría rebajarse, humillarse, aceptar por siempre una inferioridad otorgada por un poder al que no estaba dispuesta a reconocer. Así que, desnuda como había llegado, abandonó el supuesto paraíso…

Fue entonces llegó Eva, la madre de la humanidad, la primera mujer oficial de Adán. Recibida con bombos y platillos, pues fue creada a partir de una de las costillas de su marido, por lo tanto, sumisa, obediente, humilde. Ya me imagino a Adán, caminando por el paraíso y gritando: “Aprendé, Lilith… Esto es una mujer, esto es una esposa –mientras señala a Eva-, ¡no una rayada con ínfulas de independencia como vos!”. Y Eva, con la cabeza baja, ruborizada y orgullosa, caminando dos pasos atrás de quien, tan generosamente (¡ja!), había donado una costilla para su creación.

Claro que la rebeldía, la insumisión, la independencia, el orgullo… tiene su precio. A Lilith le cayó encima la maldición de la mala prensa. Estoy segura que ninguno de los que están leyendo esto, sabían que Minguito Tinguitela le copió a Adán una de sus frases más famosas: “Ojito conmigo, ¿eh? Que te puedo levantar un manolito, o te puedo hacer un buraco así de grande…”. Y si hay algo que no le hicieron a la verdadera primera mujer, fue un monolito. O manolito, como decía el editor en jefe de La vo’ del rioba.

Supongo que una vez que Lilith abandonó el paraíso y Eva se consagró como la Primera Dama del Edén, el Cuarto Poder comenzó a crear las historias que se hicieron famosas a través de los siglos. Que si era la reina de súcubos (demonios femeninos), por haberse opuesto a Dios; que si era una ninfómana enfermiza (basta que una mina deje al marido para que todos la califiquen de puta); que si seducía a los hombres para usarlos y estrangularlos después (porque ellos siempre son muy caballeros con nosotras, ¿no?); que si era la reina de los vampiros porque después de matarlos bebía su sangre… En fin, que la mina pasó de ser la primera y única mujer de la Creación, a la versión femenina del demonio.

Claro que todo eso no fue suficiente. Parece que, ya fuese por envidia o por otros motivos ocultos, varias mitologías la encuentran encarnada en monstruos femeninos: Lamia, Empusa, las harpías, las parcas y demás figuras femeninas donde se alude a la muerte de hombres y niños. Sí, porque además de hombres, se comía a los niños crudos (dicho en forma literal y no tanto…). También hay referencias en la Brunilda de los Nibelungos, en la diablesa babilonia Lilu, y hasta en la Reina de Saba.

Etimológicamente, Lilith viene del hebreo layil (noche), y se representa como un demonio nocturno peludo, o como una mujer de cabellos muy largos. Otros dicen que viene de Lil, también hebreo y alude a lo que tiene que ver con la noche, por lo que su nombre significaría algo así como “la nocturna”. Esto ayuda a verla como un ser oscuro, maligno, sangriento, satánico.

Según uno de los mitos, Lilith convertida en serpiente es quien seduce a Eva para que pruebe el fruto prohibido. Después, apoyada por Samael (más tarde llamado Satán), hace que engendre a Caín. Más tarde, Lilith se encargará de convencer al hijo mayor de Eva para que mate a Abel.

Para mí, y más allá de la religión, Lilith representa a la mujer que no se somete y exige un trato idéntico, convirtiéndose quizás, en la primera luchadora por la igualdad de géneros. No en vano muchas organizaciones feministas la han tomado como referente.

¿Cuántas Lilith hubo a través de la historia de la humanidad? ¿Cuántas hay hoy en día que cansadas del maltrato deciden abandonar su hogar para tener una vida más digna? ¿Cuántas veces juzgamos a esa persona que deja su casa, su familia, sus hijos… por algún motivo desconocido para nosotros? Pero aún así nos atrevemos a hacer juicio de valor.

Amigos… Es posible que el próximo viernes no desaparezca la tierra, pero sí puede ser que termine una era y comience otra. Quizás, sólo quizás, ese día comience a materializarse la Era de Acuario, y el universo empiece a cambiar.

Si el 21/12/2012 no se termina el mundo, nos vemos por acá antes de fin de año. De lo contrario, como decía Arthur N. García Wimpi:

“…que todo sea para bien”

Nota: Pintura superior: Lilit (1892), por John Collier

domingo, 2 de diciembre de 2012

LA BALANZA ROMANA (dedicado a mi padre)

 Si es verdad que uno –según la teoría de la reencarnación- elige sus padres cada vez que vuelve a este mundo, sin duda que yo los volvería a elegir tal cual fueron, con sus errores y sus aciertos, pero sobre todo con su gran capacidad de amor y generosidad.

En el tercer aniversario de la partida de mi padre, Jesús Carbajal, tengo ganas de hablar de “el hombre de las mil anécdotas”. Si Jorge Bucay lo hubiese conocido, diría que aprendió de mi papá la forma de enseñar a Demián por medio de los cuentitos, a veces reales, a veces inventados y a veces adaptados a las circunstancias.
Fue la persona con una memoria tan prodigiosa como para recordar los 83 pueblos que recorría cuando era tratante de ganado. O que supiera el árbol genealógico de las familias, no solo de su pueblo, sino de los concejos de Pezos, Grandas de Salime y aledaños.
Él me inculcó su gran amor a Asturias y a todo lo asturiano. Cuando era pequeña y oía sus historias una y otra vez, no les daba la importancia que tenían. Hoy, en cambio, las atesoro e incluso las utilizo para algunos de mis cuentos y relatos. Sus múltiples dichos y refranes, los uso en mi vida diaria por ser contenedores de grandes enseñanzas y sabiduría.
Hoy quiero relatarles una historia que quizás demuestre cómo era este ser humano, conocido como Don Jesús para algunos, tío Jesús para otros que ni siquiera eran sus sobrinos, Jesús para su esposa y parientes, y… papá, para mí y mis hermanos.
Los invito a remontarnos al pueblo de Sanzo en el concejo de Pesoz, región sur-occidental de Asturias, allá por fines de la década del 40, en plena dictadura franquista durante la post-guerra…
Era un día como cualquier otro para Jesús, pero el calendario decía que era domingo, el catecismo y la religión decían que era día de guardar, el día séptimo día, el día de descanso, el Día del Señor. Así se lo habían dicho en su casa toda su vida, se lo habían repetido en la iglesia durante el catecismo, y por si no le había quedado claro, el cura lo repetía con frecuencia desde el púlpito durante la misa. Aquel domingo lo había recalcado particularmente:
-… y como dice el tercer mandamiento de la ley de Dios, hay que santificar las fiestas. Pero hay… “algunos” en esta parroquia que no lo hacen… ¡Herejes! Que vez de oir misa se  dedican a otros menesteres… -decía el sacerdote sacando a luz toda su vena histriónica, mientras miraba a cada uno de sus feligreses y apuntaba al techo de la humilde capilla dedicada a San Juan. Le encantaba decir aquel discurso, quizás embriagado por el poder que le daba su investidura clerical.
Por supuesto que uno de los herejes que no siempre iba a misa los domingos, era mi padre.
Aquella veraniega tarde de domingo, volvía mi padre de una feria de un pueblo vecino. Venía  andando con su caballo al lado, cansado luego de la larga jornada de trabajo que probablemente había comenzado antes que saliera el sol.
-¡Así te quería coger, Jesús de Lorencín! –le zampó el cura en la cara-. Estás hecho un hereje. ¿Cuánto hace que no vas a misa, ni comulgas, ni siquiera te confiesas?
Bajó la cabeza, y sin responder las acusaciones del sacerdote fue hasta el morral y sacó algo de él. El joven, de poco más de veinticinco años, consciente que sus pacientes movimientos le daban más suspenso a su respuesta, comenzó a armar un artefacto que resultó ser una  balanza de dos platos, y se la colgó en el dedo. En lo único que se parecía a la Justicia era en la balanza, porque él era hombre, no estaba vendado y en la otra mano, vez de la espada, sostenía las riendas del caballo.
-Don Benito… ¿Sabe qué es esto?
El cura, perplejo y sin saber dónde quería llegar su feligrés, le respondió algo enojado:
-Claro que sé lo que es. Es una balanza romana. ¿Y qué tiene que ver eso?
-Tiene mucho que ver don Benito, porque si imaginamos que esta balanza es la que pesa los actos de mi vida, y en una bandeja pone las buenas acciones y en la otra las malas… le aseguro, señor cura, que la de las buenas acciones pesaría mucho más que la otra…
Don Benito se sintió incómodo por quedarse sin argumento. Un humilde campesino que apenas sabía leer y escribir, le había dado una lección. Turbado y tratando de salir de la situación, le espetó:
-Tú siempre con tus cosas, Jesús. Anda, sigue tu camino, pero no dejes de ir a misa cuando puedas…
En 1979 fuimos a España. Era mi primera vez en ese lugar del que había oído hablar toda mi niñez y adolescencia. Para mis padres y mi hermano –que había nacido allí- era el regreso desde aquel setiembre de 1952, cuando partieron para América. Durante el tiempo que estuvimos en Asturias, papá preguntó sobre Don Benito. Le dijeron que aún vivía y con bastante emoción, lo fue a visitar. El cura, como es de suponer, estaba muy viejito. Su antiguo y rebelde feligrés se presentó ante él, se identificó con su nombre, pero al anciano cura le costó unos momentos reconocerlo. Cuando lo hizo, sonrió y le dijo:
-Te recuerdo. Tú eres el de la balanza romana…

domingo, 25 de noviembre de 2012

DORADO Y CALIENTE (3° y última parte)


El mes de enero en el campo, suele ser sofocante. Amada había vuelto a la casa un rato antes del atardecer para poder darse un largo baño. Estar  debajo de la ducha le hacía bien. Sentir el agua correr por su cuerpo, acariciar la piel con la esponja enjabonada, disfrutar los aromas, la sensación de limpieza, el desplazamiento del líquido metiéndose en sus rincones más íntimos…
Limpia y cambiada, comenzó el ritual de todas las tardes. Mientras hervía el agua, le puso la yerba al mate sin llenarlo. Agregó un chorrito de agua tibia para hinchar la yerba sin quemarla. La bombilla se abrió camino entre aquella masa verde hasta tocar el fondo del porongo. Con el agua caliente en el termo, salió de la casa y se dirigió a su lugar favorito en las tardes, a su oasis personal. Ella misma lo había creado, adornándolo con plantas, flores y unos cómodos sillones de jardín. No recibía visitas, pero tenerlos allí, le daba sensación de que en cualquier momento alguien se sentaría en ellos. A veces lo hacía Cándido.
Mientras miraba el atardecer, volcó un chorro de agua hirviendo sobre el costado de la bombilla y el milagro se produjo: un mate perfecto, espumoso, caliente, revitalizante…
El sol estaba en el horizonte, amenazando a los mortales con la retirada de su presencia y su luz. Todos los días montaba una escenografía diferente: ora con rojos, naranjas y violetas; ora con azules, bermellones y púrpuras; ora con rosados y tímidos celestes. Y ella agradecía a la naturaleza aquella hora de descanso…
Entre el decorado solar y campestre, apareció la figura de un jinete al galope. El sonido de los cascos azotando el suelo, no tardaron en llegar. Era Cándido, que luego de saludarla inclinando su cabeza para tocarse el sombrero, siguió rumbo al establo. El siguiente sonido en llegar a sus oídos fueron los pasos del hombre entrando a la casa. “Debe ir a ducharse”, pensó Amada, para volver a meterse en su pensamiento. Hubiese seguido disfrutando de su bebida vespertina si no se le terminara el agua caliente. En la cocina preparó otro termo y antes de salir, decidió pasar por el baño. Hacía rato que Cándido había entrado a la casa, y como no sintió el agua correr, supuso que el hombre ya habría terminado y abrió la puerta sin llamar.
Quedó parada en la puerta, indecisa. Si salía pidiendo disculpas, se perdería de aquel espectáculo visual: el cuerpo joven y bronceado del peón, aún húmedo y brillante, con pequeñas gotas liberadas por el cabello chorreante que corrían por su musculatura sin saber su destino final… También podía quedarse allí parada, mirándolo o mejor dicho, admirándolo.
Cándido quedó sorprendido y desconcertado. No sabía si cubrir su desnudez, si seguir secándose sin darle importancia a la presencia femenina, o quedarse inmóvil a ver qué hacía ella. Optó por la última posibilidad.
No supo por qué lo hizo, pero una fuerza invisible la empujó, guiándola hacia los labios del hombre. Una mano tomó su preciosa cabeza, dirigiéndola en sus movimientos; la otra agarró la toalla para arrojarla lejos, muy lejos de la timidez de Cándido, quien respondía a ese beso con la misma pasión.
-¿Cómo te atrevés a besarse, y encima desnudo? –le espetó Amada, separándose.
-Pero… yo… -balbuceó como queriendo excusarse.
 -Si vas a poner peros, agarrás tus cosas y te mandás a mudar...
-Doña… no entiendo…
-No tenés que entender, tenés que hacer… O dejar que te hagan –agregó tomándolo de la mano.
Salieron juntos para sus aposentos. Lo soltó a la entrada de la habitación y ella se sentó en la cama, observándolo de la forma más descarada que pudo, en tanto se deleitaba con el paisaje que ofrecía Cándido, tan avergonzado, pudoroso, respetuoso de la mujer y del lugar. Tuvo ganas de abrazarlo, pero lo dejó para poder amarlo más, para admirar la entereza de ese hombre, capaz de soportar todo aquello por quedarse a su lado.
-Está bien, Cándido… Andá… vestite y prepará el mate que ya te alcanzo.

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Con el cuchillo muy afilado, Cándido hacía un corte en cruz sobre los bolos de masa. Así de lacerantes eran los desprecios que le hacía Amada. Jugaba con él, con su mente, con su excitación… y eso lo hacía estar aún más atento a ella, a sus necesidades, a sus caprichos. ¿Era tan grande su amor como para soportar lo que le hacía? ¿Dónde quedaba su hombría, su machismo? Solo y ante él mismo, aceptó que había renunciado a todo eso por obtener su amor. Aquella noche, después de la cena, obtuvo todas las respuestas:

-Decime Cándido… ¿quién te dio derecho de decidir por mí?
-¿Cómo dice señora? Yo jamás me atrevería a hacer eso.
-¿No? Pero lo hiciste. O vos te crees que me olvidé del día de la tormenta y de tu huída… Decidiste reparar el gallinero en vez del techo de la casa. Decidiste levantarte de la mesa por dos veces y dejar la comida servida sin tomar en cuenta el trabajo que yo me había tomado para hacerla. Decidiste que el dinero que te dejé como pago de tu trabajo no era lo suficientemente bueno como para quedártelo. Decidiste irte sin dejarme saber que lo hacías y sin saber si yo quería que te fueras o no… Eso por nombrar solo algunas cosas. Y después volviste arrepentido para que te perdonara.
 Cándido se sentía más y más humillado cada vez. Sabía que no había actuado de una manera correcta, y sabía que ese era el precio que debía pagar para quedarse.
Lo que no entendía era por qué su masculinidad se había empecinado en permanecer dura, inhiesta. Su excitación no tenía límites y temía no lograr controlarse.
-¿Sabes Cándido? Sos como un potrillo bravo y salvaje que necesita conducción. Y ando con ganas de convertirme en amazona…
Amada acarició las nalgas túrgidas y redondeadas. Cada caricia lo llevaba a la gloria. Que la doña lo tocara era todo su sueño, y sentirse así era más de lo que se había atrevido a soñar.
-Andá para mi cuarto y esperá…

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Los bollos ya estaban elevados y listos para ser horneados. Los colocó en una tabla con mango largo que él mismo había tallado, y se dirigió al horno. Con la ayuda de unas bolsas de arpillera y con extremo cuidado, abrió la puerta del horno.
Miró el fuego. Las llamas se habían extinguido dando paso a las brasas. El horno estaba igual que el ambiente de aquella noche: rojo como su pasión y caliente la lujuria.
Quedó hipnotizado mirando dentro del horno y se visualizó aquel día yendo hacia el cuarto de la señora: inquieto, excitado, expectante…
La señora Amada iba tras él, observando ese cuerpo glorioso que necesitaba atención urgente. Ella también necesitaba atención y la iba a obtener.
Lo tiró sobre la cama. Imaginó que las manos de la señora eran de seda y azucenas. Logró mantenerse quieto, gozando las caricias. Una nueva orden salió de los labios de Amada:
-Ahora… ponete de pie y mirame.
Trató de tapar su excitación con las manos, pero ella se las apartó. Eso hizo que él bajara la cabeza y mirara para un costado. Tomando su cara con ambas manos, Amada hizo que fijara sus ojos en ella. La mujer dio un paso hacia delante y comenzó a besar suavemente el rostro del hombre, hasta que llegó a sus labios. El enamorado de ojos de caramelo le suplicó un beso con la mirada, y ella se lo concedió.
¿A qué le supo aquel beso maravilloso? Era dulce como la miel, largo como su desesperación, húmedo como la lluvia, tibio como el sol de la tarde, y caliente como las brasas de aquel horno que… se estaba enfriando. Metió los panes dentro y lo cerró.
También habían cerrado la puerta de la habitación cuando los besos dejaron lugar a las caricias más osadas. La señora era la que le permitía y hasta le suplicaba sin palabras que la hiciera suya.
Despojándola de toda la ropa, la tomó en sus brazos y la depositó en la cama, con ternura, respeto, amor... Ahora era completamente feliz y lo que más le importaba era hacer feliz a su doña.
Comenzó a tocarla suavemente, sin dejar de besarla en ningún momento. Las manos de Cándido acariciaron rostro y cuello. Luego conoció sus pechos túrgidos y acogedores. Su boca comenzó a bajar por el centro del cuerpo entre gemidos de placer.

“No se da ni cuenta que ya la he gozado
y que ha sido mía sin haberla amado…”
La canción favorita de Cándido resonaba en su cerebro mientras su mente vagaba por el espacio, sin tener certeza que lo que vivía era sueño o realidad. Se sentía en esa nebulosa a la que se llega solo en el climax del placer. Y a lo largo de la noche, ambos fueron transportados a ese sitio privilegiado, exclusivo para amantes…
Ninguno sabía quién era, dónde estaba, o si el mundo se acababa. Mientras que Cándido se acomodaba a su lado, Amada trataba de recuperarse, para comenzar aquella cabalgata una vez más. Se tomaron de las manos y ella extendió los brazos cual un águila en la inmensidad del cielo. Los movimientos se hicieron cada vez más frenéticos hasta volver estallar en un mar de delectación…

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La sencilla mesa estaba dispuesta: platos, vasos, vino, una bandeja con fiambres y la comida preferida de Cándido. Amada se la había preparado y estaba esperando el pan. Miró por la ventana y vió como su hombre lo sacaba del horno y lo colocaba en una fuente. Lo siguió con la mirada y pensó en lo enamorada que estaba de él. Tanto o más de lo que él la amaba.
-Mi doña, aquí está el pan, tal como usted lo pidió…
-Sí, dorado y caliente… ¡como vos!


FIN

sábado, 24 de noviembre de 2012

DORADO Y CALIENTE (2ª parte)

Todos los ingredientes estaban unidos y la masa muy pegajosa aún. Mientras la sobaba, siguió recordando... Más de una vez la golpeó con furia contra la mesa de madera. Es que… traer a su mente ciertas escenas lo llenaban de ira. Como aquella vez cuando…

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-¡Cándido, carajooooooo! ¿Cuántas veces tengo que decirle que deje su cuarto ordenado? Yo no soy su sirvienta, ¿oyó? Más bien que es al revés. Lo estoy alimentando, dándole techo en mi propia casa, así que por lo menos mantenga el orden y la limpieza.
Odiaba que lo dejara en evidencia, pero al mismo tiempo sentía algo que no podía explicar. Trabajaba muy duro… durísimo. En un par de semanas había convertido aquella chacra en un lugar habitable, aunque admitía que ella trabajaba a su par. Se levantaba antes que él y se acostaba después, pero… era muy exigente con la higiene y el orden,  algo que él no se podía acostumbrar. Antes que perder tiempo en arreglar el lugar donde dormía, prefería salir a trabajar fuera de la casa. ¡Había tanto para hacer!
Amada le recalcó varias veces la urgencia en reparar el techo de la casa. Había ido expresamente a la pulpería de Don Eustaquio a buscar las chapas, y estaban allí desde hacía dos días, cuando cobró el dinero que esperaba.
Cándido trabajaba sin cesar. El día anterior había terminado de arreglar el gallinero, otro trabajo que venía posponiendo. La tarea había sido complicada y le había tomado más tiempo del calculado, por eso demoró el comienzo del techo de la casa. A la hora del almuerzo Amada le dejó saber su preocupación.
-Dicen en la radio que se viene una tormenta muy fea, Cándido. Supongo que estará terminando con eso, ¿no?
Se le atragantó el guiso en la garganta. Carraspeó y con la mirada puesta en el plato, respondió:
-Esteeemm… bué… la verdá es que… ayer… terminé el gallinero. Empecé con este techo a última hora… Es que… Pensé que me iba a llevar poco tiempo, pero se me complicó y me…
-¿Cómo que el gallinero? –interrumpió- Cándido, traje las chapas con toda urgencia para… No entiendo de dónde sacó que era más importante el gallinero que la casa…
Se sintió avergonzado, con ganas de que la tierra se abriera a sus pies y lo tragara. Quería desaparecer de la mirada dura de aquella mujer, que por otra parte, tenía toda la razón… Se levantó de la mesa dejando el plato servido.
-Con su permiso, doña -y se dirigió a la puerta. Amada no le respondió.
Los rayos del mediodía calentaban la espalda del joven de forma implacable. En pocas horas se vendría la noche y no podría trabajar. La tirantería estaba en buenas condiciones, pero debía fijarse dónde pisaba para no caer. Había techado más de la mitad de la casa, pero aún faltaba mucho. ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cómo no se había dado cuenta de la importancia del techo comparada con el gallinero?
El sol se desangraba en el horizonte y Cándido continuaba clavando chapas sin cesar. No iba a poder terminar y la tormenta se avecinaba. Optó por tratar de reclavar lo que no pudo cambiar. En la penumbra, trabajando al tanteo, no podía hacer un buen trabajo, y las primeras gotas comenzaron a caer. Las  sintió frescas en su espalda y en su cabeza, pero…  no lograron refrescar su mente. Estaba demasiado enojado consigo mismo…
-Cándido, baje de ahí. Está comenzando a llover y ya no se puede hacer nada –le gritó, pero él seguía trabajando- ¿Pero… está sordo o qué? Es un peligro que esté ahí arriba con tanto rayo y relámpago. Yo ya me ocupé de los animales…. ¡Obedezca!
El hombre la miró desde la altura. Compungido, recogió la herramienta y bajó. Antes de entrar en la casa, dejó la herramienta en el granero. En el corto sendero que separaba el granero del rancho, su ropa y cabello quedaron pingando… Un relámpago iluminó la noche y el estruendo arrancó los ladridos del cimarrón, que lo esperaba en el porche moviendo la cola y aprovechó la apertura de la puerta para guarecerse de la lluvia él también.
-Vaya a bañarse –le dijo Amada- Aquí lo espero.
El baño lo reconfortó. El agua estaba a la temperatura ideal, aliviando su cansancio. Salió vestido, oliendo a jabón y con el cabello húmedo. Se veía tan… ¡hombre! Amada no podía dejar de observarlo, hasta que la mirada inquisidora del joven la volvió a la realidad.
-Venga a la mesa. Estuvo todo el día trabajando y ni siquiera almorzó. Siéntese y coma… La tormenta es más grande de lo que imaginé… el viento sopla fuerte… Si no es un tornado, anda cerquita. Menos mal que pude guardar al bicherío… Estás de suerte, Cimarrón… Esta noche dormís adentro.
-No pude terminar… –dijo apesadumbrado.
-Hizo lo que pudo. Y va a pasar lo que tenga que pasar. Ahora cálmese y coma.
No era una sugerencia, era una orden. Cuando Amada quería ser firme, a nadie le cabía duda. Y Cándido no era la excepción. Probó un bocado pero se le complicó tragarlo. Se sentía culpable; le había fallado a la mujer que le había dado trabajo, que había confiado en él… y eso lo ponía mal. Se levantó en silencio para arrimarse a la ventana. Afuera la lluvia caía de lo lindo, tanto que apenas se veía. Algún rayo que rasgaba el cielo de vez en cuando, y el viento cada vez más fuerte, anticipaban el trágico fin que el hombre imaginaba…
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El pensar en lo mal que se había puesto aquella noche, le había servido ahora para descargar su furia en el amasado, dejando la masa lisa y manejable. Espolvoreó un rincón de la mesa con harina, hizo un bollo enorme y lo colocó encima. Luego lo acarició con una capa de aceite para evitar la costra, y terminó cubriéndolo con un lienzo. Ahora debería esperar que fuera creciendo hasta doblar su volumen.
Así también había ido creciendo el viento aquella noche. En su mente volvió a oir el ruido que produjo la primera chapa al volar por los aires, y otra vez se estremeció. Amada había salido corriendo para el fondo de la casa, hacia el cuarto donde guardaban las semillas y el resto de las cosas que con tanto esfuerzo había comprado en la agropecuaria. Cuando iba a abrir la puerta, Cándido se lo impidió, tomándola por la espalda.
-Doña Amada… No abra esa puerta, por favor.
-Es que se va a mojar todo… ¿entendés? Los granos, las semillas, el alimento de los animales… Y no tengo dinero para comprar más.
-Lo sé, señora, lo sé… Pero si abre la puerta va dentrar el viento, y capaz que levanta el techo. Imaginé que algo así podría pasar… La parte que teché quedó segura, pero…
Amada soltó el pestillo de la puerta.
-¡Soltame! –le ordenó, dolida- Lo que suceda, será tu culpa. Tendremos todas las gallinas a salvo, pero no podré sembrar nada…
Salió corriendo para encerrarse en su habitación, dejando a Cándido desolado. En el dormitorio, caminaba de aquí para allá mientras sentía volar parte de su casa, esa casa y ese lugar que había comprado con tanto esfuerzo. Se sintió impotente, sola, con el peso del mundo a sus espaldas. Tanto esfuerzo, tanto dinero… ¿para qué? Las lágrimas comenzaron a salir, amargas y saladas… sabían a inutilidad, bronca, rabia contenida. El viento seguía acechando… estaba molesta… harta de llorar… alterada… somnolienta… muy cans… cansad…
Las primeras luces del día la encontraron vestida y tendida sobre su cama. Salió al porche y vió el desastre: al final, no había sido tanto como había imaginado. Vio las chapas amontonadas en un rincón, trabajo de Cándido, seguramente. Fue hasta el fondo para ver el estado de sus granos y semillas. Al abrir la puerta, comprobó que todo estaba bastante bien. Sus cuidados y la idea de taparlos con plástico y ponerlos en un lugar alto habían dado resultado. Cándido fue muy sabio al no permitirle salir, porque aunque todo se hubiese arruinado no hubiese podido hacer nada, excepto poner la vivienda en peligro. El poco material que se había arruinado, no tenía tanto valor.
Respiró y miró hacia arriba. Cándido había hecho un excelente trabajo: las chapas voladas eran unas pocas… Sonriendo, fue a preparar el desayuno para comenzar un nuevo día.
Al pasar por el cuarto de Cándido, se sorprendió al ver la cama sin ropa. Entró. No estaban ni el peón, ni sus pertenencias. El único elemento que rompía el orden del lugar eran las hojas blancas, dobladas sobre la mesa de noche. La tomó. Con letra de trazos toscos, se leía: Señora Amada.
 Cuando desplegó los papeles, cayeron en forma de lluvia varios billetes. Entonces recordó que un par de días atrás, le había liquidado el mes  de trabajo. Con tristeza y dolor, comprobó que Cándido se había marchado…
En la cocina, preparó el mate y se sentándose a la mesa, extendió las hojas y leyó:
“Señora Amada,o quizás debería decir amada señora…
Soy hombre de campo, alguien que apenas sabe leer y escribir, por eso seguro que encontrara errores en esta carta pero no en mis sentimientos.
Desde que enllegue me dio trabajo y comida y asta un poco de afeto. Pa agradarla trabajé con ganas, para debolberle lo que iso por mi. Pero en la tormenta de aller le ise perder todo el esfuerzo que uste iso aca. La lluvia mojo todo por mi culpa y tubo rason al yamarme como me yamo por hacer el gallinero y no el techo.
Me pago mas de lo que meresia y encima perdio mas que eso. Por eso le dejo tuito. Mi pingo no se lo dejo porque lo necesito para dir a buscar trabajo a otra parte. Antes de dirme quise adentrarme a mirar la piesa del fondo pero no me anime.
Doña, me voi con mucho mas de lo que bine, porque me llevo el amor que siento por uste. Me animo a desirselo porque no la via volver a ver nunca. Ahora se como eso eso de querer a una mujer, y entiendo lo de no dormir por pensar y trabajar para no pensar. Supongo que es eso querer. Pensar en uste todo el dia y toda la noche, andar distraido y buscar preguntas namas para verla sin mirarla porque no me animo a mirarla. O tomar mate con uste pa sentir que guele lindo, fresqita como la mañana.
Pero una mujer como uste es nomas un sueño pa un tipo como yo. Y ya le ice daño bastante, casi la deje arruinada. Ojala me perdone. Asta mas ver mi doña.Y quele valla bien porque se lo merese.

Cándido”
La carta estaba llena de tachaduras, indecisiones, faltas de ortografía. Pero en nada de eso se fijó Amada.
-¡Es un imbécil! ¿Quién le dijo que yo soy inalcanzable? Si yo también lo…
Sí, ella lo amaba desde aquella tarde que lo vio galopar en busca de su yegua. Ella, una universitaria, se enamoró de un tipo casi analfabeto. Pensar que si su abuelo no le hubiera insistido que se mudara al campo, que se gastara la herencia en una chacrita… A ella siempre le había gustado el campo. Y  los hombres de campo como…
Cándido… Lo amó desde que le regaló aquella mirada color caramelo. Amó su cuerpo de dios griego, bronce cincelado en el Olimpo por la propia Afrodita. Amó su sonrisa, su disposición al trabajo, sus silencios y su timidez. Amó su entrega, su pasión en todo lo que hacía, el cariño por los animales, el campo y la naturaleza. Pero el estúpido se había ido. Si pudiera, saldría a buscarlo pero… ¿dónde?

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La masa ya había levado y Cándido sabía que era hora de armar el pan, como en aquella oportunidad también había sabido que era hora de regresar con su patrona.
Partió la masa en tres porciones. Su corazón también había estado partido cuando trató de conseguir trabajo y no podía hacer nada, cuando se había dado cuenta que era imposible arrancarla de su pensamiento o de su vida. Sin ella, la vida era un infierno, un castigo mandado por el mismísimo mandinga. Cuando entendió que no podía seguir así, emprendió el regreso. Le pediría perdón a la doña y le diría que sólo quería estar a su lado. Estaba dispuesto a pagar su culpa como ella lo considerara conveniente.
Siguió armando el pan mientras recordaba cómo había armado en su mente todo lo que le diría mientras llegaba a la tranquera de “La Tacuara”. El primero en salir a su encuentro fue el cimarrón, ladrando y saltando hasta sus pies para demostrarle su alegría. Ante tal alboroto, Amada había salido a ver qué pasaba. Al verlo se quedó inmóvil, cruzó los brazos y esperó que se acercara. Cuando Cándido la vio, pensó que el regreso y todo lo que le esperaba al enfrentarla, valía la pena sólo por verla una vez más.
Cruzada de brazos, con el cabello al viento y la mirada… la mirada… no sabía distinguir si era de enojo, de alegría, de… No, no… evidentemente estaba enojada, y no era para menos. Pero debía ser valiente y enfrentarla. Bajó del caballo, lo ató y se paró frente a ella.
-Pensé que había contratado un hombre trabajador y valiente, no un cobarde que huye ante el primer problema. ¿Para qué volvió, Cándido?
-Para pedirle perdón, para disculparme, doña. Para enfrentarla y que me diga qué puedo hacer para que me perdone… por lo que hice y por lo que escribí en aquella carta…
-¿Todo? ¿A qué se refiere? ¿qué es lo que lamenta? ¿Haber huido? ¿Haberme dejado el dinero? ¿O haberme hecho creer que yo le importaba?
-No señora ¡eso no! Yo la… yo… usté para mí… –dijo, y bajó la cabeza de inmediato, lleno de vergüenza– Esa plata era suya, yo no la merecía. Lo que lamento es que haya perdido los granos y semillas por mi culpa. Y encima, haberme juido, haberla abandonado en el peor momento, como un cobarde...
-¿Qué es lo que quiere, Cándido? ¿Para qué volvió?
-Quisiera que me tome de vuelta, doña. Como su sirviente, su peón, su empleado. No puedo vivir fuera de acá y… y sin… usté, señora.
La bofetada retumbó en el silencio de la tarde. La huella de los dedos quedaron marcados en el rostro curtido de aquel hombre, que aceptaba la humillación con toda la hombría de la que fue capaz. La actitud de Amada se hizo más dura aún.
-Y ¿vos te creés que te va a ser tan fácil? O sea, decidís irte cuando se te da la gana, cuando más se necesitan dos brazos para trabajar; y decidís volver cuando querés, cuando te pareció que ya no estaba enojada… Y yo te tengo que perdonar, ¿no?
-No doña, no tiene que perdonarme si no quiere, sé que no lo merezco, pero... Dígame qué debo hacer para quedarme, para trabajar acá otra vez…
-Te voy a decir algo: vas a trabajar más que nunca. Me vas a demostrar una y otra vez  que te merecés esta oportunidad. Y andá sabiendo que lo que te voy a hacer laburar como nunca, pero no en venganza por haberte ido, ni siquiera por haberme abandonado cuando más te necesitaba… sino por no haber tenido la valentía de enfrentar tus errores… y tus aciertos.
Las jornadas eran largas y pesadas, pero Cándido no cedía por muy difícil que fuese la tarea. Comían juntos y en silencio, o hablaban lo estrictamente necesario. Con el correr de los días y los meses, la tensión fue bajando y el trato entre ambos se hizo más ameno. Pero todavía había algo que no les permitía relajarse, sobre todo al hombre, que medía cada gesto, cada palabra, cada acción…