Si es verdad que uno –según la teoría de la reencarnación- elige sus padres cada vez que vuelve a este mundo, sin duda que yo los volvería a elegir tal cual fueron, con sus errores y sus aciertos, pero sobre todo con su gran capacidad de amor y generosidad.
En el tercer aniversario de la partida de mi padre, Jesús Carbajal, tengo ganas de hablar de “el hombre de las mil anécdotas”. Si Jorge Bucay lo hubiese conocido, diría que aprendió de mi papá la forma de enseñar a Demián por medio de los cuentitos, a veces reales, a veces inventados y a veces adaptados a las circunstancias.
Fue la persona con una memoria tan prodigiosa como para recordar los 83 pueblos que recorría cuando era tratante de ganado. O que supiera el árbol genealógico de las familias, no solo de su pueblo, sino de los concejos de Pezos, Grandas de Salime y aledaños.
Él me inculcó su gran amor a Asturias y a todo lo asturiano. Cuando era pequeña y oía sus historias una y otra vez, no les daba la importancia que tenían. Hoy, en cambio, las atesoro e incluso las utilizo para algunos de mis cuentos y relatos. Sus múltiples dichos y refranes, los uso en mi vida diaria por ser contenedores de grandes enseñanzas y sabiduría.
Hoy quiero relatarles una historia que quizás demuestre cómo era este ser humano, conocido como Don Jesús para algunos, tío Jesús para otros que ni siquiera eran sus sobrinos, Jesús para su esposa y parientes, y… papá, para mí y mis hermanos.
Los invito a remontarnos al pueblo de Sanzo en el concejo de Pesoz, región sur-occidental de Asturias, allá por fines de la década del 40, en plena dictadura franquista durante la post-guerra…
Era un día como cualquier otro para Jesús, pero el calendario decía que era domingo, el catecismo y la religión decían que era día de guardar, el día séptimo día, el día de descanso, el Día del Señor. Así se lo habían dicho en su casa toda su vida, se lo habían repetido en la iglesia durante el catecismo, y por si no le había quedado claro, el cura lo repetía con frecuencia desde el púlpito durante la misa. Aquel domingo lo había recalcado particularmente:
-… y como dice el tercer mandamiento de la ley de Dios, hay que santificar las fiestas. Pero hay… “algunos” en esta parroquia que no lo hacen… ¡Herejes! Que vez de oir misa se dedican a otros menesteres… -decía el sacerdote sacando a luz toda su vena histriónica, mientras miraba a cada uno de sus feligreses y apuntaba al techo de la humilde capilla dedicada a San Juan. Le encantaba decir aquel discurso, quizás embriagado por el poder que le daba su investidura clerical.
Por supuesto que uno de los herejes que no siempre iba a misa los domingos, era mi padre.
Aquella veraniega tarde de domingo, volvía mi padre de una feria de un pueblo vecino. Venía andando con su caballo al lado, cansado luego de la larga jornada de trabajo que probablemente había comenzado antes que saliera el sol.
-¡Así te quería coger, Jesús de Lorencín! –le zampó el cura en la cara-. Estás hecho un hereje. ¿Cuánto hace que no vas a misa, ni comulgas, ni siquiera te confiesas?
Bajó la cabeza, y sin responder las acusaciones del sacerdote fue hasta el morral y sacó algo de él. El joven, de poco más de veinticinco años, consciente que sus pacientes movimientos le daban más suspenso a su respuesta, comenzó a armar un artefacto que resultó ser una balanza de dos platos, y se la colgó en el dedo. En lo único que se parecía a la Justicia era en la balanza, porque él era hombre, no estaba vendado y en la otra mano, vez de la espada, sostenía las riendas del caballo.
-Don Benito… ¿Sabe qué es esto?
El cura, perplejo y sin saber dónde quería llegar su feligrés, le respondió algo enojado:
-Claro que sé lo que es. Es una balanza romana. ¿Y qué tiene que ver eso?
-Tiene mucho que ver don Benito, porque si imaginamos que esta balanza es la que pesa los actos de mi vida, y en una bandeja pone las buenas acciones y en la otra las malas… le aseguro, señor cura, que la de las buenas acciones pesaría mucho más que la otra…
Don Benito se sintió incómodo por quedarse sin argumento. Un humilde campesino que apenas sabía leer y escribir, le había dado una lección. Turbado y tratando de salir de la situación, le espetó:
-Tú siempre con tus cosas, Jesús. Anda, sigue tu camino, pero no dejes de ir a misa cuando puedas…
En 1979 fuimos a España. Era mi primera vez en ese lugar del que había oído hablar toda mi niñez y adolescencia. Para mis padres y mi hermano –que había nacido allí- era el regreso desde aquel setiembre de 1952, cuando partieron para América. Durante el tiempo que estuvimos en Asturias, papá preguntó sobre Don Benito. Le dijeron que aún vivía y con bastante emoción, lo fue a visitar. El cura, como es de suponer, estaba muy viejito. Su antiguo y rebelde feligrés se presentó ante él, se identificó con su nombre, pero al anciano cura le costó unos momentos reconocerlo. Cuando lo hizo, sonrió y le dijo:
-Te recuerdo. Tú eres el de la balanza romana…
Y QUE PUEDO DECIR, NO SOY PARA NADA IMPARCIAL, PERO TE LO DIGO SIEMPRE, Y TE LO VUELVO A REPETIR, ME ENCANTO, ADEMAS, ESTOY CONOCIENDO DE A POQUITO LA TIERR DE TUS PAPIS, PUES TUS RELATOS ASI ME LO HACEN SENTIR, BSTS Y SEGUI, QUE VAS A ENCONTRAR QUIEN PUBLIQUE COSAS TAN HERMOSAS, NO TODO ES NEGOCIO EN LA VIDA
ResponderEliminarGracias Shirley!! Vos siempre tan generosa con tus halagos. Y sí, es como vos decís: no todo es negocio, por eso el nombre de este blog. Gracias por estar.
ResponderEliminarUn abrazo grande!
Como Luisa no tiene cuenta de Bloger, me pidió que le pusiera este comentario:
ResponderEliminarSi habré escuchado esta historia y tantas otras llenas de sabiduría, a mi querido papà Don Jesús.
Luisa