Como tantos almacenes de aquella época, este tenía una trastienda donde los dueños y el personal almorzaban y cenaban. No se sentaban juntos hasta la cena, luego de cerrar el comercio. Es que eran como una familia porque aunque no tuvieran la misma sangre, provenían del mismo Concejo asturiano y se conocían desde siempre.
La humilde mesa resultaba pequeña para albergar a diez personas, pero con buena voluntad todo tenía solución.
Había llegado la hora de distenderse; las charlas que comenzaban con las actividades y anécdotas personales del día, enseguida giraban en torno a los parientes y amigos que habían quedado en España, los pueblos, las tradiciones, los recuerdos…
Aún entre las risas, voces, chocar de platos y vasos, oyeron cómo giraban la llave de la puerta de entrada, movían el picaporte y cerraban la puerta. El silencio fue tan profundo en cada uno de los comensales, como lo fue la duda. Pero cuando las botellas de vidrio acomodadas bajo la escalera del sótano chocaron insistentemente, no tardaron en ponerse de pie y correr al salón.
Los hombres tomaron las enormes y afiladas cuchillas que tenían para cortar el queso, mientras que las mujeres bajaron tras ellos, desarmadas.
-Ustedes se quedan aquí –ordenó a sus dos hijos don Jesús, el dueño del almacén. Claro que no lo obedecieron. ¿Cómo iban a perderse aquella aventura de ver cómo atrapaban a los ladrones?
Las luces encendidas en su totalidad hacían que el lugar multiplicara su tamaño ante los ojos de María, la más pequeña de la familia que caminaba despacio detrás de su hermano, sin perder detalle de lo que pasaba o podría llegar a pasar.
En el sótano había varias estanterías donde maduraban los quesos, además de cajones de bebidas, cajas con mercancía, junto a latas de diferentes tamaños y contenidos. La escalera era el único medio para entrar o salir desde el almacén, o sea que no había forma de huir; quien hubiese osado entrar estaba rodeado, perdido, sin escapatoria…
La pequeña María y su hermano, agazapados en ángulo que se formaba entre el techo y la escalera, tenían una fantástica visión del sótano, oteando desde la altura. Desde allí pudieron observar cómo los hombres, cuchilla en alto, listos para atacar o defenderse, se abrían en abanico para abarcar la mayor cantidad de terreno posible. Las mujeres quedaron atrás, aguardando una señal para lanzarse contra el intruso, aunque sea partiéndole una botella en la cabeza. La más arriesgada resultó Estrella, la esposa del dueño, dirigiéndose al fondo totalmente decidida y… desarmada.
Se detuvo de pronto sin poder continuar. Un escalofrío recorrió su médula, erizando sus vellos y paralizándola por completo. Tuvo que hacer un enorme esfuerzo para mover sus pies hacia atrás y retroceder, porque el temor le impedía darse vuelta. A medida que iba pasando al lado de los empleados los tocaba, indicándoles que la siguieran mientras mantenía la mirada fija en el fondo del lugar.
-Estrella ¿qué te pasa? –inquirió su esposo sin obtener más respuesta que aquellos ojos petrificados en un punto fijo, en tanto continuaba caminando de espaldas a la escalera.
-¿Qué te pasa? ¿Qué viste? ¿Hay alguien ahí?–preguntaban los demás.
-Vámonos, no tenemos nada que hacer aquí –ordenó al darse vuelta con la intención de huir escaleras arriba. Fue en ese instante que las botellas volvieron a chocar estrepitosamente, haciendo que los niños corrieran asustados.
No hacía falta revisar el depósito de envases, no sólo porque estaba todo a la vista, sino porque allí no entraba ni un gato, y para mover aquella cantidad de cajones con esa violencia, hacía falta bastante más que un pequeño animal.
Todos miraron hacia el local cuando oyeron claramente cerrarse con un golpe la puerta principal.
Subieron al comercio uno tras otro, con la cabeza baja y sin hablar; las mujeres delante y los hombres detrás con los cuchillos apuntando al suelo. El primero en dirigirse a la puerta fue don Jesús; tal cual lo suponía, todo estaba como antes de ir a cenar: con la llave puesta y el pasador corrido. Imposible de abrir por fuera.
Aquella noche guardaron silencio. Todos quedaron sin palabras para explicar lo sucedido a los niños que exigían respuestas. Quizás cada uno en su interior imaginara qué había sucedido, pero nadie se animaba a decirlo. La confirmación a sus pensamientos llegó semanas más tarde con una carta del pueblo, donde avisaban que había muerto el abuelo.
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