La pequeña Amanda desfiló por el pasillo con aquel objeto extraño en las manos. Ya era de noche y ella corría con su pijama llamando a su madre con desesperación, mientras entraba y salía de las habitaciones sin poder ubicarla.
-Mamá, mamá… -gritaba sin obtener respuesta.
-¿Qué sucede, Amanda? ¿Por qué los gritos? –dijo la joven mujer saliendo de la cocina al encuentro de la pequeña.
-Mamá… ¡mirá lo qué encontré! –y abriendo sus manitas dejó a la vista una especie de nido, de color marrón grisáceo, reseco y arrugado.
-¿Encontraste, Amanda? ¿O más bien agarraste de un frasco? –preguntó, con ese tono que ponen las madres cuando saben que sus hijos están mintiendo.
-Bueno… Sí, lo agarré… -confesó algo avergonzada- Pero no sé qué es… ¿qué es, mamá? –Observaba aquella cosa extraña por todos lados, tratando de encontrarle un interés que no lograba descubrir.
-Es una planta mágica con mucha historia y muchas leyendas. Por ejemplo, la historia más antigua dice que Jesús la bendijo, porque cuando Él iba a orar al desierto, esta planta rodaba hasta llegar a sus pies y allí le ofrecía las pocas gotas de agua que guardaba del rocío matutino; con eso Jesús calmaba su sed –relataba pacientemente la mamá, mientras Amanda la miraba extasiada. – Pero también hay otras leyendas, quizás tantas como plantas.
-¿Y cómo se llama? –inquirió mientras trepaba a una silla, acodándose en la mesa de la cocina para escuchar atenta la historia que seguramente le contaría su mamá.
-Esta planta que ves aquí, tan reseca y mustia, es una rosa de Jericó.
-¿Y es mágica? ¿En serio? ¿Y cómo la tenemos nosotros? ¿Quién la consiguió? ¿Tuvieron que robarla? –Las preguntas de la pequeña surgían sin cesar en su cabeza, y su lengua repetía todo lo que le venía a la mente- ¿Me contás la historia mamá? Porfis, porfis…
-Yo no sé cómo es la historia –respondió con un dejo de tristeza-, tenés que preguntarle a la abu.
-Pero, mami… ¿debo esperar hasta mañana? Ufffffffffff… –protestaba mientras su madre, alzándola, la llevaba por enésima vez a la cama y escuchaba sonriente a su pequeña hija, quien le explicaba que, si era mágica, tendría que venir con varita incluida- …con varita, con hada, con bruja o con algo… ¿no mami?
-No… esta plantita no necesita nada de eso, aunque cuenta la leyenda que una vez hubo algo de eso, una vez hubo brujas, pero fue hace mucho, mucho tiempo, antes que llegara a nuestra familia.
-¿Y cómo llegó a nosotros? –seguía preguntando Amanda mientras era arropada.
-Bueno… yo sólo sé que a la bisabuela Ofilia se la dio alguien, y luego ella se la regaló a la abu Chocha, que me la dio a mí y algún día yo te la daré a vos…
Los ojitos de la niña se agrandaron asombrados.
-¿En serio, mamita? ¿De verdad me la vas a regalar?
-Sí… será tuya, mi amor, cuando seas grande.
-La señora que se la regaló a la bisabuela ¿sería bruja? -quiso saber, intrigada.
-Ya te dije: eso… se lo tendrás que preguntar a la abu mañana, cuando vayas a dormir a su casa –respondió mientras besaba su frente.
La pequeña Amanda se durmió soñando con plantas mágicas, brujas, varitas y abuelas. Después de un largo día, casi interminable para Amanda, sus padres la llevaron a la casa de la abu Chocha, como era ritual los sábados de noche. Luego de los consabidos besos y abrazos, -aunque esa noche a la abuela le parecieron un poco más efusivos que de costumbre- Amanda le contó sus expectativas para aquella noche.
-…y mamá me dijo que vos me ibas a contar la historia. ¿Me vas a contar abu, eh?
-Sí, pero cuando te acueste que ya falta poco.
Amanda, que era tan remolona para acostarse, aquella noche no hizo ningún reparo. Se metió entre las sábanas y sentada, apoyando sus codos en las piernas mientras sostenía la carita entre las manos, exigió:
-Dale abu… ya estoy pronta para escucharte.
-Allá lejos, hace muchísimos años, en las montañas donde nació la familia de la bisabuela –comenzó a decir la abu Chocha-, cuentan que había una bruja buena, una bruja “blanca” que siempre ayudaba a la gente de los pueblos vecinos. Las personas la iban a consultar y ella las curaba aunque rara vez tenían para pagarle, porque eran muy pobres; pero Celeste, así se llamaba la bruja, igual los aliviaba con sus hierbas, brebajes y conjuros. Celeste se estaba envejeciendo y como era una bruja que practicaba la magia “teúrgia”…
-¿La magia te… qué? –preguntó Amanda con cara de extrañeza.
-Magia “teúrgia”, o sea, magia blanca… que es para ayudar a la gente, como… como… como la que usaba el hada madrina de la Cenicienta ¿viste? Porque después está la magia “goercia” o magia negra, como la que usaba la bruja de Blancanieves ¿te acordás?
La pequeña Amanda, fascinada con la historia, sólo atinaba a asentir con su cabeza, mientras movía el cabello negro, lacio y brillante.
-Celeste tenía que buscar una reemplazante, y en ese momento no se le ocurría a quién. Fue entonces que vinieron a buscarla para que oficiara de partera, un bebé estaba a punto de llegar. Ella interpretó aquello como un presentimiento y antes de partir, tomó algo que parecía un nido seco, como este –y le mostró la rosa de Jericó- y lo metió en un recipiente con agua… así -y lo hizo ante los ojos asombrados de la niña.- La que nació fue quien le regaló después la rosa a la bisabuela Ofilia.
-¿La bisabuela Ofilia fue bruja también?
-Bueno… no fue exactamente bruja, pero cuando se vino al Uruguay se fue para los campos de Tacuarembó y allí ayudó a curar a mucha gente. Y cada vez que nacía un niño, recordando a Irina, la bruja que le regaló la rosa, la ponía en agua y esperaba el milagro…
-¿Qué milagro abu? –inquirió Amanda con los ojos muy abiertos…
-El mismo que vas a ver durante el día mañana y por algunos días más. Celeste le regaló la rosa a Irina, la bruja blanca que le regaló la rosa a la bisabuela Ofilia, junto con algunos conocimientos… Luego la bisabuela me la regaló a mí, y a lo largo de mi vida también me enseñó algunas cosas, que después yo se las transmití a tu mamá junto con esta rosa, y… seguramente… ella te las dirá a vos de a poquito. Desde aquel día en que nació Celeste, y luego cuando nació la bisabuela, empezó en nuestra familia la tradición de que con cada bebé que nacía, el milagro se repitiera.
-Y cuando yo nací… ¿también se produjo el milagro, abu?
-Claro que sí, mi amor… Sin personitas como usted, no existiría este milagro. Y hoy hubo otro milagro, porque nació su primita Sofía… La vida continúa y el milagro también –agregó con nostalgia antes de apagar la luz.
-¡No abu! No apagues la luz, sino… ¿cómo voy a ver lo que pasa? –dijo Amanda preocupada.
-Está bien, te dejaré la veladora prendida.
Esa noche demoró en dormirse esperando el milagro, pero cada vez que miraba la planta –más o menos cada dos minutos-, nada había sucedido. ¿Le habría mentido la abu? No… estaba segura que no. ¿Y si con tantos años había perdido la magia? ¿Y si cuando fuera grande su mamá no se la daba? ¿Y si se la daban Sofía porque era más chiquita? ¿Y si…?
No supo en qué momento se durmió, pero al despertarse saltó de la cama para ver el milagro.
-Abu, abu… -gritó mientras salía de la habitación en busca de la abuelita.- Vení, mirá lo que pasó –y tomándola de la mano la llevó ante la rosa de Jericó.
Aquel nido reseco y mustio se estaba abriendo para dejar lugar a una planta hermosa, de un verde brillante.
-¿Te das cuenta, Amanda, la suerte que tenés? Aquí, ante tus ojos, se está produciendo el milagro de la vida, del poder del agua y la magia de la naturaleza.
Durante los días siguientes la rosa siguió abriendo hasta que llegó a su máximo esplendor, para luego volver a cerrarse tan lentamente como había abierto.
Pasaron los años y tal cual le habían dicho la abu Chocha y su mamá, la rosa pasó a ser suya, junto a un gran legado de frases, consejos, recetas y quizás, también algún de magia. Aunque nada se comparaba con lo que había vivido el día que se le reveló el milagro de la Rosa de Jericó.
Cristina Carbajal
26 de mayo del 2011
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