Era una
tarde de viernes y el cielo estaba encapotado, amenazando lanzar grandes
cantidades de lluvia sobre la ciudad. Cuando comenzaron a caer las primeras
gotas, Vanesa entró en una librería, con más intención de refugiarse del agua
que de comprar algo en específico. Recorrió las diferentes islas hojeando las
últimas novedades y husmeando títulos diferentes; saltaba de los últimos best-sellers
a los libros de cocina y de las novelas románticas a textos de computación,
hasta que mirando hacia todos lados y con algo de vergüenza, se detuvo en el
sector de literatura erótica y tomó uno de aquellos tomos con fotos algo
atrevidas.
-Una dama
como Vanesa Ordoñez no debería leer ni ver esta clase de libros –le susurró al
oído una voz masculina- ¿Qué dirían las hermanitas del Colegio de “La Virgen
Niña” si te vieran con esa pecaminosa revista en las manos? -Intentó darse
vuelta, pero una mano detuvo delicadamente su rostro mientras el cuerpo varonil
le impedía mayores movimientos- Shhhhhhh… ¡Tranquila!
Esa voz…
El tono inconfundible, esa forma de arrastrar el final de la frase le hizo
recordar a… Pero no, no era posible que después de tantos años…
<<Vanesa
querida... No te imaginas lo feliz que me hace haberte encontrado.
Hizo otro intento de darse vuelta con el mismo resultado. Pensando engañar a su carcelero se inclinó, golpeó el libro con cierto enojo contra los demás, dio un suspiro y volteó. Su sorpresa fue mayúscula al no encontrar a nadie. Miró hacia todos lados pero los clientes que había a su alrededor ni siquiera habían reparado en ella. Con evidentes signos de molestia, salió de la librería.
Hizo otro intento de darse vuelta con el mismo resultado. Pensando engañar a su carcelero se inclinó, golpeó el libro con cierto enojo contra los demás, dio un suspiro y volteó. Su sorpresa fue mayúscula al no encontrar a nadie. Miró hacia todos lados pero los clientes que había a su alrededor ni siquiera habían reparado en ella. Con evidentes signos de molestia, salió de la librería.
El hombre
que la había abordado en la librería la conocía, no había duda. Quizás algún compañero
del secundario. Pero la voz, esa voz… No, imposible que fuese Francisco Varela.
¿O sí?
-Veo que
los años no han aplacado tu carácter...
Tuvo que
detenerse. Era él, sin dudas, pero ahora que lo sabía no podía darse vuelta.
¿Cómo estaría? ¿Habría cambiado mucho? Bajó la cabeza, girando sobre sí misma
con lentitud. Comenzó por los zapatos
acordonados y lustrosos, tan típicos de él; pantalón de gabardina color chocolate
a juego con la chaqueta, la camisa y la corbata.
Hubiese
reconocido en cualquier lugar la sonrisa que le estaba regalando aquel hombre
alto, corpulento y elegante. El pelo cano peinado sobre un costado caía sobre
su frente. Sin dejar de sonreír se lo acomodó con un gesto que tan suyo que una
catarata de imágenes de un pasado remoto, acudieron al presente.
-¡Francisco!
Inmóvil, sin
moverse un milímetro, esperó a que el apuesto caballero diera un paso adelante
para colgarse de su cuello, dándole una deliciosa sensación de calidez,
seguridad y protección.
- Oso
querido… -le susurró al oído.
La mesa de
la pequeña confitería los acogió en silencio mientras sus miradas se encontraban.
-Qué lindo
volver a verte –dijo ella rompiendo el silencio-. Gracias por recordar lo que
te conté sobre mi juventud con las monjas. Me sorprendiste en la librería,
¿cómo pudiste desaparecer con tanta rapidez? Pero no importa, ahora quiero
saber de ti. Bueno, si tienes tiempo.
-Tengo
tiempo, nadie me espera. Estoy divorciado desde hace un par de años. ¿Y tú?
-Yo me
separé hace más de un año… Pero dime: qué fue de tu vida, qué hiciste, qué
haces ahora.
Francisco
comenzó a deshilvanar su vida desde aquellos años, cuando después de disfrutar
un amor que los marcó para siempre, se fue a Francia donde conoció a Nanette y
se casó.
-Terminé
la carrera de químico y conseguí trabajo en un laboratorio. Ahí estuve por
muchos años y llegué a tener un puesto bastante alto. Tuvimos dos hijos pero
con el tiempo el matrimonio dejó de funcionar y nos divorciamos. Ahora los
chicos crecieron, se casaron, me hicieron abuelo, me jubilé y… decidí volver.
-Dime
Francisco ¿alguna vez…?
La pregunta estaba clara para él.
-En mi
vida tuve dos grandes amores, y tú fuiste uno. El otro día pasé frente al hotel
donde nos veíamos. Ubiqué el piso y la ventana; cuando llegué a la esquina
recordé la tarde que nos separamos, cuando el taxi que te llevaba se alejó sin
que dieras vuelta la cabeza…
-¿Sabes?
Yo también recordé momentos como aquel del primer día que pasamos juntos,
cuando nos miramos al espejo y me dijiste que me regalabas esa imagen para que
la llevara siempre conmigo –hizo una mueca que quiso ser una sonrisa-. Creo que
aún hoy podría describirte con lujo de detalles aquella imagen…
-No hace
falta, yo también la recuerdo. También recuerdo la casualidad de aquella dirección
equivocada, mi respuesta, el intercambio de correos, el primer encuentro…
-No me
animaba a besarte ni acariciarte, hasta que después de varias citas fui a
buscarte a la estación de autobuses y… me apretaste contra el espejo del
ascensor mientras me besabas… Esa vez paseamos por la costa y me hiciste “descubrir”
los tesoros que habías escondido para sorprenderme… Lindos recuerdos.
-Tan lindos
como irrepetibles… ¿verdad? –dijo él con un tono que dejaba abierta la réplica.
-Sí,
querido Francisco: irrepetibles –dijo Vanesa con seguridad-. Me alegra haber
recuperado un amigo con el que sé que puedo contar… hasta diez, como dice
Benedetti.
Dejaron las tazas de café por la mitad sobre la mesa de la confitería y salieron a la calle. Hacía frío y una fina llovizna los recibió en la calle. Vanesa se levantó el cuello del abrigo y Francisco la abrazó. Una vez más se sintió pequeña y protegida cuando pasó el brazo por encima de su hombro mientras que ella le abrazaba la cintura.