lunes, 23 de abril de 2012

HISTORIA Y LEYENDA DE LA SEARILA

Este año, la “Selmana de les Lletres Asturianes” está dedicada a la poesía y los poetas asturianos de la ilustración. Para no separarme de la temática, aunque se honra la obra de Benito de l’Auxa y de Antón de Balvidares, quisiera hablar sobre el poema escrito por don Antonio Cuervo Castrillón y dedicado a su esposa, conocida como “La Searila”, nombre con el que también se propagó la obra.

El poema es una buena muestra del período romántico, y aunque es el único trabajo literario conocido del autor, quizás al término de esta lectura coincidan conmigo en que es interesante conocer la historia de cuándo, cómo y por qué surgió.

Es probable que el nombre de Antonio Cuervo Castrillón no signifique nada para la mayoría, a menos que sean del noroccidente astur, donde hace casi 180 años tuvo lugar una historia de amor que haría famosos a sus protagonistas, inmortalizados en el poema que hoy nos ocupa.

Para comprender mejor lo sucedido, sería bueno recordar que el movimiento romántico se caracterizaba por la angustia, la rebeldía, la exaltación del yo, la libertad y la naturaleza, todo sumado a una enorme carga de pasión, tragedia, muerte por amor y la desesperación que lleva a la locura. 

Los hechos se desarrollaron entre los años 1835 y 1837 en el occidente marinero asturiano, uno de los lugares más fantásticos del Principado, donde el mar Cantábrico choca contra acantilados tan espectaculares como peligrosos, el verde de las praderas se introduce en los bosques que se pierden rumbo a las montañas, y las nubes descienden en la madrugada a besar el suelo astur con la misma delicadeza que un caballero rozaría la mano de su amada.

Nuestro protagonista, Don Antonio Cuervo Castrillón nació en 1809, en Piantón, parroquia perteneciente al Concejo de Vegadeo. Desde muy joven adquirió experiencia como letrado, Fiscal de Audiencia, magistrado y Gobernador de Provincia, pero su fama y popularidad no sería por temas políticos ni militares.

Doña Rosa Pérez Castropol nació en la Casona del Río Seares el 15 de junio de 1814, en el Concejo de Castropol. A medida que crecía y se desarrollaba, su hermosura se tornaba más popular; jóvenes de todas partes acudían hasta el lugar pretendiendo conquistar a la joven conocida como “la bella de Seares” o “La Searila”.

La leyenda comienza un día de verano, entre la naturaleza, cuando se vieron por primera vez mientras don Antonio paseaba en su corcel y la joven bañaba sus pies en las orillas del río. El encuentro fue tan fuerte y el amor tan pasional que a partir de aquel momento nada los pudo separar. Como buen amor romántico que se precie de tal, surgieron contrariedades desde el comienzo. Ambas familias se opusieron a aquel amor por cuestiones ideológicas y políticas. Mientras la familia de don Antonio era de raigambre liberal,  mientras que la de doña Rosa tenía profundas raíces tradicionales.

Comenzaron a darse situaciones novelescas que los enamorados solucionaban dejándose señas en los balcones, y concertando citas secretas en las cabañas de los leñadores o de los carboneros donde podían amarse libremente, sin presiones familiares.

El 8 de mayo de 1835, en absoluto secreto, se dirigieron a la Parroquia de Seares donde contrajeron nupcias, tal como dejó asentado en el libro de actas parroquiales el excusador vacante, Don Francisco López Villar.

Era la época de la guerra Carlista y don Antonio, que también era militar, fue trasladado a La Coruña, lo que, teniendo en cuenta la época, suponía una enorme distancia que separaría a los dueños de aquel profundo y secreto amor. Una vez que don Antonio hubo marchado, la joven esposa se entera que sufre la enfermedad más exaltada por los románticos: tuberculosis o tisis. Para hacer más trágica la noticia, también le dicen que está embarazada.

Cuando el esposo se entera la gravedad de la enfermedad que sufre su amada y del parto inminente, regresa al pueblo de su mujer. El 30 de octubre de 1836, María Rosa da a luz una niña. Debido a las muchas dificultades que soporta al parir, la bella Searila fallece al día siguiente del parto, y la niña un año después.

Su esposo don Antonio, revienta cuatro caballos en su enloquecida carrera de regreso desde La Coruña a Seares, pero no llega a tiempo. A su arribo le espera la noticia que su esposa ya fue enterrada, y es en este punto donde en realidad comienza la tragedia.

Enajenado por tanto dolor, cual personaje de novela romántica, espera la noche y entra al cementerio. Busca la tumba de su amada, desentierra el féretro y lo abre. Abraza el cadáver y sobre él vierte incontables lágrimas; antes de cerrar el cajón, corta un mechón de los cabellos de su Searila. Preso de una locura transitoria, concurre noche tras noche al cementerio, encaramándose a la tapia para visitar el sepulcro de su adorada Rosa.

Pasado un tiempo y superada la enajenación, comienza a escribir el poema mientras recorre las playas y los lugares donde caminaba con su idolatrada esposa. Don Antonio continuará cambiando y perfeccionando los versos hasta el momento de su muerte, que pese a todo el dolor padecido ocurre en 1890, 54 años después que su amada. Muchos años después, al remover los restos de don Antonio, se encontraron en su tumba la capa negra que siempre lo acompañó, y en ella, un mechón de cabellos y una rosa seca, los elementos que guardó aquella noche como recuerdo de la difunta.

El poema y la historia se difundieron con tal rapidez entre la gente por tradición oral, que se fue cambiando a través del tiempo y los años. Entre el momento en que fue escrita hasta la muerte de su autor, se conocieron más de veinte versiones del mismo poema. Lamentablemente, no existe una versión original sino varias adaptaciones, incluyendo la que el propio autor diera a conocer antes de su fallecimiento. Esta versión fue publicada en hojas sueltas en un periódico local, y no se guardó ningún original. Aunque eso no disminuye el valor de lo que su autor quiso trasmitir.

Si nos detenemos brevemente en cada una de las estrofas del poema, podremos observar tragedia, dolor, soledad, arrepentimiento, muerte, separación, angustia… y tantos sentimientos similares, típicos de la época romántica.

 NOTA: Las fotos que ilustran este artículo pertenecen a la finca donde vivió y murió La Searila, y al escuedo de armas de su familia.


POEMA DE LA SEARILA
Solitaria mansión del sepulcro.
Solo en ti mi esperanza se encierra.
Que, perdido mi amor, es la tierra.
Un abismo de mal para mí.
Negro abismo, que ahoga implacable
En un mar de tristezas mi alma.
¡Qué de Dios la piedad me de calma!
¡Ay, Searila, reuniéndome a ti!

Un profundo clamor en mi pecho,
Que te llama y evoca constante,
Sin que pueda acallarlo un instante
De mi vida angustiada y febril.
Espantosas tinieblas me cercan
Y entre ellas venirte a mi veo.
¡Fantasía! ¡Ilusión del deseo!
¡Que, ay, Searila, no vienes a mi!

Cuantas veces gozosa conmigo,
Embargada de amores suaves,
Escuchaste el cantar de las aves
En las dulces mañanas de abril!
Poco tiempo duró nuestra dicha,
¡Y cuán presto acabó mi fortuna!
Pues no quiero tampoco otra alguna
¡Ay, Searila, viviendo sin ti!

Pavorosa visión yo recuerdo
Cuando trémula tú me decías
Que en fatídicos sueños veías
De tu tumba la lápida abrir.
Del destino, cruel anticipo,
Que alejaba de mi la alegría,
Se cumplió la fatal profecía,
¡Ay, Searila, pues vivo sin ti!

En tus brazos morir, ¡qué consuelo!
Conmovida otra tarde dijiste,
¡Infeliz! Y siquiera me viste,
Expirando apartada de mí.
Niña aún y tan sola muriendo,
¡Cuán amargo el morir te habrá sido!
Sin oír el acento querido!
¡Ay, Searila, anhelado por ti!
De la vida en el último aliento
Tu tristísima voz me llamaba.
¡Desdichado de mí! ¿Dónde estaba
Que a tu angustia no pude acudir?
Por los campos buscando tu huella
Yo corrí con frenético empeño,
Y hoy, perdido, paréceme un sueño,
¡Ay, Searila, que viva sin ti!

Yo corrí desalado y ansioso
Por caminos que incendia la guerra,
Y al llegar, ¡ay de mi!, bajo tierra,
Yerta, inmóvil, sin vida te vi.
A la luz de la lívida luna
Tu belleza, que intacta aún estaba,
Con pupila sin fuego miraba,
¡Ay, Searila, posándose en mí!

De tu yerta cabeza, la seda
Yo corté con mi trémula mano
Y tus sienes de hielo, en vano,
Con mi llanto y mi beso encendí.
Entre flores, mi Rosa, una rosa
Con su pompa y sin par lozanía,
Roto el féretro yo te veía,
¡Ay, Searila, mirándome en mí!

Tu recuerdo mi alma devora,
Y hasta el fondo taladra mi pecho,
Sin poderme sentir satisfecho,
Que apetezco cual nadie sufrir.
Lo apetezco y la vida me enfada,
Y así más me consumo y me mato,
Pues no quiero me acuses de ingrato
¡Ay, Searila, si vivo sin ti!

Abomino de vida sin cielo,
Donde ver de tu sol los fulgores,
Que risueñas no alegran las flores
Cuando el alma se siente morir.
Y alegrarme jamás yo no puedo
Ni pagarle al amor más tributo,
Ni otras glorias la mundo que el luto,
¡Ay, Searila, que llevo por ti!

Sola ahora y por todos dejada
En el lecho sin fin de la muerte,
Pues no hay nadie que aquí venga a verte
Si no viene tu amante infeliz.
Soledad a tu lado es mi vida,
Que sin ti toda vida es desierto;
No respiro, mi ser está yerto,
¡Ay, Searila, si no es junto a ti!

Navegando, la pálida luna
Por la bóveda inmensa del cielo,
Que comprende parece mi duelo
Y no quiere como antes lucir.
De la noche durante el silencio
Tu sepulcro besando acompaña
Y en tristeza profunda me baña,
¡Ay, Searila, velándote a ti!

Mustia ahora la frente doblada
Sobre el pie de la lápida fría,
Yo te espero ¡oh mortal agonía!,
Como el ángel que mira por mí.
Yo te llamo, el momento se acerca,
Que en el cielo, felices y amantes,
Nuestras almas se junten como antes,
¡Ay, Searila, pues muero por ti!



No hay comentarios:

Publicar un comentario