El sol había salido en medio de
un Cantábrico inmenso que mostraba una calma inusitada. Todo era extraño aquel
día: la falta de compañeros en su barca, la falta de oleaje, la falta de peces,
la falta de suerte, la falta… De todas formas, nada de eso importaba porque
para Amadeo no era un día de trabajo, sino de lectura e introspección. Aquella
madrugada sentía que adentrarse en el mar era como meterse dentro de sí. El
bajón anímico era debido, quizás, a la boda de su ahijado, o más bien a la
ausencia de su esposa Almudena, muerta hacía ya cinco años.
El ruido desconocido y constante
no permitía que se concentrara en el disfrute de la brisa veraniega. Había
tirado el ancla. Extendiéndose sobre cubierta cerró los ojos y dejó que la naturaleza
mimara su cuerpo marinero, esculpido en bronce y curtido a fuerza de sol y sal.
Tenía muchos años en aquella barca y podía reconocer cada sonido, pero aquel no
provenía de su propiedad. ¡Coño! ¿Por qué la corriente no se lo llevaba de una
puñetera vez, así podría seguir con aquel momento de solaz? Por una vez que
decidía no hacer nada…
El molesto ruido continuó hasta
sacarlo de quicio. Cerró el libro de un golpe y enojado con la situación, se
paró. Comenzó la inspección por la popa y siguió hasta descubrir el objeto, que
flotaba sin dejarse atrapar. No le quedó más opción que lanzarse al mar y
recogerlo.
Cuando subió a cubierta pudo
observarlo con detenimiento. Era una reproducción a escala de un barco pesquero
de bajura, similar al suyo y a tantos
otros que navegan por la costa asturiana.
Mediría unos cuarenta o cuarenta y cinco centímetros de eslora total y estaba
tallado con minuciosidad. Por su estado de conservación, no tenía mucho tiempo
en la mar. Llevaba pintado el nombre de Ventolina
y había sido lacrado por debajo de la línea de cubierta. Lo movió con
curiosidad y comprobó que llevaba cargamento en su bodega. ¿Quién se desharía
de un objeto tan bonito? ¿Lo habrían tirado o se habría caído por
accidente? El día ya estaba perdido, así
que decidió poner proa a su casa, deseando inspeccionar más aquel objeto y su
cargamento.
Ya en su hogar, lo acomodó
encima de la chimenea y de inmediato decidió que ese sitio no era el mejor. El
hueco al costado de la extensa biblioteca fue la nueva ubicación. Tomó
distancia, y queriendo disimular ante sí mismo la curiosidad que le despertaba
la barca, se dijo que debía preparar la ropa para la boda y marchó al
dormitorio.
La Ventolina se apartó de su mente cuando, sin más, el recuerdo de su
esposa lo asaltó. Cuando viajaban, ella comenzaba a pasearse de un lado a otro
de la casa, cantando mientras aprontaba la maleta o prediciendo lo bien que la
pasarían, mientras que él se impregnaba de su alegría contagiosa. Si hubiese
estado allí, le preguntaría qué libro quería para el viaje. “El que tú me
elijas, Campanilla”, respondería él esperando que pasara a su lado para
envolver su cintura y besarla. Con la voz femenina repiqueteando en su cerebro Amadeo
dobló la ropa, acomodó el calzado y las demás prendas. Hacía todo como un
autómata, porque la alegría que formaba parte de la mismidad de Almudena, había
abandonado la casa junto con ella. Al viudo, ahora solo le quedaba lo básico
para sobrevivir: la mar, la pesca y la lectura.
Volvió su rostro hacia la
embarcación que había rescatado en la mañana. Seguía varada en la biblioteca,
reclamándole atención en un canto silencioso con notas de madera y sal.
Se sirvió la cena en la sala,
frente a la Ventolina, a la que
miraba de reojo. ¿Cuál sería su historia? ¿Por
qué o para qué habría querido el ebanista ser tan meticuloso en los detalles?
Quizás nunca imaginó su obra en el mar y a la deriva. Dejó el plato a medias y
reapareció con las herramientas. Miró la barca y suspiró. Su oficio de pescador
le había pulido el arte de la paciencia, así que con el punzón en su mano
curtida por redes y escamas, comenzó a retirar el material que cerraba de forma
hermética la bodega, evocando sin cesar al artesano y sus extraños motivos.
Luego de varios intentos fallidos para levantar la cubierta, el tesoro lo
sorprendió.
Una de las virtudes de la
magnífica caja flotante, era el cuidado tratamiento que tuvieron para que el
agua no entrara a dañar el contenido. Se trataba de varias piezas de madera
talladas por un refinado ebanista, quizás el mismo que había hecho el barco. Con el mar como hilo
conductor, el artista había trabajado cada pequeña escultura como una obra de
arte. Amadeo apreció la suavidad del pulido acariciándolo con sus dedos toscos.
Tomó las tallas y las colocó ante sí: un ancla, un pez zigzagueante, una
estrella de mar, un erizo, una caracola, la concha de una vieira… Sonrió al
reconocer a los Espumeros: el moreno, –tallado en ébano- que con sus ojos
saltones ilumina en la niebla el camino de regreso a los pescadores; y el rojo,
que lleva noticias desde y hacia el mar, representado por un niño con una
caracola como sombrero, y gritando con las manos a los costados de su boca.
Pero lo que más llamó su
atención fueron las dos esculturas femeninas. Una representaba una sirena sobre
una piedra que, apoyada en sus manos y rodillas, tocaba sus nalgas con la cola
mientras una guirnalda de flores tapaba con timidez las aureolas de sus pechos.
La otra representaba una mujer que caminaba desafiando el viento con los brazos
extendidos hacia adelante. El cabello largo y ensortijado volaba hacia atrás,
así como la falda del vestido. La blusa se ceñía contra su cuerpo voluptuoso.
El rostro estaba trabajado en detalle, y resaltaba sus ojos verdes y los labios
carnosos.
Pero la Ventolina también guardaba una confesión de tinta y papel…
Durante el viaje desde el
pueblín cercano a Lastres hasta Luarca, el veterano pescador reconoció cada uno
de los faros de la costa. Los virajes que hacía el autobús le servían para
confirmar una y otra vez, que prefería una tormenta en su barca al interminable
serpenteo de la carretera.
La tarde comenzaba junto con la
fiesta de la boda. La tía Remedios, que lo había acaparado desde su arribo y lo
había arrastrado a su mesa, comentó la entrada de una dama.
- Mira, ahí llegó la probina de Eleonor. Tú no la conoces
porque es tía de la novia. Otra viuda del mar, otra que cree que su marido era
perfecto. ¿Y sabes qué te digo? Era perfecto. ¿Y sabes por qué? Porque está
muerto. Porque si estuviera vivo no lo sería tanto. Que te lo digo yo, que de
tan buena que he sido en mi vida cuando me muera la gente dirá que era virgen.
Solo espero que alguno de mis amantes esté vivo para desmentirlo.
Se levantó de la silla
imaginando la sonrisa de su sobrino y se dirigió a la mujer, que apenas vio a la
anciana corrió a saludarla. La imagen de la tía de la novia avanzando veloz por
el salón, sorprendió al hombre. Sintió que ya había visto esa imagen, uno de
esos déjà vu que en uno de sus viajes le había
explicado un marinero francés. Y llevándose la mano al bolsillo de la chaqueta,
acarició la escultura encontrada en la Ventolina.
No, no. Era imposible que se tratara de la misma persona. Al darse cuenta de
que las damas se estaban dirigiendo hacia él, se paró para recibirlas.
- Ven aquí, Mateo, que quiero
que conozcas a Eleonor. Es viuda como tú, su esposo murió en la mar. Almudena
en cambio, probina… -bajó la mirada y
moviendo la cabeza, agregó- Iros por allí y hablad, que bastante tendréis para
contaros.
Quedó inmóvil cuando la dama,
además de consentir que su mano diminuta se perdiera en la del pescador, le
regaló un beso en cada mejilla, permitiendo que el hombre hundiera brevemente
su nariz en una maraña de rulos que lo retrotrajeron a una playa desierta con
algas en su orilla, y a una sirena descubierta entre las redes de un solitario
pescador. Aún medio obnubilado debido las sensaciones causadas por los aromas, se
presentó.
- Para empezar, te aclaro que
mi nombre es Amadeo -comenzó diciendo mientras la invitaba a sentarse-, y mi
tía ya me había dicho que te llamas Leonor.
- Despreocúpate, que ya la
conozco –respondió con una sonrisa.
Se pusieron a conversar sobre
los novios, la boda, los conocidos mutuos, hasta que la pregunta llegó en los
labios de Amadeo.
- ¿Cuánto hace que murió tu
marido?
- ¿Alguna vez has leído “Alicia
en el país de las maravillas”? Ella le pregunta al conejo blanco: ¿y cuánto
tiempo es un segundo? A lo que el conejo le responde…
- Cuando amas, una eternidad –contestó
Amadeo con su mirada perdida.
- Pues eso… Murió hace un
segundo, aunque el almanaque se empeñe en decir que fue hace dos años. ¿Y tu
esposa?
- Cinco años. Y aún creo oírla
andar por la cocina. ¿Tu esposo era marinero?
- Pescador de profesión y
escultor por devoción. El primer año de casados me hizo un cofre con forma de
barca, y cada aniversario aparecía con una pieza diferente, todas marineras
menos la que talló cuando íbamos a cumplir seis años de casados. Hubo una
tormenta y desapareció por unos días, hasta que la barca que lo rescató lo pudo
traer a puerto. Cuando me avisaron salí corriendo, descalza y a medio vestir.
Apenas lo divisé…
-…estiraste los brazos y con la
emoción no te diste cuenta de que
tus atributos se te habían escapado de entre las ropas. Corriste como una…
ventolina –agregó, esperando la reacción de la mujer que primero lo miró
extrañada y luego, como desechando algo improbable, continuó:
- ¿Ya te lo contó Remedios, eh?
Pues sí, eso me causó la emoción de ver a mi hombre.
- A tu “home marín” –agregó
Amadeo, pero esta vez la reacción fue diferente.
- ¿Y tú cómo sabes eso?
Amadeo sonrió, algo
avergonzado. ¿Era posible que el destino lo hubiese puesto delante de la
destinataria de la Ventolina?
Entonces, si era ella sabría que…
- Si alguien encuentra la Ventolina, espero que la conserve con
respeto, no por sus antiguos dueños, sino como homenaje al amor –recitó el
hombre.
Lo miró muda, con la boca
entreabierta. Acababa de citar una frase de la carta que ella había escrito y
guardado en el cofre. Volvió a clavarle la mirada mientras el hombre metía la
mano en el bolsillo de su chaqueta para poner sobre la mesa la escultura de la
mujer con los brazos extendidos, y luego de desplegar un papel doblado con la
forma de un barco, leyó.
- Sé que es algo íntimo, pero
no pude evitar leerla. Nunca imaginé que encontraría a su dueña. Debo
confesarte que la he leído tantas veces que casi me la sé de memoria –bajó
hasta el renglón exacto y al leer, su voz se volvió más dulce y serena- “Si
algún día, por esas cosas incomprensibles del destino, la Ventolina volviera a mis manos, entenderé que quieres que la
conserve, y como tú siempre me decías, aprenderé a leer entre líneas lo que la
vida quiere enseñarme”.
La miró, pero ella guardaba
silencio acariciando una copa y haciéndola girar sobre su pie. Amadeo decidió
continuar.
- Escribes con mucho
sentimiento, Leonor. La carta me conmovió, pero sobretodo esta parte: “Te
extraño. Siento que veces me falta el aire, y a veces me sobra. Me confunde
pensar que nuestra casa, que era nuestro refugio y nuestro cielo, se convirtió
en un montón de paredes que se me caen encima y tengo que correr hasta el puerto
para encontrarte, porque aunque no pueda verte, sé que estás allí. Le he robado
al tiempo migajas trasformadas en recuerdos, y de ellas me alimento a diario
para poder sobrevivir…”.
Volvió a cerrar la carta y se
la acercó junto con la talla de madera. Con la mirada acuosa y las mejillas
sonrosadas, Leonor guardó todo en su bolso.
- Cuando rescaté a la Ventolina pensé que no debía abrirla,
pero la intriga
pudo más. Esa fue la pieza que más me impactó. Y también la
carta. Traeré la Ventolina para
ponerla donde corresponde: en tus manos.
La tía Remedios visita con
frecuencia la casa de Leonor. El hermoso navío con sus figuras alrededor,
preside la biblioteca traída desde el otro extremo de Asturias.
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