Segundo Premio
1er. Concurso Castillo Pittamiglio
Noviembre, 2016
Volver
a Montevideo tiene su encanto: el recibimiento de la familia, mi hermana que me
deja su auto para que pueda movilizarme con facilidad, el reencuentro con los
amigos, la vuelta al barrio, el redescubrir la ciudad.
El
avión aterrizó a las dos de la madrugada. Los únicos valientes trasnochadores
fueron María y su pareja que me llevaron hasta el hotel, no sin quejarse e
intentar hacerme reflexionar sobre lo conveniente que sería quedarme con ellos
en su casa. Al final respetaron mi obsesión por la privacidad y pude descansar
despatarrado en una cama king-size, al menos hasta que sonó el teléfono pasado
el mediodía. Era mi hermana.
-
¿Todavía estás durmiendo? –preguntó con voz risueña- Levantate, vago, que el
día está precioso. Acordate que esta noche vamos a cenar a un lugar que te va a
traer muchos recuerdos.
-
¿Esta noche? ¿Van todos? –respondí con el teléfono apoyado en la almohada y los
ojos todavía cerrados.
-
No. Solo nosotros tres. Mañana tenés el asado con tus amigos y el domingo almuerzo
en familia. Como ves, ya te organicé estos tres días. A partir del lunes quedás
libre. Y más te vale no protestar.
Desde
los pisos más altos del hotel tenía panorámica fabulosa: las casa bajas de
Punta Carretas, los edificios de la rambla, la gente caminando y el mar
inmenso.
-
Que es un río, Suso, un río, no mar –me corregiría mi amigo Daniel.
Almorcé,
caminé una cuadra y llegué al paseo más hermoso de Montevideo. Setiembre es un
lindo mes para andar cerca del agua porque no hace frío, el sol comienza a
calentar y hasta aparecen las bandadas de golondrinas saludando.
Faltaba
un rato para las ocho de la noche cuando pasaron a buscarme. No me quisieron
decir a dónde íbamos. Carlos bajó hasta la costa y viró a la izquierda. No
tardó en tomar la subida de Francisco Vidal. Me asombró ver cómo había cambiado
la cuadra desde mi última visita.
-
¿Te acordás cuando el único edificio alto de la cuadra era el Moreno? –dijo
María.
-
Sí, con cinco pisos. Ahora debe de ser el más bajo –respondí.- ¿Y a dónde
vamos?
-
Acá, al castillo –explicó Carlos señalando a su derecha-. Ahora lo que da a
Vidal es un restaurante y se llama Montecristo. Hace más de diez años que está
funcionando.
Estacionó
el auto en la esquina, frente a pizzería. ¡Qué diferente lucía la
fachada! A pesar de las modernizaciones y sin la torreta, aún guardaba algo de aquella época. Caminamos hasta la entrada del restaurante. También eso se había transformado. Demasiado vidrio y poco ladrillo.
fachada! A pesar de las modernizaciones y sin la torreta, aún guardaba algo de aquella época. Caminamos hasta la entrada del restaurante. También eso se había transformado. Demasiado vidrio y poco ladrillo.
-
¿Y acá sigue viviendo gente? –dije señalando la pequeña puerta al costado.
-
Ya no. Ahí funciona la cocina del restaurante.
Al
atravesar la entrada se me encogió el corazón. ¡Qué decepción! El castillo
había sufrido una segunda invasión, aunque que con otros resultados. ¿Para qué
cambiarlo tanto?
-
Dale, Suso, entrá –me apuró Carlos-. Tenemos reserva.
Pregunté
si podía recorrer el lugar y me dijeron que sí, quizás porque debido a mi
acento pensaron que era turista. Y después de cuarenta años lo era, a pesar de
no sentirme como tal en aquel lugar. Todo estaba diferente, nada era como lo
recordaba. Volví a la mesa bastante conturbado, tanto que Carlos me preguntó
qué me pasaba.
-
Es que no me entiendo las modificaciones que hicieron. Quien no lo conoció
antes de la muerte de Pittamiglio no se puede dar cuenta, pero yo… ¿Sabés qué
pasa? Nosotros vinimos para este barrio cuando mi viejo les compró a los
hermanos Moreno el almacén de la esquina, allá por 1964, y le alquilaba la
propiedad a Pittamiglio. En mayo o junio
de 1966 le compró todo el edificio, ¿entendés? Y María y yo éramos amigos de
Manuela, la hija de su chofer.
Mientras
que la cena llegaba, el sommelier nos sirvió un delicioso Cabernet que acompañó
de maravilla la espera y la entrada. La conversación continuó.
-
Sí, yo me acuerdo solo de algunas cosas –afirmó mi hermana-. De la escalera
larga de la casa de Manuela, que parecía interminable, de los vitrales que
tenían las ventanas del costado y que permitían ver algo para el patio del
castillo, exactamente donde estamos ahora. Acá había una fuente. Era hermoso,
hasta que el viejo murió y Alba Roballo, que en ese momento tenía su carguito
en la Intendencia e imagino que queriendo imitar a Eva Perón, dejó entrar a un
montón de bichicomes. ¿Cómo pudo ser tan…? Toda la cuadra vio cómo saqueaban el
lugar. Entraban con los carros con caballos y todo y se llevaban lo más que
podían: muebles, jarrones, lo que era fácil de robar. Los vecinos veíamos, pero
nadie podía hacer nada.
-
Bueno, eso fue hace cincuenta años, ya pasó. Calmate –le dijo Carlos.
–
Sí, pero cada vez que lo recuerdo siento la misma indignación que en aquel
momento –entonces, dirigiéndose a mí-. ¿Te acordás de las sirvientas del viejo?
Eran un poema.
-
Claro que me acuerdo. Eran dos viejitas, chiquitas y arrugadas que daban para
una caricatura. Una era blanca, con el pelo blanquísimo peinado en un moño
bajo, lentes y casi sin dientes. Se pintaba los cachetes con un colorete
fortísimo, y andaba siempre de delantal.
-
Yo me acuerdo de la negra, que de vieja que era tenía canas entre las motas.
Usaba el pelo corto y tenía siempre puestos lentes de sol verdes, redonditos,
estilo John Lennon. Vivían en el galpón que también servía de garaje, enfrente
del castillo. De ahí sacaba el auto el padre de Manuela cuando llevaba al viejo
al otro castillo, al de Las Flores, o a otras partes.
-
Manuela ya tenía como quince años y nunca iba con ellos. Lógico –acoté.
-
No entiendo –reaccionó Carlos-. ¿Lógico por qué?
La
llegada del plato principal me salvó de dar explicaciones que no deseaba, pero
mi hermana me captó en el aire. Mientras esperábamos el postre pregunté por el
lavabo.
-
Por ahí, bajando la escalera a la izquierda –me indicó Carlos-, porque a la
derecha está…
-
El cuarto de oraciones y el laboratorio –interrumpí mientras dejaba la
servilleta sobre la mesa.
Bajé
las escaleras y los recuerdos me tomaron desprevenido. Miré hacia la derecha.
¡Habían descubierto el lugar de sus oraciones y el laboratorio! Miré a través
del cristal. El piso en damero, las paredes, el hueco en la pared...
-
¿Qué te pasó, qué viste? –preguntó María a mi regreso- Ni que hubieses visto el
fantasma del viejo…
-
Sí vi fantasmas, pero no el de don Humberto. Estos eran un poco más jóvenes que
él.
-
No te entiendo. ¿Qué querés decir? –preguntó Carlos- ¿Y cómo sabías del cuarto
de oraciones y del laboratorio? Es la primera vez que venís acá y eso estaba
escondido, lo descubrieron hace…
-
Olvidate, no importa, no me hagas caso. Hay cosas que siempre supe y nunca
conté...
Aquella
noche casi no pude dormir.
*
* * * *
El
asado fue al mediodía, aunque me fueron a buscar a las diez de la madrugada.
Imposible dormir más de seis o siete horas. Al menos me dejaron marchar a
tiempo para llegar al castillo antes de que comenzara el recorrido grupal por
la parte de la rambla.
Me
gustó volver a recorrer los pasillos y entrar a las habitaciones. Cuando oía
hablar al guía, sonreía para mis adentros. ¡Cuántos datos erróneos! No era su culpa,
solo estaba repitiendo lo que le habían indicado. El castillo había cambiado.
Ahora la pintura lo iluminaba y ayudaba a resaltar los detalles, aunque
mantenía su estilo. Pero las iniciales, la simbología, las escaleras sin
terminar y las puertas que no conducían a ningún sitio, seguían intactas.
No
me quedé para la obra de teatro que ofrecen después de las visitas guiadas.
Preferí cruzar la rambla y sentarme del otro lado de la acera. Mirar, observar,
desmenuzar recuerdos y analizar detalles tapados por el polvo del tiempo y la
perspectiva de los años maduros.
El
frío de las noches invernales aún se siente en setiembre. Y si a eso le
agregamos el viento, el resultado de la ecuación nos indica que una campera
liviana no es suficiente abrigo. Subí hasta el parque de Villa Biarritz y me
metí por la maraña de calles internas hasta llegar al hotel. Ya me había
sentado en el sofá de la habitación cuando me asaltó una idea. Tomé el teléfono
y en menos de media hora Daniel golpeaba la puerta.
-
¿Qué te pasa, loco? Hace unas horas nos dijiste que…
-
Sí, pero mentí. Necesito conversar con alguien y ese alguien solo podés ser
vos. Vení, traje al Cardenal para que nos acompañe.
-
No me jodas… ¿en serio trajiste? –preguntó mirando para todos lados.
-
No busques tanto que está encima de la mesita, con copas y todo.
Tomó
la caja de madera lustrada y la abrió. Cada uno de los euros que había gastado valió
la pena solo por verle la cara.
-
¡Ah, bueno! Te aviso que de acá no me voy hasta terminarla, y lo que sobre me
lo llevo aunque sea para tomarle el olor. Yo la abro, yo sirvo, yo me encargo
de todo. Vos sentate y contá…
-
Ayer María y Carlos me llevaron a cenar al castillo de Pittamiglio. Y eso me
afectó bastante. Nos estuvimos acordando de muchas cosas, hasta de Manuela. ¿Te
acordás de Manuela, no? La hija del chofer del viejo Pittamiglio que venía con
nosotros a la playa.
-
¿No me voy a acordar? –dijo mientras servía una generosa medida del licor y me
estiraba una copa- Vos seguí que yo te escucho. ¡Salud!
Tomamos
y alabamos la calidad del brandy. Iba a ser una larga noche…
-
Después apenas dormí, recordando. Cuando papá compró, aquello parecía más un
bazar de lujo que un almacén. Tenían los productos en vitrinas, con códigos en
vez de precios a la vista, más ordenado que limpio. El sótano era similar. Las
paredes estaban llenas de estanterías para estibar mercadería, pero para el
tipo de comercio que quería mi viejo, el método de los Moreno causaba más molestias
que beneficios. Y papá mandó sacar todo para que el sótano quedara más cómodo. Con
las paredes despejadas pude fijarme que en una punta debajo de la escalera, habían
quedado al descubierto unos ladrillos muy extraños, con vestigios de haber
estado pintados algunos de blanco y otros con una parte blanca y negra.
Conseguí pintura y repasé lo que estaba pintado de blanco. Negro no conseguí,
pero no hacía mucha falta tampoco.
-
De eso sí me acuerdo. Te pregunté para qué habías hecho algo así, pero nunca me
explicaste. Me dijiste “no sé, se me ocurrió”.
-
Te juro que era verdad, Daniel, aquellos ladrillos pintados no me decían nada.
Hasta una vez que Manuela me metió en castillo después que las viejas cruzaron
para el galpón. No entramos por el portón sino por un pasaje semi secreto. Unía
la habitación donde dormía su padre con la zona contigua al restaurante. Se
llegaba por medio de una escalera angosta y se salía al patio por una de esas
puertas que parecen no conducir a ningún lado. Estábamos solos. En la
habitación donde está la chimenea de madera había un cuadro que tenía algo. No
sé si era espeluznante, pero sí inquietante. Representaba a un niño tocando el
piano y mirando fijamente al observador. Yo no sé nada de solfeo, pero Manuela
sí.
-
Fijate –me dijo Manuela-. El niño parece que estuviera tocando pero en realidad
solo aprieta una tecla. La partitura tampoco tiene sentido, porque un día la
copié y quise tocarla y no sonaba a nada, así que el pintor no tenía idea de
música, o eso quiere decir otra cosa.
-El cuadro no se me borraba de la mente. Un
día prendí todas las luces del sótano y me puse a acomodar los envases. Los
ladrillos pintados me distraían, captaban mi atención, hasta que me di cuenta
del motivo. Me hacían recordar el piano del cuadro. Se lo conté a Manuela y el
primer feriado largo le dije a papá que me iba a quedar a dormir en el sótano
para aprovechar a acomodar un poco. Mi viejo no era bobo. Por supuesto que no
me creyó pero aun así me dejó las llaves. Llamé a Manuela. Su padre había
salido a llevar al viejo a Las Flores, y no iban a volver hasta el día
siguiente.
-
¿Estuviste solo con ella en el sótano? –preguntó Daniel asombrado- Nunca me
contaste nada…
-
Dejame seguir… Cuando ella vio los ladrillos pintados dijo algo así como entonces era acá. Se acercó y me indicó
un ladrillo. Este, Suso. Este sería la
tecla que está tocando el niño del cuadro. Me maté empujando hacia adentro
con las manos apoyada en el centro primero y sobre las puntas después. No pasó
nada. Hice lo mismo con el ladrillo desde el frente, pero fue inútil. Probé con
otros pero el resultado fue siempre negativo. ¿Y si lo apretás solo en una punta, como si fuese la tecla de un piano?, me
sugirió Manuela. Le hice caso y el ladrillo se hundió. Saltamos de alegría. Fue
hasta la casa y volvió con el código. Te digo que estuvimos horas probando,
varias veces yo quise abandonar, pero me insistía tanto que terminaba
accediendo. Hasta que una parte del muro cedió. Creo que a los dos nos dio
miedo, porque quedamos paralizados. No podíamos creer que eso estuviera
pasando…
-
No me jodas que encontraron un pasadizo… -comentó Daniel sirviéndose más licor.
-
Sí. Era muy oscuro, no se veía nada, así que fui a buscar velas y fósforos y nos
metimos. Yo iba adelante y ella me seguía. Con la vela prendí unas lámparas de
aceite o algo así. Supuse que estaríamos atravesando el terreno de la casa que
había entre nuestro sótano y el castillo. Cuando estuvo iluminado vimos que sí,
era un pasadizo, bajo tierra, bastante húmedo y sin luz. Terminaba en una
puerta de madera que abría hacia nosotros…
-
¿Y a dónde daba esa puerta? –Daniel empezó a prestar más atención a mi
historia.
-
A lo que ahora es la bodega del restaurante, la parte que tiene el piso en
damero y está contra Francisco Vidal.
-
¿Estás seguro?
-
Por supuesto. Hubo detalles que no pude olvidar. Además esa habitación estaba prácticamente
vacía. No había casi nada en el lugar, lo único que llamaba la atención era un
cáliz, colocado como en un altar.
-
¡El Santo Grial!
-
No, no creo que fuera el Santo Grial. Si es que alguna vez lo tuvo en sus
manos, seguro que lo tenía oculto en su propiedad de Las Flores, o en otro
lado, pero no acá. Aquel era muy simple, antiguo y de madera. Nada que lo
destacara excepto el lugar donde estaba colocado. Era extraño que ocupara un
lugar tan privilegiado.
-
¿Y cómo pudieron ver todo si no había luz?
-
Ahí había unas veladoras eléctricas prendidas, pero preferimos no apagar las
velas porque además del hueco por donde el viejo entraba y salía, había otra
puerta. Entramos con las velas prendidas, pero enseguida las apagamos porque
descubrimos los interruptores de la luz. Era un laboratorio descomunal. Tendría
unas cinco mesas, de esas enormes, de laboratorio. La primera estaba llena de
libros, papeles, y documentos. La segunda eran todos planos de construcción,
croquis, tinta, lápices, tiralíneas… La mesa de un arquitecto diría yo, pero
tenía otra a un costado para hacer los dibujos de los planos. Las otras mesas
eran de laboratorio, con tubos, pipetas, condensadores, morteros y aparatos de
química. Las paredes tenían estanterías separadas de acuerdo al contenido. En
una había libros muy antiguos, escritos a mano, y también en prensa. Otra
estantería tenía aparatos de química, y la más grande era la que contenía
frascos de diversos tipos y tamaños, todos ordenados y etiquetados. En un
armario vidriado había unos artefactos raros. Después me enteré que eran
pequeñas cajas de Orgón, acumuladores de energía. También había modelos de
“jaulas Faraday”.
-
¿Lo qué? ¿De qué me estás hablando?
-
Te estoy diciendo que tardé años en averiguar qué era todo aquello. La gente
que… -guardé silencio para acomodar mis ideas, y agregué- A ver si me puedo
explicar: Wilhem Reich descubrió la energía Orgónica y también descubrió cómo
acumularla. No fue el primero. Hay culturas antiguas como la japonesa donde se
la conoce como “ki”, los chinos la llaman “chi”, que es lo mismo que el “manas”
en Polinesia o el “fluido ódico” del que hablaba el Barón Von Reichenbach. Esta
energía vivifica todo lo que tiene vida. ¿Entendiste?
-
Nada. Pero el brandy está bueno así que te sigo escuchando.
-
No soy el primero que piensa que Pittamiglio quiso convertir su castillo, su
vivienda personal, en una enorme caja que acumulara energía orgónica. ¿Nunca te
preguntaste por qué sus habitaciones personales tienen esas formas extrañas y
están forradas de diferentes maderas?
-
No.
-
Bueno, yo te lo voy a decir aunque no te interese. Hablemos por ejemplo de su dormitorio.
Por fuera está hecho con materiales comunes, pero por dentro son todos
materiales biológicos, como la madera. Y por lo general, las cajas de orgón
tienen forma de paralelepípedo.
-
Está bien. Entiendo que el viejo quisiera cargarse de energía y todo lo que me
quieras decir, pero su dormitorio no tiene forma de paranosequé, sino que está
llena de formas raras, ángulos sin sentido, picos y qué sé yo. ¿Para qué?
-
No tengo idea. Mejor dicho, sí tengo idea pero no lo puedo asegurar. Mirá, hubo
dos hombres contemporáneos de Pittamiglio que quizás lo inspiraron. Uno fue Howard
Phillips Lovecraft, un escritor estadounidense de novelas de terror y ciencia
ficción. El otro fue Alesteir Crowley, escritor, poeta, mago y ocultista entre
otras lindezas. El primero era un gran fantasioso como comprueba con sus
novelas, pero el segundo estaba convencido que los entes astrales de otros
planos pueden entrar en este mundo a través de los ángulos. ¿Qué tenían en
común? Que ambos aseguraban que en la palabra ELE – MENTAL se sugería que ciertas “cosas” podían pasar a través de
los ángulos, ¿entendés? La L es un ángulo recto, y mental por la mente…
Daniel
me miraba como se mira a un niño que inventa historias y uno se siente en la
obligación de seguirle el cuento. Y yo ya quería darme por vencido. No me creía
ni le interesaba lo que le explicaba. Tomó otro tragó y me preguntó:
-
Bueno, pero ¿qué hicieron vos y la minita en el laboratorio?
-
Ella no hizo más que curiosear, pero yo buscaba. ¿Qué estaba buscando? Ni yo
mismo sabía. Después de revisar terminé por llevarme dos libros de esos
grandotes, como para escribir actas. Los elegí porque estaban escritos a mano y
tenían símbolos, dibujos, mapas, y hasta planos. Imaginé que sería algo así
como los libros diarios de Pittamiglio, pero como estaban medio escondidos y
llenos de polvo, pensé que no notaría la falta. Había un tercero que estaba
encima de la mesa, abierto. Tenía escritas unas dos o tres páginas, pero no me
animé ni a tocarlo. Lo que también me llevé fue un mortero de bronce con su pilón.
Era chico, del tamaño de un puño, pero me llamó la atención y no lo pensé.
-
¿Y Manuela qué se afanó?
-
Nada. Si su padre o el viejo descubrían que había estado allí, no sé lo que
hubiese pasado, porque también yo iba a caer. Pero lo que pasó fue diferente.
Yo escondí lo robado y nunca nadie se enteró de eso, ni siquiera Pittamiglio,
creo. Al día siguiente cuando volvieron de Las Flores venía muy enfermo, con
bronquitis o algo así, y se murió casi enseguida. Manuela me dijo que no se
había levantado más.
-
¿Y vos no volviste a entrar?
-
No pude. Esa semana tuve que ir con el tío Isidro a Colonia, y cuando volví al
almacén papá había mandado a colocar estanterías fijas, así que la entrada
quedó tapiada por los ladrillos y la madera. Después de la muerte del viejo
todo se vino barranca abajo en el castillo. Los empleados se quedaron sin
trabajo y se tuvieron que ir, empezando por el papá de Manuela y siguiendo por
las viejitas. A partir de ahí aparecieron los protegidos de la tipa de la
Intendencia que se afanaron todo lo que tenía algún valor, porque antes que
ellos ya habían pasado otros. Eso, seguro.
-
Y al final, ¿vos qué hiciste con los libros?
-
Los leí muchas veces, pero no entendí nada.
Cuando
empezó a ponerse impertinente con las preguntas, le di otra botella de brandy
sin abrir y lo despaché. No quería decir nada más. No quería hablar de todo lo
que pasó después, de cómo devoré aquellos libros, de toda la información que
saqué de allí y cómo decidí irme del país para poder aplicar en otro lado ese
conocimiento y averiguar el que me faltaba.
Tal
como pensé cuando los tomé, eran casi un compendio de los conocimientos de Pittamiglio.
Allí había escrito durante décadas lo que él consideraba importante. Nunca pudo
convertir en oro los metales bajos. Tampoco encontró la fuente de la juventud.
Sin embargo encontró la manera de hacerse muy rico y multiplicar el dinero más
y más. El viejo había escrito desde principios de siglo lo que iba
descubriendo, el poder que daba el dinero y las posesiones, cómo lograr que las
personas sirvieran para sus fines, y lo que se puede conseguir con la energía
bien dirigida.
Basado
en sus escritos pude construir mi propia caja de órgon y como él, hacerme casi
invencible. La información acumulada en esos libros era más valiosa que todas
sus propiedades y todo su dinero. Me llevó años de estudios, de lectura, de
pruebas y fracasos, pero lo logré.
Hoy
puedo darme muchos lujos, como quedarme el tiempo que desee en este hotel, ser
generoso con los que amo, y hasta rastrear a Manuela. Me enteré que ella cuidó
a su padre hasta que murió y que tampoco se casó ni tuvo hijos. Quizás este sea
un buen momento para visitarla.
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