Ni la muerte, ni la fatalidad, ni
la ansiedad,
pueden producir la insoportable
desesperación que resulta
de perder la propia identidad.
H.
P. Lovecraft
Ese
viernes fue un día agotador para Luna Fablet. Al llegar al hotel se desplomó
sobre la cama, feliz de haber terminado su gira y las benditas conferencias.
Necesitaba descansar después de cuatro meses de saltar de ciudad en ciudad, de atravesar América de norte a sur. Cuando se
especializó en psicología social y obtuvo el máster en políticas públicas
sociales, nunca imaginó que terminaría trabajando en la Comisión Interamericana
de Mujeres.
Mientras
la canilla vertía el agua en la bañera y ella se preparaba para una inmersión
reparadora, pensó que si se hubiese dedicado a la historia o la antropología
como había planeado… No, no es que estuviera arrepentida. Amaba lo que hacía.
Los
vidrios de la puerta, del ventiluz, y el gran espejo ovalado de molduras
oscuras se habían empañado cuando disolvió en el agua sus sales favoritas. Se
sumergió. El calor envolvente comenzó a relajarla. Era la segunda o tercera vez
que estaba en Montevideo y apenas conocía la ciudad. Si no estuviera tan
cansada, saldría a caminar tranquila y cenaría en algún lugar agradable, se
dijo como si hablara consigo misma; pero esa noche le apetecía quedarse en el
hotel. Quizás por el líquido tibio que la cubría como en el vientre materno, o
por aquella ráfaga helada que enfrió el agua con celeridad y la hizo sentirse
desprotegida, se colocó en posición fetal y abrazó sus piernas. Salió de la bañera
y se envolvió en la bata buscando algo de calor. El frio y la fatiga le
quitaron lucidez como para percatarse de que, a pesar del cambio brusco de
temperatura, el vapor continuaba intacto en todas las superficies.
Se
metió en la cama, blanca y mullida, arropándose; la habitación tan grande y
solitaria le daba sensación de desamparo. Poco a poco la suave calidez la
condujo hacia un descanso tan profundo que habría sido imposible que escuchara
cualquier ruido, por extraño que le hubiera parecido.
El
despertar fue vigorizante. Desayunó en el piso 25 con la ciudad a sus pies. El
otoño se mostraba condescendiente con los montevideanos, regalándoles una
temperatura agradable. Cruzó la Plaza Independencia para llegar a la Rambla de
la ciudad que creció mirando al Río de la Plata. En los viajes anteriores había
disfrutado el paisaje desde un automóvil, pero ese día decidió caminar por la
costa del río ancho como mar.
Después
del extenso campo de golf, divisó un faro que, aunque majestuoso, parecía
inútil a esa hora de la mañana. Pero el panorama cambió apenas aparecieron los
nuevos edificios y las canchas de tenis, que le recordaron su adolescencia. Fue
entonces que al levantar la vista, vio una edificación que le pareció
fascinante. Estuvo tentada de calificar su arquitectura como ecléctica, pero
sin duda que era singular y sorprendía en medio de tanta construcción moderna.
Era la primera vez que se sentía hipnotizada por una estatua. Por raro que
pareciese, la Victoria Alada la atrajo de tal forma que el resto del mundo
desapareció. Descendió al asfalto y dio un
paso. El chirrido de los neumáticos y el estrépito de la bocina le avisaron
demasiado tarde del peligro de morir atropellada. Despertó en el suelo, en
medio del resplandor solar que la cegaba y no le permitía distinguir el rostro
de la persona que parecía hablarle a kilómetros de distancia. Intentó incorporarse,
pero todo empezó a dar vueltas a su alrededor.
–Perdone
la brusquedad, señorita, pero tuve que tirar de usted para que no la embistieran.
Tiene que vivir –dijo el desconocido, mientras la ayudaba–. ¿Se encuentra bien?
Porque el auto llegó a golpearla, pero no sé si…
–¿Qué…?
Sí, yo… estoy… estoy bien, gracias –respondió, aún aturdida y pensando qué tan
fuerte habría sido el golpe, y si su cuerpo estaba entero o fracturado. Apenas
comprobó que no sentía dolor alguno, preguntó–: ¿Usted puede decirme algo
sobre… eso?
–Claro
que sí. ¿Por qué no se sienta mientras le cuento? Mi nombre es Walter –dijo el
hombre estirando su mano para presentarse–. El castillo de Pittamiglio y yo
somos autóctonos de Trouville. Aquí nacimos y fuimos creciendo con el tiempo.
–¡Ah!
Luna, mucho gusto –respondió mientras sentía que, aunque sus movimientos eran
aún torpes, iba mejorando–. Le confieso que cuando vi la Victoria Alada, solo
pensé en… no sé, en que debía acercarme más. La culpa la tiene el constructor.
Si usted dice que crecieron juntos, no debe de tener muchos años…
–Con
ese piropo me doy por pago y ¡hasta le debo el vuelto! La verdad es que el
castillo es algo más viejo que yo, que apenas tengo 71 años.
–Quisiera
verme así de bien si llego a… –se tomó la cabeza con las dos manos–. Todavía me
siento… rara por la caída. ¿Y quién y cuándo lo construyó?
–Lo
construyó un muchachito de 23 años, soñador y visionario, que allá por 1910
compró los terrenos.
–Debió
de pertenecer a una familia acomodada…
–¡Claro,
como que su papá era zapatero! –respondió ante el asombro de la joven–. No,
señorita. Humberto Pittamiglio era de origen humilde, pero Dios lo bendijo con
una inteligencia privilegiada y un olfato especial para los negocios.
–¿Y
qué arquitecto hizo esta maravilla de edificio?
–Él
mismo. Era arquitecto y además de este castillo y otras construcciones de los
alrededores, fundó y proyectó barrios, trabajó para la municipalidad, fue
mecenas de varios artistas y amigo de grandes personalidades. Pero esos fueron
apenas detalles, porque su verdadera misión en este mundo fue… la búsqueda.
La
última palabra trasformó el rostro de Walter; Luna se detuvo a observarlo. Era
alto, delgado, con el pelo entrecano y el aspecto atildado de un caballero
inglés. Más recompuesta y sin dejar de mirarlo, preguntó:
–¿Y
qué buscaba?
–La
sabiduría, supongo. O la piedra filosofal. O la fuente de la juventud. Era
alquimista, masón, y también millonario. Creo
que aprendió mucho de quien, se dice, fue su maestro: Francisco Piria. Sus
vidas tienen mucho en común.
–¿Ese
señor también colocó la Victoria de Samotracia en la entrada de su casa?
–No.
Aunque ambos eran alquimistas, Piria buscó otras simbologías. De todas formas,
esta es la salida. El frente está en la calle de atrás, por Francisco Vidal,
donde ahora hay un restaurante.
Luna
hizo un gesto de querer hacer otra pregunta, pero Walter se le adelantó.
–Antes
de que me pregunte, le cuento que don Humberto era un amante del mar, así que
se hizo traer de Italia la reproducción de este magnífico mascarón de proa. Concibió
su obra de esa forma, para que junto con la Victoria, él y su castillo
parecieran dirigirse al mar, al oriente, hacia el horizonte, y que cada
amanecer su cuerpo, su espíritu y el espacio terrenal que los albergaba
renacieran con cada salida de sol –agregó con un tono casi trágico.
–¡Vaya
personaje! ¡Qué hombre tan interesante!–exclamó Luna.
–Muchas
gracias. Pittamiglio también era interesante, no crea –agregó, haciéndole un
guiño cómplice. Entre risas, la conversación continuó:
–O
sea que después de muerto aún siguen hablando de él.
–Así
es. Fue un hombre conocido por sus excentricidades, sus amistades famosas, sus
más de trescientas cincuenta propiedades, sus obras arquitectónicas, de las que
este castillo es su máxima expresión, y también por sus estudios alquímicos.
–Debió
de ser alguien digno de conocer.
–Sin
duda. Le sugiero que, aprovechando las ventajas de internet, busque castillo Pittamiglio y le aparecerá más
información de la que pueda leer. Wikipedia, webs, blogs… Este hombre sigue
siendo una fuente inagotable de historias y leyendas. Y cuando lo haga, deje
que su imaginación vuele impulsada por las fantasías de este personaje. Conecte
su mente y su espíritu con esas dimensiones que no nos animamos a visitar. No
le ponga límite al alma y al Universo, porque no lo tienen.
Luna
se sorprendió mirando fijamente a los ojos a ese señor elegante que la
subyugaba con palabras diferentes y gestos ampulosos. Se sintió cómoda al
contarle sobre sus orígenes y su trabajo, hasta que ya repuesta y antes de
emprender el regreso, le agradeció a su informante todas las gentilezas, en
especial por haberla salvado de una muerte segura.
Apenas
llegó al hotel, pidió en recepción que le hicieran una reservación para cenar
en el castillo. Y, en su habitación, se sumergió en su computadora. El
misterioso Walter tenía razón: demasiada información sobre el enigmático lugar
y su creador, pero por algún lado debía comenzar.
Cuando
levantó la vista se percató de que ya era de noche. Tenía hambre, ni siquiera
había almorzado. Tomó una ducha, se vistió y salió hacia Trouville.
A
pesar de que bajó en la vereda del restaurante, sintió la necesidad de cruzar
la calle para observar el lugar desde el lado contrario. ¿Qué pensaría don
Humberto de la fachada actual? Por las fotos que había visto, la entrada original lucía con más
muros y menos vidrios. Seguro que, inteligente y progresista como había sido,
lo aprobaría.
–Bienvenida…
¿tiene reserva? –preguntó una sonriente anfitriona.
–Sí.
A nombre de Luna Fablet.
–Señora
Fablet, hay una persona que la está esperando. Por aquí, por favor.
Quiso
explicar que no era posible, que ella estaba sola, pero se dejó llevar.
A
la mesa, estaba sentado Walter. Si bien su aspecto aristocrático era
inconfundible y lo habría reconocido aun en la oscuridad, Luna no pudo ocultar
su sorpresa. El hombre vestía traje negro, chaleco, corbata con traba de oro, y
una camisa inmaculada de cuello redondo como dictaba la moda.
–Buenas
noches, Luna. ¡Qué placer volver a verla! –dijo, poniéndose de pie.
–Walter,
esto es tan inesperado como maravilloso. No entiendo qué sucede, pero estoy
encantada de verlo.
–Cuando
llamé aquí para hacer la reserva, me dijeron que ya había una a su nombre, así
que quise sorprenderla. Espero que no le moleste mi invitación… ni mi
atrevimiento –cerró Walter, haciendo una reverencia.
–¡Todo
lo contrario! ¿Sabe? Hice caso a su sugerencia y me la pasé leyendo y averiguando
sobre este lugar increíble. Tal como me dijo, la información me superó.
–¿Le
gustaría hacer un recorrido antes de ordenar los platos? Así le podré mostrar in situ algo de lo que le conté. Para
transitar por esta construcción hay que subirse a la nave de su creador y hacer
el viaje guiados por él. Vea el portón de entrada, porque allí comenzaremos
–dijo Walter, decidido, descontando que su invitada no rechazaría esa visita
guitada–. Es como el nacimiento de ese peregrinaje que es la vida –siguió, con
gestos exagerados. La voz, grave y cavernosa, la devolvió al encuentro
matutino, cuando la salvó y le aseguró que debía vivir. Subieron una amplia
escalinata y llegaron a un salón cubierto de madera con una magnífica chimenea
tallada en el mismo material, que enseguida captó la atención de Luna.
–¡El
trabajo de ebanistería es exquisito! –exclamó.
–Sí
que lo es –respondió el cicerone mientras pasaba su mano por el labrado, como
si estuviera acariciando una piel delicada–. Una fiesta para ojos alquimistas.
–¿Como
los suyos, Walter?
–Yo
soy un curioso que ha hecho investigaciones y leído algunos autores. Estoy
convencido de que mis conocimientos se remontan a otras vidas y otras épocas.
Venga, bajemos. Permítame guiarla por otro lugar.
Volvieron
al salón y al pasar por la entrada, Luna escuchó la historia de la estatua del
beso y la imagen virginal en la parte superior.
–¿Dedicado
a su madre? –preguntó asombrada cuando Walter concluyó el relato.
–Sí,
a ella. Quiso simbolizar en su madre la pureza de la Virgen y al hombre mundano
en el pecado de la lujuria, representado por la pareja besándose –explicó
mientras volvían a la mesa–. Recuerde que antes de retirarse debe conocer la
bodega, creo que podría interesarle. Dígame, Luna... ¿qué opinión le merece la
reencarnación?
–Debo
reconocer que tengo mis dudas. Ciertamente, habrá algo superior al hombre, pero
no estoy segura de que exista vida después de la vida –y apenas terminó la
frase, volvió a su mente la experiencia
matutina, pero espantó el pensamiento como a una mosca molesta, y continuó–: Y
eso de que volvemos para ser mejores, como una segunda oportunidad… No sé,
suena atractivo pero el pensamiento lógico me disuade.
–O
sea que necesitaría pruebas.
–Digamos
que me encantaría tener una experiencia de ese tipo.
–Ten
cuidado con lo que deseas, puede volverse realidad –dijo Walter antes de beber
el vino con fruición, como si fuera un néctar.
Luna
sonrió, pero en su interior se sintió turbada. Su anfitrión era caballeroso y
tan interesante como el tannat que
discurría por su garganta, pero al mismo tiempo se sentía inquieta. Durante la
velada, sintió en varias ocasiones sutiles ráfagas heladas que la obligaban a
reacomodar el chal que llevaba sobre sus hombros.
–¿A
quién pertenece hoy este lugar? –inquirió, tratando de desviar la charla y
despejar la inquietud que la estaba ganando.
–Dado
que no tenía hijos, Pittamiglio testó sus bienes en favor de una persona que
los rechazó. Otra versión dice que legó todo a la Intendencia de Montevideo,
que al día de hoy es la dueña, digamos… temporaria.
–No
entiendo. ¿Cómo puede una herencia ser temporaria?
–Al
contrario que usted, él creía en la reencarnación. En su testamento hay varias
cláusulas extrañas, entre ellas una que dice, más o menos, que quien herede
deberá devolver lo heredado a su dueño legítimo, Humberto Pittamiglio, cuando
él regrese a reclamar su propiedad.
–Es
broma, ¿verdad? Porque, además y según sé, no es posible reencarnar en quien
uno fue.
–No,
de ninguna manera es broma –dijo Walter, casi ofuscado. Pero luego se dio
cuenta de su tono y continuó, sosegado: –Al menos no creo que lo fuera para él
cuando redactó el testamento. Y concuerdo con que no es posible reencarnar en
la misma persona. Me parece más lógico y tentador reencarnar en otra, quizás en
alguien que esté en las antípodas de quien uno fue en la vida anterior.
–Renacer
en otro lugar, con otra personalidad y diferente estilo de vida. Y, por qué no,
hasta con otro sexo. Hummm… Creo que el tannat
se me ha subido a la cabeza. Mejor sería dejar esta charla para otra
ocasión, ¿no le parece?
En
un gesto de caballerosidad, Walter se ofreció a acompañarla al hotel. Habría
preferido regresar sola, pero le pareció descortés rechazar la invitación del
hombre que le había salvado la vida y se había convertido en su cicerone en
aquel laberinto fantasmal.
–Nos
faltó visitar la bodega, pero estimo que ya tendremos oportunidad, querida
–dijo Walter antes de clavar su mirada en un punto del espacio exterior y
guardar silencio.
Al
llegar a destino, el chofer abrió la portezuela y el hombre, ayudándola a
descender, le ofreció su brazo para subir la escalinata de la entrada.
–Fue
una noche encantadora, Walter. Mil gracias –dijo Luna al extenderle su mano. Él
la tomó con firmeza y determinación.
–¿Le
sucede algo, querida?
–Solo
un escalofrío –dijo Luna–. La noche está fresca y he salido poco abrigada
–agregó, forzando una sonrisa. Casi corriendo, entró al hotel y desapareció
dentro del ascensor.
En
la soledad de la habitación, Luna intentó reproducir una y otra vez la
sensación para convencerse de que se había equivocado, pero no: la mano de Walter
no estaba fría sino helada, y aunque el contacto duró un instante, un temblor
intenso había recorrido su espalda y erizado su piel.
Llevó
la computadora a la cama y se recostó. En la duermevela, no supo si llegó a
encenderla. Prefirió cerrar los ojos y repasar la información que había
adquirido aquella jornada: la visión de Victoria en la mañana, el rescate de
Walter, su aparición en la cena y el paseo por ese castillo que parecía
encantado.
–Buenas
noches, Luna –dijo la voz entre las sombras, haciéndola saltar de la cama.
–¿Quién…?
–preguntó la joven, con más curiosidad que susto.
–Aunque
nunca me has visto, sabes quién soy –respondió acercándose a la luz para que lo
viera. Era un hombre de cierta edad, con una capa negra y brillante. Cuando la
retiró hacia atrás, sobre sus hombros, el interior, de color rojo escarlata,
iluminó la habitación. Estiró su mano, invitándola a acompañarlo.
A
Luna no le pareció raro que al franquear la puerta no salieran al pasillo del
hotel sino a las puertas del castillo. Con toda naturalidad, su anfitrión dio
un paso adelante y los portones se abrieron. La entrada era diferente a la del
restaurante donde había cenado.
–Estamos
en su castillo, ¿verdad? Hoy estuve aquí, pero lucía diferente…
–Así
estaba en mis días, querida. Te lo estoy mostrando tal como era originalmente,
antes de que lo hicieran… funcional. Lo dejé de esta forma cuando partí; después,
una banda de estúpidos depredadores le quitaron lo que consideraban de más
valor. ¡Idiotas! ¡No tenían idea de qué es valioso! Así lucía mi casa cuando
una mujer con un carguito municipal e ínfulas de Evita se la entregó a un
puñado de saqueadores ignorantes.
Había
dolor en su voz y en su rostro, una expresión amarga aunque Luna solo podía ver
su perfil.
La
entrada tenía una bellísima escalera a la derecha y, más adelante, un patio, en
cuyo centro se veía una fuente. El recorrido se estaba iniciando.
–Desde
que comencé a construir este lugar, decidí que iba a representar mi filosofía
de vida y mis creencias. A cada elemento que ves aquí lo asiste una razón, un
fundamento, aun aquellos que parecen no tener sentido. Por ejemplo, las puertas
no abren porque hay cosas que los mortales no estamos preparados para saber. O
las escaleras que, en apariencia, quedan truncas, son un símbolo de tantas
cosas como cada uno pueda suponer. ¿Qué te hacen imaginar a ti?
–En
que si no me detengo a tiempo, siempre terminaré cayendo.
–Buena
conclusión. Como en la vida, una escalera puede ser un camino hacia la
elevación infinita o hacernos descender hasta al mismo infierno. El secreto
está en saber cuándo detenerse.
”Siempre
fui criticado. Por este castillo, por ser extravagante, por agregarle una H a
mi nombre… Pocos entendieron mis razones, mi búsqueda de la fuerza y la energía.
También me esforcé por mantener alejados a los curiosos. ¿Qué mejor para eso
que inventar orgías satánicas? Es verdad que invitaba a mis amigos a fiestas
que duraban varios días. ¿Por qué no? Si tenía habitaciones en las que se
sintieran cómodos, y dinero para mantenerlos. Pocos placeres gocé tanto como el
de oír a Delmira cuando declamaba sus versos junto a la chimenea. O conversar
de música y artes con mi querido André, discutir de política con Baltasar Brum,
de religión con Pío XII o de alquimia con Francisco Piria. Nadie imagina las
magníficas veladas que pasé con ellos en este castillo o en otros lugares
–dijo, y suspiró con tristeza, con la desazón de
quien se lamenta ante lo irrecuperable.
–Usted
tuvo una vida singular –comentó Luna haciendo un esfuerzo, ya que las palabras
se negaban a salir de su boca–. Cuando ahora mira su obra, ¿se siente
satisfecho?
–¡Sin
duda! Este lugar, mi castillo, es un himno al placer, una delectación táctil,
un regodeo visual, un goce para el intelecto y el espíritu. Como la mayoría de
la gente nacida en el siglo XIX, me criaron con una eterna sensación de culpa.
Por eso hice colocar los pisos en damero, para simbolizar el bien y el mal, la
luz y la sombra, el goce y el dolor, lo femenino y lo masculino, el cielo y el
infierno. Fíjate que hay muchas esculturas demoníacas aquí, pero… ¿cuántos
ángeles has visto?
–Al
menos uno: la Victoria Alada –respondió Luna.
–Inteligente
respuesta, querida. La gente se pierde observándola y no se fija en otros
datos. O se queda en detalles sin importancia. ¿Alguien pensó el porqué de los
espejos en los techos, las aberturas en forma de pirámide, la boiserie con terminaciones angulares,
los altares o la presencia de los símbolos marinos? Aún nadie ha descubierto
estos pasadizos, tampoco los secretos guardados en las torres y las propiedades
cercanas a este castillo. Todo tiene un sentido. ¿Cuál? Lo descubrirás en su
momento, antes de lo que imaginas; también la razón que tuve para escribir el
testamento que le resultó extraño a todos. Se han dicho tantas cosas, hasta que
hice mi fortuna gracias a la Piedra Filosofal. ¿Tú crees que pude encontrarla?
–No.
O no hubiese muerto.
–¿Y
quién dice que estoy muerto? ¿Acaso no estoy aquí, a tu lado?
–Sí,
pero sé que esto es un sueño…
–¿Lo
es, Luna? ¿Estás muy segura? ¿Y si yo te afirmara que no lo es? Mi cuerpo murió
hace más de cincuenta años, pero mi espíritu sigue vivo. ¿Y qué es lo que
reencarna, el cuerpo o el espíritu?
–
Creo que es el espíritu el que reencarna en otro cuerpo. Hablamos de eso con
Walter, en la cena.
–Sé
perfectamente de qué conversaron… Te diré algo, Luna: yo, Humberto Pittamiglio
no morí, sino que me desvanecí para poder reencarnar. Ahora solo me falta
encontrar a la persona adecuada, y te aseguro que estoy cada vez más cerca.
Luego
del extenso recorrido por el castillo, su anfitrión se detuvo delante de una
simple pared. La joven no supo de dónde pero apareció un pequeño agujero.
–Aquí
pretendía traerte durante la cena –dijo el hombre.
–¿Quién?
¡Ah, Walter! Sí, él me dijo que bajara a…
–Sí,
fue Walter quien… –y el hombre se interrumpió para ponerse en cuatro patas e indicarle
que lo siguiera, mientras gateaba a través de la abertura–. Estamos entrando a
las cámaras. Esta es la primera: la de la reflexión. La construí porque para
hablar con Dios hay que postrarse, reflexionar y pedir perdón –y haciendo una
leve inclinación ante el cáliz del altar, continuó–: Dios puede escucharnos siempre,
pero nosotros a Él, no; necesitamos concentrarnos, dejar el mundo afuera y
acercarnos a su esfera divina para encontrar el camino hacia la inmortalidad.
”La
segunda cámara es el laboratorio. Aquí, entre tubos, crisoles, retortas y
morteros, hice mis descubrimientos. ¿Cuántas veces combiné azufre, mercurio y
tantos otros químicos? Muchas. Hasta que me di cuenta de que la trasmutación
debía ser física, mental y, más que nada, espiritual. Sé que tú entiendes
porque eres inteligente y sensible.
”Entremos
ahora a la última cámara, la de la meditación. Antes, debemos abrigar la esperanza
de que Él perdonará nuestros pecados y nos ayudará a trascender. Meditando
podremos descubrir la misión en esta vida y cómo asumirla y concretarla.
Cuando
salieron, Luna tenía una plácida sensación de
liviandad. Le parecía caminar sin tocar el piso y que su vestido lucía más
brillante. El hombre comenzó a caminar y la invitó a seguirlo hasta llegar a la
pérgola construida sobre los techos, donde comienza una escalera exterior.
–Aquí,
Luna. Este es el lugar exacto.
Era
noche cerrada. Una fuerte lluvia había comenzado a caer y los truenos
retumbaban en la torre circular. Los relámpagos alumbraron la escena por
escasísimos segundos, los suficientes para vislumbrar dos siluetas. Una, masculina,
de capa negra, en cuyo interior destellaba una tela púrpura, enceguecedora. La
otra, femenina, envuelta en un vaporoso atuendo blanco que rozaba apenas sus
pies y el viento adhería a su figura. La descarga eléctrica era ensordecedora y
enmudecía los sonidos guturales que emitía la sombra de capa. La lluvia
empapaba los cuerpos erguidos. De pronto, como si la energía hubiera contagiado
al cosmos completo, un rayo traspasó la circunferencia sin techo y su luz
centelleó con un fulgor indescriptible. La capa cayó y el viento no fue capaz
de moverla. La dama de blanco tomó la capa del suelo y mientras se la colocaba
subió la escalera de cemento. Ante su presencia, las puertas se abrieron para
darle paso hacia el balcón. Enfrente, el mar embravecido chocó con violencia
contra las rocas y cruzó el asfalto. ¡Victoria!
Sobre
el pretil del balcón, la silueta mojada por la lluvia y salpicada por el mar,
se colocó en la proa acompañando a la figura alada. Allí, levantó sus brazos al
firmamento y gritó, coreada por los truenos:
–Aquí
estoy… ¡He vuelto!
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