Todos los ingredientes estaban unidos y la masa muy pegajosa aún. Mientras la sobaba, siguió recordando... Más de una vez la golpeó con furia contra la mesa de madera. Es que… traer a su mente ciertas escenas lo llenaban de ira. Como aquella vez cuando…
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-¡Cándido, carajooooooo! ¿Cuántas veces tengo que decirle que deje su cuarto ordenado? Yo no soy su sirvienta, ¿oyó? Más bien que es al revés. Lo estoy alimentando, dándole techo en mi propia casa, así que por lo menos mantenga el orden y la limpieza.
Odiaba que lo dejara en evidencia, pero al mismo tiempo sentía algo que no podía explicar. Trabajaba muy duro… durísimo. En un par de semanas había convertido aquella chacra en un lugar habitable, aunque admitía que ella trabajaba a su par. Se levantaba antes que él y se acostaba después, pero… era muy exigente con la higiene y el orden, algo que él no se podía acostumbrar. Antes que perder tiempo en arreglar el lugar donde dormía, prefería salir a trabajar fuera de la casa. ¡Había tanto para hacer!
Amada le recalcó varias veces la urgencia en reparar el techo de la casa. Había ido expresamente a la pulpería de Don Eustaquio a buscar las chapas, y estaban allí desde hacía dos días, cuando cobró el dinero que esperaba.
Cándido trabajaba sin cesar. El día anterior había terminado de arreglar el gallinero, otro trabajo que venía posponiendo. La tarea había sido complicada y le había tomado más tiempo del calculado, por eso demoró el comienzo del techo de la casa. A la hora del almuerzo Amada le dejó saber su preocupación.
-Dicen en la radio que se viene una tormenta muy fea, Cándido. Supongo que estará terminando con eso, ¿no?
Se le atragantó el guiso en la garganta. Carraspeó y con la mirada puesta en el plato, respondió:
-Esteeemm… bué… la verdá es que… ayer… terminé el gallinero. Empecé con este techo a última hora… Es que… Pensé que me iba a llevar poco tiempo, pero se me complicó y me…
-¿Cómo que el gallinero? –interrumpió- Cándido, traje las chapas con toda urgencia para… No entiendo de dónde sacó que era más importante el gallinero que la casa…
Se sintió avergonzado, con ganas de que la tierra se abriera a sus pies y lo tragara. Quería desaparecer de la mirada dura de aquella mujer, que por otra parte, tenía toda la razón… Se levantó de la mesa dejando el plato servido.
-Con su permiso, doña -y se dirigió a la puerta. Amada no le respondió.
Los rayos del mediodía calentaban la espalda del joven de forma implacable. En pocas horas se vendría la noche y no podría trabajar. La tirantería estaba en buenas condiciones, pero debía fijarse dónde pisaba para no caer. Había techado más de la mitad de la casa, pero aún faltaba mucho. ¿Cómo había sido tan torpe? ¿Cómo no se había dado cuenta de la importancia del techo comparada con el gallinero?
El sol se desangraba en el horizonte y Cándido continuaba clavando chapas sin cesar. No iba a poder terminar y la tormenta se avecinaba. Optó por tratar de reclavar lo que no pudo cambiar. En la penumbra, trabajando al tanteo, no podía hacer un buen trabajo, y las primeras gotas comenzaron a caer. Las sintió frescas en su espalda y en su cabeza, pero… no lograron refrescar su mente. Estaba demasiado enojado consigo mismo…
-Cándido, baje de ahí. Está comenzando a llover y ya no se puede hacer nada –le gritó, pero él seguía trabajando- ¿Pero… está sordo o qué? Es un peligro que esté ahí arriba con tanto rayo y relámpago. Yo ya me ocupé de los animales…. ¡Obedezca!
El hombre la miró desde la altura. Compungido, recogió la herramienta y bajó. Antes de entrar en la casa, dejó la herramienta en el granero. En el corto sendero que separaba el granero del rancho, su ropa y cabello quedaron pingando… Un relámpago iluminó la noche y el estruendo arrancó los ladridos del cimarrón, que lo esperaba en el porche moviendo la cola y aprovechó la apertura de la puerta para guarecerse de la lluvia él también.
-Vaya a bañarse –le dijo Amada- Aquí lo espero.
El baño lo reconfortó. El agua estaba a la temperatura ideal, aliviando su cansancio. Salió vestido, oliendo a jabón y con el cabello húmedo. Se veía tan… ¡hombre! Amada no podía dejar de observarlo, hasta que la mirada inquisidora del joven la volvió a la realidad.
-Venga a la mesa. Estuvo todo el día trabajando y ni siquiera almorzó. Siéntese y coma… La tormenta es más grande de lo que imaginé… el viento sopla fuerte… Si no es un tornado, anda cerquita. Menos mal que pude guardar al bicherío… Estás de suerte, Cimarrón… Esta noche dormís adentro.
-No pude terminar… –dijo apesadumbrado.
-Hizo lo que pudo. Y va a pasar lo que tenga que pasar. Ahora cálmese y coma.
No era una sugerencia, era una orden. Cuando Amada quería ser firme, a nadie le cabía duda. Y Cándido no era la excepción. Probó un bocado pero se le complicó tragarlo. Se sentía culpable; le había fallado a la mujer que le había dado trabajo, que había confiado en él… y eso lo ponía mal. Se levantó en silencio para arrimarse a la ventana. Afuera la lluvia caía de lo lindo, tanto que apenas se veía. Algún rayo que rasgaba el cielo de vez en cuando, y el viento cada vez más fuerte, anticipaban el trágico fin que el hombre imaginaba…
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El pensar en lo mal que se había puesto aquella noche, le había servido ahora para descargar su furia en el amasado, dejando la masa lisa y manejable. Espolvoreó un rincón de la mesa con harina, hizo un bollo enorme y lo colocó encima. Luego lo acarició con una capa de aceite para evitar la costra, y terminó cubriéndolo con un lienzo. Ahora debería esperar que fuera creciendo hasta doblar su volumen.
Así también había ido creciendo el viento aquella noche. En su mente volvió a oir el ruido que produjo la primera chapa al volar por los aires, y otra vez se estremeció. Amada había salido corriendo para el fondo de la casa, hacia el cuarto donde guardaban las semillas y el resto de las cosas que con tanto esfuerzo había comprado en la agropecuaria. Cuando iba a abrir la puerta, Cándido se lo impidió, tomándola por la espalda.
-Doña Amada… No abra esa puerta, por favor.
-Es que se va a mojar todo… ¿entendés? Los granos, las semillas, el alimento de los animales… Y no tengo dinero para comprar más.
-Lo sé, señora, lo sé… Pero si abre la puerta va dentrar el viento, y capaz que levanta el techo. Imaginé que algo así podría pasar… La parte que teché quedó segura, pero…
Amada soltó el pestillo de la puerta.
-¡Soltame! –le ordenó, dolida- Lo que suceda, será tu culpa. Tendremos todas las gallinas a salvo, pero no podré sembrar nada…
Salió corriendo para encerrarse en su habitación, dejando a Cándido desolado. En el dormitorio, caminaba de aquí para allá mientras sentía volar parte de su casa, esa casa y ese lugar que había comprado con tanto esfuerzo. Se sintió impotente, sola, con el peso del mundo a sus espaldas. Tanto esfuerzo, tanto dinero… ¿para qué? Las lágrimas comenzaron a salir, amargas y saladas… sabían a inutilidad, bronca, rabia contenida. El viento seguía acechando… estaba molesta… harta de llorar… alterada… somnolienta… muy cans… cansad…
Las primeras luces del día la encontraron vestida y tendida sobre su cama. Salió al porche y vió el desastre: al final, no había sido tanto como había imaginado. Vio las chapas amontonadas en un rincón, trabajo de Cándido, seguramente. Fue hasta el fondo para ver el estado de sus granos y semillas. Al abrir la puerta, comprobó que todo estaba bastante bien. Sus cuidados y la idea de taparlos con plástico y ponerlos en un lugar alto habían dado resultado. Cándido fue muy sabio al no permitirle salir, porque aunque todo se hubiese arruinado no hubiese podido hacer nada, excepto poner la vivienda en peligro. El poco material que se había arruinado, no tenía tanto valor.
Respiró y miró hacia arriba. Cándido había hecho un excelente trabajo: las chapas voladas eran unas pocas… Sonriendo, fue a preparar el desayuno para comenzar un nuevo día.
Al pasar por el cuarto de Cándido, se sorprendió al ver la cama sin ropa. Entró. No estaban ni el peón, ni sus pertenencias. El único elemento que rompía el orden del lugar eran las hojas blancas, dobladas sobre la mesa de noche. La tomó. Con letra de trazos toscos, se leía: Señora Amada.
Cuando desplegó los papeles, cayeron en forma de lluvia varios billetes. Entonces recordó que un par de días atrás, le había liquidado el mes de trabajo. Con tristeza y dolor, comprobó que Cándido se había marchado…
En la cocina, preparó el mate y se sentándose a la mesa, extendió las hojas y leyó:
“Señora Amada,o quizás debería decir amada señora…
Soy hombre de campo, alguien que apenas sabe leer y escribir, por eso seguro que encontrara errores en esta carta pero no en mis sentimientos.
Desde que enllegue me dio trabajo y comida y asta un poco de afeto. Pa agradarla trabajé con ganas, para debolberle lo que iso por mi. Pero en la tormenta de aller le ise perder todo el esfuerzo que uste iso aca. La lluvia mojo todo por mi culpa y tubo rason al yamarme como me yamo por hacer el gallinero y no el techo.
Me pago mas de lo que meresia y encima perdio mas que eso. Por eso le dejo tuito. Mi pingo no se lo dejo porque lo necesito para dir a buscar trabajo a otra parte. Antes de dirme quise adentrarme a mirar la piesa del fondo pero no me anime.
Doña, me voi con mucho mas de lo que bine, porque me llevo el amor que siento por uste. Me animo a desirselo porque no la via volver a ver nunca. Ahora se como eso eso de querer a una mujer, y entiendo lo de no dormir por pensar y trabajar para no pensar. Supongo que es eso querer. Pensar en uste todo el dia y toda la noche, andar distraido y buscar preguntas namas para verla sin mirarla porque no me animo a mirarla. O tomar mate con uste pa sentir que guele lindo, fresqita como la mañana.
Pero una mujer como uste es nomas un sueño pa un tipo como yo. Y ya le ice daño bastante, casi la deje arruinada. Ojala me perdone. Asta mas ver mi doña.Y quele valla bien porque se lo merese.
Cándido”
La carta estaba llena de tachaduras, indecisiones, faltas de ortografía. Pero en nada de eso se fijó Amada.
-¡Es un imbécil! ¿Quién le dijo que yo soy inalcanzable? Si yo también lo…
Sí, ella lo amaba desde aquella tarde que lo vio galopar en busca de su yegua. Ella, una universitaria, se enamoró de un tipo casi analfabeto. Pensar que si su abuelo no le hubiera insistido que se mudara al campo, que se gastara la herencia en una chacrita… A ella siempre le había gustado el campo. Y los hombres de campo como…
Cándido… Lo amó desde que le regaló aquella mirada color caramelo. Amó su cuerpo de dios griego, bronce cincelado en el Olimpo por la propia Afrodita. Amó su sonrisa, su disposición al trabajo, sus silencios y su timidez. Amó su entrega, su pasión en todo lo que hacía, el cariño por los animales, el campo y la naturaleza. Pero el estúpido se había ido. Si pudiera, saldría a buscarlo pero… ¿dónde?
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La masa ya había levado y Cándido sabía que era hora de armar el pan, como en aquella oportunidad también había sabido que era hora de regresar con su patrona.
Partió la masa en tres porciones. Su corazón también había estado partido cuando trató de conseguir trabajo y no podía hacer nada, cuando se había dado cuenta que era imposible arrancarla de su pensamiento o de su vida. Sin ella, la vida era un infierno, un castigo mandado por el mismísimo mandinga. Cuando entendió que no podía seguir así, emprendió el regreso. Le pediría perdón a la doña y le diría que sólo quería estar a su lado. Estaba dispuesto a pagar su culpa como ella lo considerara conveniente.
Siguió armando el pan mientras recordaba cómo había armado en su mente todo lo que le diría mientras llegaba a la tranquera de “La Tacuara”. El primero en salir a su encuentro fue el cimarrón, ladrando y saltando hasta sus pies para demostrarle su alegría. Ante tal alboroto, Amada había salido a ver qué pasaba. Al verlo se quedó inmóvil, cruzó los brazos y esperó que se acercara. Cuando Cándido la vio, pensó que el regreso y todo lo que le esperaba al enfrentarla, valía la pena sólo por verla una vez más.
Cruzada de brazos, con el cabello al viento y la mirada… la mirada… no sabía distinguir si era de enojo, de alegría, de… No, no… evidentemente estaba enojada, y no era para menos. Pero debía ser valiente y enfrentarla. Bajó del caballo, lo ató y se paró frente a ella.
-Pensé que había contratado un hombre trabajador y valiente, no un cobarde que huye ante el primer problema. ¿Para qué volvió, Cándido?
-Para pedirle perdón, para disculparme, doña. Para enfrentarla y que me diga qué puedo hacer para que me perdone… por lo que hice y por lo que escribí en aquella carta…
-¿Todo? ¿A qué se refiere? ¿qué es lo que lamenta? ¿Haber huido? ¿Haberme dejado el dinero? ¿O haberme hecho creer que yo le importaba?
-No señora ¡eso no! Yo la… yo… usté para mí… –dijo, y bajó la cabeza de inmediato, lleno de vergüenza– Esa plata era suya, yo no la merecía. Lo que lamento es que haya perdido los granos y semillas por mi culpa. Y encima, haberme juido, haberla abandonado en el peor momento, como un cobarde...
-¿Qué es lo que quiere, Cándido? ¿Para qué volvió?
-Quisiera que me tome de vuelta, doña. Como su sirviente, su peón, su empleado. No puedo vivir fuera de acá y… y sin… usté, señora.
La bofetada retumbó en el silencio de la tarde. La huella de los dedos quedaron marcados en el rostro curtido de aquel hombre, que aceptaba la humillación con toda la hombría de la que fue capaz. La actitud de Amada se hizo más dura aún.
-Y ¿vos te creés que te va a ser tan fácil? O sea, decidís irte cuando se te da la gana, cuando más se necesitan dos brazos para trabajar; y decidís volver cuando querés, cuando te pareció que ya no estaba enojada… Y yo te tengo que perdonar, ¿no?
-No doña, no tiene que perdonarme si no quiere, sé que no lo merezco, pero... Dígame qué debo hacer para quedarme, para trabajar acá otra vez…
-Te voy a decir algo: vas a trabajar más que nunca. Me vas a demostrar una y otra vez que te merecés esta oportunidad. Y andá sabiendo que lo que te voy a hacer laburar como nunca, pero no en venganza por haberte ido, ni siquiera por haberme abandonado cuando más te necesitaba… sino por no haber tenido la valentía de enfrentar tus errores… y tus aciertos.
Las jornadas eran largas y pesadas, pero Cándido no cedía por muy difícil que fuese la tarea. Comían juntos y en silencio, o hablaban lo estrictamente necesario. Con el correr de los días y los meses, la tensión fue bajando y el trato entre ambos se hizo más ameno. Pero todavía había algo que no les permitía relajarse, sobre todo al hombre, que medía cada gesto, cada palabra, cada acción…