Quizás la tradición de las reuniones que hacían mis padres,
comenzó el trece de junio de 1946, cuando se celebró su boda durante las
festividades de San Antonio en el pueblín de Villabolle. Ese día se sirvieron
trece platos, entre entradas, platos calientes y postres. Hubo vino, cognac y
hasta puros para los hombres… Y la fecha se siguió festejando, de una u otra
forma, los 63 años que permanecieron unidos.
La sencillez y humildad de nuestra casa, nunca fue
impedimento para que desarrollaran al máximo el arte de recibir. Los invitados,
independiente de la edad o la relación que nos uniera, siempre llegaban con
alegría a nuestro hogar, y se retiraban con ganas de regresar. O directamente,
de quedarse.
Para mis padres, en especial para papá, todas las excusas
eran buenas para organizar una reunión. Si era verano, se hacía un asado. Si
era invierno, podía ser cualquier comida caliente. Nadie protestaba porque
había pocas sillas, o la mesa quedaba pequeña para albergar tanta gente. No
importaba que los vasos fueran diferentes, o alguna de las invitadas colaborara
con platos y cubiertos de su hogar, porque no teníamos suficientes. La consigna
era reunirnos y pasarla bien.
Mamá trabajaba sin descanso para que todo estuviera lo mejor
posible. Comenzaba a cocinar un par de días antes la ensalada rusa, porque
decía –y tenía razón-, que así quedaba más rica. Se abrían latas de arvejas,
atún de buena calidad, mayonesa casera hecha a mano (en aquellos años no había problema
con la salmonella, sin mencionar el precio de la mayonesa comprada) y se
cocinaba una enorme cantidad de papa y zanahoria. La idea era que sobrara, que
nadie se quedara con hambre o con ganas de más. Luego venía el plato principal
y después el postre, todo regado con vino y por supuesto, agua mineral o
refresco para los niños. Cuando llegaba el café con cognac –siempre había café
con cognac, invierno y verano, con treinta grados o con tres-, también
aparecían las primeras “asturianadas”, porque contando anécdotas y cantando, se
recordaba la “tierrina”.
Y llegaban los interminables juegos de cartas: la brisca
en parejas y el tute cabrero eran los preferidos, mientras que los niños
jugábamos en la vereda sin temor a que nos pasara algo…
A la noche, se iban retirando con una sonrisa, deseando
regresar o invitando: “la próxima es en casa, ¿eh?”. Pero casi siempre se
repetía “…en la casa de Carbajal”, donde las puertas estaban siempre abiertas.
No voy a negar la importancia de la comida y la bebida, aunque
lo importante era la gente. Se sentía el afecto con que cada invitado era
recibido. Besos, abrazos, procurar que no faltara nada, insistir para que se
sirvieran o servirlos directamente, porque… Los contemporáneos de mis padres
habían sido educados para no repetir, así que se esperaba que la dueña de casa insistiera
hasta que el invitado aceptara; eran tiempos de guerra y escasez, y eso los
marcó a fuego. Por eso se apreciaba la abundancia…
A la risa generalizada seguía el aplauso por el vino que,
sin dudas, aparecía de la mano de mi padre.
Si tuviera que definir cómo eran mis padres con una
palabra, sin duda usaría GENEROSIDAD. Ellos eran generosos con lo poco o lo
mucho que tenían, pero no solo materialmente, sino también con el amor, la
entrega, el mimo y la atención personal.
Si me pongo a pensar la cantidad de veces que mi madre se
puso a pelar papas porque había algún niño que no le gustaba la comida…
¿Por qué se perdieron esas fiestas? No lo sé. Quizás no
se perdieron, quizás no se terminaron sino que se transformaron. Por mi parte,
cultivo el “arte del recibir” con familiares y amigos, pero sigo extrañando
aquellas reuniones…
Estoy segura que hoy, están de fiesta, tomando un culín
en alguna nube… ¡Salud!