Margaret Swanson perdió la
herencia recibida de su aristocrática familia inglesa cuando, tras el suicidio
de su esposo Beltrán, tuvo que pagar las deudas de juego que este dejó.
La tía Marga, como solían
llamarla, pasó de una mansión en el Prado a una modesta vivienda en La Comercial. Era una
mujer aguerrida que no se dejó vencer, manteniendo siempre su entereza moral.
En su presencia, nadie se atrevía a mencionar el comportamiento del difunto.
-¿A usted le quedó
debiendo algo? ¿Lo perjudicó de alguna forma mientras vivió? -Ante la negativa
del interpelado, respondía con dureza- Entonces no le permito que difame la
memoria de mi esposo.
La tía Marga lucía como
una dama de alta sociedad, elegante y distinguida, a pesar de su vestuario algo
demodé. Era una mujer de estatura baja y figura menuda; en su rostro destacaban
los ojos azules y los labios pintados de carmesí, que, junto con el tenue
rubor aplicado a las mejillas, era el único maquillaje que se permitía. Su
cabello, apenas acerado por alguna hebra oscura que se negaba a blanquear,
siempre estaba corto y peinado con esmero.
Su flema británica quedaba
patente cuando saludaba, manteniéndose correcta pero distante. Hasta que
aparecía Sonia, la pequeña sobrina nieta de su esposo, quien solía correr al
encuentro de la anciana con ese característico ímpetu infantil. Aunque le quitara
el sombrero o la despeinara, la niña estaba autorizada para besarla y abrazarla
sin límites.
Visitar a la tía Marga era
todo un protocolo. Había que ser puntual y anunciarse por teléfono con
antelación, aunque pocos notaban que lo hacía para agasajar debidamente a sus
visitas. Ella los esperaba a las cinco en punto con todo preparado; si eran muy
especiales sacaría a relucir la loza inglesa, haría scones caseros y compraría
masas y sándwiches para completar el homenaje.
Cuando Sonia y su mamá
visitaban a la tía Marga, la pequeña la abrazaba para disfrutar el discreto
perfume a bebé que escondía tras los lóbulos de sus orejas. Luego esperaba con
ansias las anécdotas sobre sus viajes, su puesta de largo en la lejana
Inglaterra, o las historias de cuando había vivido en la
India. La tía Marga siempre la trataba como
a una señorita, no como los demás que creían que era una niña solo porque tenía
ocho años. La tía Marga nunca le decía que tuviera cuidado, ni la retaba porque
derramaba algo de té, ni le daba una taza diferente porque tenía miedo de que
la rompiera. La tía Marga era grandiosa, y sabía cuánto empeño ponía para
comportarse debidamente. ¡Si hasta se colocaba la servilleta sobre la falda! La
tía Marga la quería y la trataba muy bien.
-¿Azúcar, querida?
¿Quieres agregarle algo de leche? ¿Una masa, señorita? -Esas pocas palabras
eran suficientes para que la pequeña Sonia se sintiera especial y “grande”.
-My dear little lady
–acostumbraba decirle-, usted podría tomar el té con la Reina de Inglaterra, y le aseguro que
el honor sería para Su Majestad.
Con menos frecuencia, era
la tía Marga quien la visitaba. Llegaba con la bandeja de la confitería Lion
D’Or y la entregaba a la anfitriona después de saludarla, como lo haría con sus
aristocráticas amistades; luego se quitaba los guantes y los sostenía junto a
su cartera en la mano derecha. Con frecuencia vestía trajes sastre. Su
preferido era el color azul marino con mangas tres cuartos; lo acompañaba con
sombrero a tono adornado con una cinta blanca, cartera azul enganchada en el
brazo, guantes blancos y zapatos combinados en azul y blanco. Sus joyas tenían
la simpleza de la elegancia: una fina cadena de oro en el cuello, pulsera y
zarcillos del mismo material, el anillo de casada que jamás se quitó, y un
reloj Cartier, quizás el último recuerdo de épocas pasadas. Los lentes
pendiendo de una cadena dorada eran un detalle infaltable en su guardarropa.
-Permítame conducirla a la
mesa, tía Margaret –decía Sonia cuando la tomaba de la mano, recitando de
memoria lo que le había enseñado su mamá.
-Querida, –respondía la
anciana con su tono amable-, la mesa está adorable. Es un placer que me invites
a tomar el té, una deliciosa costumbre que la gente común ha dejado de
cultivar.
Eran tardes maravillosas
y encantadoras, como acostumbraba decir. Estar con su sobrina la hacía
ser consciente de la frase inmortalizada por Juan Zorrilla de San Martín: “Velar
se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte”. Y viva quedó
su imagen en el la retina de la niña, con su pequeña figura y su grandiosa
personalidad.
Para fastidio de algunos
familiares, dejó poco al partir. Claro que a nadie le extrañó que el genuino
juego de té inglés fuera nombrado en el testamento y legado a Sonia, la little
lady de los abrazos efusivos.
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