jueves, 21 de junio de 2012

LITTLE LADY


Margaret Swanson perdió la herencia recibida de su aristocrática familia inglesa cuando, tras el suicidio de su esposo Beltrán, tuvo que pagar las deudas de juego que este dejó.

La tía Marga, como solían llamarla, pasó de una mansión en el Prado a una modesta vivienda en La Comercial. Era una mujer aguerrida que no se dejó vencer, manteniendo siempre su entereza moral. En su presencia, nadie se atrevía a mencionar el comportamiento del difunto.

-¿A usted le quedó debiendo algo? ¿Lo perjudicó de alguna forma mientras vivió? -Ante la negativa del interpelado, respondía con dureza- Entonces no le permito que difame la memoria de mi esposo.

La tía Marga lucía como una dama de alta sociedad, elegante y distinguida, a pesar de su vestuario algo demodé. Era una mujer de estatura baja y figura menuda; en su rostro destacaban los ojos azules y los labios pintados de carmesí, que, junto con el tenue rubor aplicado a las mejillas, era el único maquillaje que se permitía. Su cabello, apenas acerado por alguna hebra oscura que se negaba a blanquear, siempre estaba corto y peinado con esmero.

Su flema británica quedaba patente cuando saludaba, manteniéndose correcta pero distante. Hasta que aparecía Sonia, la pequeña sobrina nieta de su esposo, quien solía correr al encuentro de la anciana con ese característico ímpetu infantil. Aunque le quitara el sombrero o la despeinara, la niña estaba autorizada para besarla y abrazarla sin límites.

Visitar a la tía Marga era todo un protocolo. Había que ser puntual y anunciarse por teléfono con antelación, aunque pocos notaban que lo hacía para agasajar debidamente a sus visitas. Ella los esperaba a las cinco en punto con todo preparado; si eran muy especiales sacaría a relucir la loza inglesa, haría scones caseros y compraría masas y sándwiches para completar el homenaje.

Cuando Sonia y su mamá visitaban a la tía Marga, la pequeña la abrazaba para disfrutar el discreto perfume a bebé que escondía tras los lóbulos de sus orejas. Luego esperaba con ansias las anécdotas sobre sus viajes, su puesta de largo en la lejana Inglaterra, o las historias de cuando había vivido en la India. La tía Marga siempre la trataba como a una señorita, no como los demás que creían que era una niña solo porque tenía ocho años. La tía Marga nunca le decía que tuviera cuidado, ni la retaba porque derramaba algo de té, ni le daba una taza diferente porque tenía miedo de que la rompiera. La tía Marga era grandiosa, y sabía cuánto empeño ponía para comportarse debidamente. ¡Si hasta se colocaba la servilleta sobre la falda! La tía Marga la quería y la trataba muy bien.
-¿Azúcar, querida? ¿Quieres agregarle algo de leche? ¿Una masa, señorita? -Esas pocas palabras eran suficientes para que la pequeña Sonia se sintiera especial y “grande”.

-My dear little lady –acostumbraba decirle-, usted podría tomar el té con la Reina de Inglaterra, y le aseguro que el honor sería para Su Majestad.

Con menos frecuencia, era la tía Marga quien la visitaba. Llegaba con la bandeja de la confitería Lion D’Or y la entregaba a la anfitriona después de saludarla, como lo haría con sus aristocráticas amistades; luego se quitaba los guantes y los sostenía junto a su cartera en la mano derecha. Con frecuencia vestía trajes sastre. Su preferido era el color azul marino con mangas tres cuartos; lo acompañaba con sombrero a tono adornado con una cinta blanca, cartera azul enganchada en el brazo, guantes blancos y zapatos combinados en azul y blanco. Sus joyas tenían la simpleza de la elegancia: una fina cadena de oro en el cuello, pulsera y zarcillos del mismo material, el anillo de casada que jamás se quitó, y un reloj Cartier, quizás el último recuerdo de épocas pasadas. Los lentes pendiendo de una cadena dorada eran un detalle infaltable en su guardarropa.

-Permítame conducirla a la mesa, tía Margaret –decía Sonia cuando la tomaba de la mano, recitando de memoria lo que le había enseñado su mamá.

-Querida, –respondía la anciana con su tono amable-, la mesa está adorable. Es un placer que me invites a tomar el té, una deliciosa costumbre que la gente común ha dejado de cultivar.

Eran tardes maravillosas y encantadoras, como acostumbraba decir. Estar con su sobrina la hacía ser consciente de la frase inmortalizada por Juan Zorrilla de San Martín: “Velar se debe la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte”. Y viva quedó su imagen en el la retina de la niña, con su pequeña figura y su grandiosa personalidad.

Para fastidio de algunos familiares, dejó poco al partir. Claro que a nadie le extrañó que el genuino juego de té inglés fuera nombrado en el testamento y legado a Sonia, la little lady de los abrazos efusivos.

martes, 12 de junio de 2012

A MIS PADRES, en su aniversario de bodas


El 13 de junio de 2012, día de San Antonio, se cumplirían los 66 años de casados de mis padres. “Más tres de novios”, como decía papá siempre. El 12 de junio de 2011,  mamá decidió partir un día antes del aniversario para brindar con sidra al lado de su amor en alguna nube, y quizás recordar como solían hacerlo, el día que se pusieron de novios. Este es un humilde homenaje para mis padres, que amo y extrañaré por siempre...
En el pueblo de Villabolle, la diminuta capilla está consagrada a su patrón, San Antonio de Padua. Cada trece de junio se celebra su día con misa, comida y baile. Aquel trece de junio de 1943 la fiesta no estaba muy alegre para Jesús, quien no conseguía moza para bailar, así que era preferible presentar sus respetos a la familia que lo había invitado, y retirarse a su pueblo. Al día siguiente tendría que regresaría descansado al trabajo. Y también un poco frustrado.
-Padrín*, me vuelvo para Sanzo… -le dijo a su tío, hermano de su mamá Balbina, y quien le había dado su nombre en la pila del bautismo.
-¿Tan temprano? Quédate y baila con alguna moza –lo animó.
-Ya invité a todas las que estaban sin pareja y me dan calabazas. 
Desde la cocina de la casa de Minguxón que daba a un costado del prado donde se bailaba, unas manos amorosas se apresuraban para terminar la limpieza. La fiesta de San Antonio significaba redoblar el trabajo diario, pero valía la pena y más si se hacía con amor. Allí se juntaba familia, vecinos y conocidos de los pueblos cercanos.
-Estrella… -gritó una voz masculina llamando a la muchacha que salió a la ventana con su usual sonrisa-. Vengo a despedirme.
-¿Despedirte? Pero… ¿ya te vas, Jesús? –Preguntó con asombro-. ¿Por qué tan cedo*?
-Es que… Estoy aburrido. No hay mozas para bailar.
-¡Hombre! Si es por eso, bailo yo contigo si quieres –ofreció voluntariosa.
-¡Claro que quiero!
Fueron segundos lo que tardó en sacarse el mandilón* y bajar las escaleras que los separaba. El prado estaba lleno de parejas que cantaban y bailaban al son de panderetas, cucharas y tixelas* que alguna mujer sabía raspar con virtuosismo. Como era una ocasión especial, hasta habían contratado un gaitero.
Se conocían de toda la vida porque eran primos hermanos. Jesús Álvarez Martinez, de la casa de Minguxón de Villabolle, era el padre de Estrella y padrino de bautizo de Jesús Carbajal Álvarez, de la casa de Lorencín de Sanzo, quien era hijo de su hermana Balbina Álvarez Martinez.
Quizás fue la primera vez que Jesús no la vio como prima. Estrella era la mujer que cualquier hombre aspiraría para esposa. Era de una belleza llamativa, grande, decente, trabajadora, y tenía una fortaleza envidiable, fruto del duro trabajo en el hogar y en el campo. Su madre había fallecido hacía cinco años; junto a sus hermanas mayores bajo la conducción de su padre, llevaban la casa adelante y cuidaban de los hermanos menores, porque los hombres mayores habían marchado: Manuel, el mayor, a América reclamado por sus tíos paternos, e Isidoro había entrado en quintas* y quizás fuera enviado a Marruecos.

Aquel baile de Villabolle se repitió el 24 de junio en Sanzo, por la fiesta de San Juan, patrono del pueblo. Jesús tenía casi 21 años y Estrella 19. Ambos se dieron cuenta enseguida que el otro era lo que había soñado para pasar el resto de su vida y podría decirse que desde aquel momento no se separaron más. No tardaron en ponerse de novios y allí apareció el primero de los muchos obstáculos que tendrían: vivían en pueblos diferentes, separados por una montaña. Para ver a su amada novia, Jesús podía ir caminando o a caballo (siempre y cuando Ricardo, su padre, considerara que había rendido suficiente en su trabajo semanal como para merecer tal privilegio)  y solo tenía dos caminos: podía bordear la montaña caminando, lo que era  bastante difícil después de un arduo día de trabajo, o cruzarla a través de los bosques y correr el riesgo de enfrentarse con los lobos, que no eran una grata compañía.
Lo primero que se siente cuando lo acompañan los lobos –contaba Jesús- es la sensación de estar desnudo, sin ropa. Lo segundo es que se queda uno sin la pucha*. Al salir de la casa y pasar frente a la capilla, siempre me encomendaba a San Juan; sabía que Estrella rezaba por mí frente a la capilla de San Antonio para que me protegiera en el viaje. Y me protegieron. Durante los tres años que la visité, sólo una vez me acompañaron y otra vez me salieron al camino. Las dos veces iba con el caballo y él también los presintió. La vez que me enfrentaron, eran tres, pero había más escondidos. Después de mirarme, se dieron vuelta y comenzaron a garrapatear para echarme tierra en los ojos, dejarme ciego y poder atacarme sin que me pudiera defender. Me salvó la linterna, porque al encenderla salieron corriendo. También llevaba cerillas y un encendedor de mecha, pero no hicieron falta. Fue la única vez que los ví y la vez que más miedo pasé en la vida. Pero valía la pena el riesgo por ver a Estrella.

Como era típico en aquellos tiempos, los parientes y vecinos se ayudaban unos a otros, sobre todo cuando llegaba la época de las cosechas. Una vez de las veces que Estrella tuvo que ir a ayudar a la casa de Lorencín, le tocó cocinar, así que tomó el cesto y fue al lugar donde se guardaban las patatas. Como lo había hecho toda su vida, colocó el cesto volcado en la parte baja del montón, y con las manos empujó la pila hasta llenar el cesto, ignorando que su futuro suegro la estaba observando:

-No sé si Estrella te va a servir como esposa –le dijo preocupado a su hijo, quien lo miró con cara de asombro.
-¿Por qué me dice eso, papá? ¿Qué tiene que decir de ella?
-Nada, es una mujer trabajadora y decente a carta cabal, pero… es muy abundante.

Lo que quizás el buen Ricardo ignoraba era que, al contrario de Sanzo, en Villabolle las patatas se daban muy bien y eran un alimento básico y abundante. Cuando las agarraban para cocinar, tomaban las mejores para la comida y las pequeñas se dejaban para los cerdos. Pero él la había tildado de abundante por no seleccionarlas como se hacía allí. En cierto modo tenía razón: en el hogar de Jesús y Estrella no hubo jamás lujos, pero siempre fueron abundantes en la comida y en el afecto con que se recibía a las visitas.

En los pueblos no había muchas posibilidades de estudiar, y los oficios se transmitían de boca en boca de acuerdo al sexo. Estrella tenía una manualidad especial y su padre decidió que sería bueno que fuera a aprender a coser, porque las mujeres debían saber, al menos, hacer la ropa para la familia. En poco tiempo una vecina le enseñó todo lo que pudo y sabía. Gracias a eso y a su natural inteligencia, durante su vida vistió a sus hijos, a ella misma, y a muchas personas más. Con ropa en desuso (recordemos que era época de guerra o post-guerra) vestía a niños del pueblo que andaban casi desnudos. Y algunos aún lo recuerdan y agradecen… Esto viene a cuento por la foto que ven a continuación, y que fue tomada cuando eran novios en Fonsagrada, una pequeña ciudad a veinticinco kilómetros de Grandas de Salime.

Jesús tenía edad para tener su primer traje a medida cuando pasó por el pueblo un hombre vendiendo cortes de tela. Bonifacio Rancaño, cuñado de Estrella, lo animó a que comprara la tela que le ofrecía el vendedor, quien le juraba que era de excelente calidad. Claro que cuando se la llevó al sastre, éste se negó a trabajar con una tela tan mala y le vendió su propio casimir. Al pobre muchacho obvió decirle que no tenia tanto dinero y por vergüenza aceptó hacerse el traje, pero… ¿cómo haría para pagarlo? Trabajando, por supuesto. Durante trece noches apenas descansó para dedicarse a transportar trigo y con algún otro trabajo pudo pagarle al sastre a tiempo, pero… el dinero no fue suficiente para comprarse un cinturón y tuvo que sostener el pantalón metiendo la mano en el bolsillo (como se ve en la foto), porque se le caía. Estrella, por su parte, luce el primer traje que ella misma se hizo.

Entre anécdotas, lobos, montaña y visitas, pasaron tres años. Un día decidieron presentarse ante el cura del pueblo para decirle que se querían casar. Dado que eran primos, el cura solicitó a Roma la dispensa papal, pero el tiempo pasaba y la dispensa no llegaba, así que el mismo cura les dijo que no se preocuparan, que él los casaba igual.

Así que aquel 13 de junio de 1946, llamaron a tres que pasaban por allí para que les salieran de testigos, y se realizó la boda el mismísimo día de San Antonio en la capilla de Villabolle.

Fue una gran fiesta con un banquete de trece platos. Y las dispensas papales… llegaron meses más tarde, pero a nadie le importó.

Jesús era un gran devoto de San Antonio, y llegó a tener una comunicación especial con este santo. En su casa siempre hubo imágenes de San Antonio, y Estrella siempre le recitaba la frase que repetía desde niña:
San Antonín benditu,
que nun come nin bebe
y está gorditu”.

Esta foto fue sacada la primera vez que regresaron a España, en 1979,
en la capilla de Villabolle donde se habían casado 34 años atrás.

NOTAS:
Padrín – hipocorístico asturiano de padrino
Cedo - temprano
Mandilón – de “mandil” o “mandila”, delantal que cubre buena parte del cuerpo.
Pucha – gorro vasco.