En casi todas las familias hay un miembro que pareciera estar tocado por
la varita de la felicidad. Es difícil verlo triste, tiene propensión a las
bromas –casi siempre pesadas-, y logra ser querido aún por las víctimas de sus
burlas. Ese era el caso de Isidoro, un joven de rizos rubios y ojos celestes,
nacido y criado en una de las tantas aldeas de las montañas cantábricas.
El joven agregaba a su innata simpatía, una inteligencia singular que
era usada para pergeñar travesuras como fastidiar a sus hermanas mientras cumplían
con sus tareas domésticas, o convencer a su primo de tirar por la ladera al
hermanito menor para ver qué efecto hacía. Por suerte para el pequeño el efecto
no pasó de un corte en la frente y unas cuantas magulladuras, que enseguida compensaron
con un pedazo extra de pan y miel.
El cerebro de Isidoro, a falta de otro entretenimiento, hacía un
perfecto dúo con su genial ojo avizor para convertir, por ejemplo, un simple
ramillete de ortigas en un peligroso látigo para amenazar a sus hermanas, o contribuir
con piedras al peso de la bolsa que otro debía cargar, o tomar prestado el
caballo del vecino para recorrer el pueblo parado en las ancas del animal, al
mejor estilo circense. Claro que en su vida también tenían cabida algún acto
noble y desinteresado, como aquella tarde cuando fue a avisarle a Ricardo, su tío
y padrino, que había visto su mejor ternero pastando suelto
en el bosque
cercano.
-No puede ser el nuestro, Isidoro, porque tus primos lo dejaron atado en
el establo cuando llegaron.
-Pero, tío, lo acabo de ver… ¡era el xatín
roxo! (ternero rojo)
Aunque Ricardo confiaba en sus hijos, dada la insistencia de su ahijado
decidió fijarse y, en efecto, el animal no estaba. Enojado y con temor de
perder el valioso animal tuvo la sensación de que le habían crecido las
piernas, porque en dos zancadas entró a la casa exigiendo para exigir a sus
hijos, José y Jesús, que salieran a buscarlo de inmediato.
-Pero, padre, nosotros lo dejamos atado en ...
-¿Atado, cómo? Si lo hubieseis atado bien estaría en el establo y no
perdido en el bosque. Ya mismo os estáis yendo a buscarlo y apuraos para que la
noche no os pille fuera.
Los niños, casi adolescentes, salieron corriendo en dirección al lugar
indicado, pues sabían que no era bueno hacer enojar al padre. Entrando al
bosque se iban preguntando cómo era posible que ese animal se escapara, cuando
oyeron a lo lejos el sonido del cencerro.
-Está por allá –dijo José, señalando un extremo. La luz ya estaba
escaseando y el reflejo del sol de frente sobre el horizonte, no les permitía
ver el animal pero sí seguir el ruido de la rudimentaria campana. Aunque
llegaron con celeridad al lugar de donde había provenido el ruido, el ternero
ya se había movido a otro rincón del bosque.
Otra corrida. Otro fracaso. Y la campana sonando en el sitio más oscuro
bosque.
-Este ternero está embrujado, José –lloriqueó el hermano menor.
-O tiene algún trato con el diablo –replicó decepcionado el joven-.
Habría que pedirle al señor cura que lo santigüe… Si es que podemos atraparlo.
No sé cómo se mueve tan rápido.
-Tengo miedo, José. Ya es de noche y tengo frío. Quiero comer –se
quejaba.
El hermano mayor también tenía miedo, pero debía ser fuerte mientras que
recorrían el lugar.
-No te separes de mi lado –ordenó-. Será más fácil atraparlo si estamos
juntos.
-Hace rato que no suena el cencerro. ¿Habrá desaparecido o lo habrá
hecho desaparecer el diablo?
-¡Estás tonto! –dijo el mayor, tratando de espantar el terror que le
producía esa posibilidad.
Una extraña voz irrumpió en el bosque, rebotando entre los árboles y
llegando a los jovencitos:
-José y Jesús de Lorencín...
¡Vuelvan a la casa que ya regresó el xatín!
El aviso se repitió un par de veces. Cuando llegaron a la casa,
padre
les dijo:
-…y cuando veáis a Isidoro dadle las gracias. Si no fuera por él aún
estarías buscando el ternero.
Mientras los hermanos se miraban y comprendían la nueva broma del
travieso rubio, éste iba rumbo a su hogar, pensando en lo bien que había
quedado frente a su padrino con solo desatar la ternera y esconderla detrás de
la casa. Pero la verdadera diversión había sido hacer correr a sus primos de un
lado a otro haciendo que persiguieran el sonido del cencerro.
La próxima vez tendría que escapar lo más rápido que fuese capaz para
huir de la paliza que le querrían dar, pero estaba acostumbrado y la posibilidad,
más que asustarlo, le divertía.
Isidoro canijo :)
ResponderEliminarFelicidades querida primi.