sábado, 4 de julio de 2015

ISIDORO

En casi todas las familias hay un miembro que pareciera estar tocado por la varita de la felicidad. Es difícil verlo triste, tiene propensión a las bromas –casi siempre pesadas-, y logra ser querido aún por las víctimas de sus burlas. Ese era el caso de Isidoro, un joven de rizos rubios y ojos celestes, nacido y criado en una de las tantas aldeas de las montañas cantábricas.
El joven agregaba a su innata simpatía, una inteligencia singular que era usada para pergeñar travesuras como fastidiar a sus hermanas mientras cumplían con sus tareas domésticas, o convencer a su primo de tirar por la ladera al hermanito menor para ver qué efecto hacía. Por suerte para el pequeño el efecto no pasó de un corte en la frente y unas cuantas magulladuras, que enseguida compensaron con un pedazo extra de pan y miel.
El cerebro de Isidoro, a falta de otro entretenimiento, hacía un perfecto dúo con su genial ojo avizor para convertir, por ejemplo, un simple ramillete de ortigas en un peligroso látigo para amenazar a sus hermanas, o contribuir con piedras al peso de la bolsa que otro debía cargar, o tomar prestado el caballo del vecino para recorrer el pueblo parado en las ancas del animal, al mejor estilo circense. Claro que en su vida también tenían cabida algún acto noble y desinteresado, como aquella tarde cuando fue a avisarle a Ricardo, su tío y padrino, que había visto su mejor ternero pastando suelto
en el bosque cercano.
-No puede ser el nuestro, Isidoro, porque tus primos lo dejaron atado en el establo cuando llegaron.
-Pero, tío, lo acabo de ver… ¡era el xatín roxo! (ternero rojo)
Aunque Ricardo confiaba en sus hijos, dada la insistencia de su ahijado decidió fijarse y, en efecto, el animal no estaba. Enojado y con temor de perder el valioso animal tuvo la sensación de que le habían crecido las piernas, porque en dos zancadas entró a la casa exigiendo para exigir a sus hijos, José y Jesús, que salieran a buscarlo de inmediato.
-Pero, padre, nosotros lo dejamos atado en ...
-¿Atado, cómo? Si lo hubieseis atado bien estaría en el establo y no perdido en el bosque. Ya mismo os estáis yendo a buscarlo y apuraos para que la noche no os pille fuera.
Los niños, casi adolescentes, salieron corriendo en dirección al lugar indicado, pues sabían que no era bueno hacer enojar al padre. Entrando al bosque se iban preguntando cómo era posible que ese animal se escapara, cuando oyeron a lo lejos el sonido del cencerro. 

-Está por allá –dijo José, señalando un extremo. La luz ya estaba escaseando y el reflejo del sol de frente sobre el horizonte, no les permitía ver el animal pero sí seguir el ruido de la rudimentaria campana. Aunque llegaron con celeridad al lugar de donde había provenido el ruido, el ternero ya se había movido a otro rincón del bosque.
Otra corrida. Otro fracaso. Y la campana sonando en el sitio más oscuro bosque.
-Este ternero está embrujado, José –lloriqueó el hermano menor.
-O tiene algún trato con el diablo –replicó decepcionado el joven-. Habría que pedirle al señor cura que lo santigüe… Si es que podemos atraparlo. No sé cómo se mueve tan rápido.
-Tengo miedo, José. Ya es de noche y tengo frío. Quiero comer –se quejaba.
El hermano mayor también tenía miedo, pero debía ser fuerte mientras que recorrían el lugar.
-No te separes de mi lado –ordenó-. Será más fácil atraparlo si estamos juntos.
-Hace rato que no suena el cencerro. ¿Habrá desaparecido o lo habrá hecho desaparecer el diablo?
-¡Estás tonto! –dijo el mayor, tratando de espantar el terror que le producía esa posibilidad.
Una extraña voz irrumpió en el bosque, rebotando entre los árboles y llegando a los jovencitos:
-José y Jesús de Lorencín...  ¡Vuelvan a la casa que ya regresó el xatín!
El aviso se repitió un par de veces. Cuando llegaron a la casa,
padre les dijo:
-…y cuando veáis a Isidoro dadle las gracias. Si no fuera por él aún estarías buscando el ternero.
Mientras los hermanos se miraban y comprendían la nueva broma del travieso rubio, éste iba rumbo a su hogar, pensando en lo bien que había quedado frente a su padrino con solo desatar la ternera y esconderla detrás de la casa. Pero la verdadera diversión había sido hacer correr a sus primos de un lado a otro haciendo que persiguieran el sonido del cencerro.

La próxima vez tendría que escapar lo más rápido que fuese capaz para huir de la paliza que le querrían dar, pero estaba acostumbrado y la posibilidad, más que asustarlo, le divertía.