El accidente de ayer me dejó desorientado; no
siento dolores pero sí embotamiento. Es mejor que regrese al hospital. Le hago
una seña al brillante letrero de libre
y subo al taxi.
-Al Hospital Central –indico al conductor-. Si
toma por…
-Sé cómo llegar a dónde va –responde tajante.
Trato en vano de ver su rostro a través del
espejo mientras el taxi cruza el barrio de mi niñez y juventud.
-¿Dónde quiere que lo deje?
Distraído con recuerdos al ver pasar calles y
lugares por los que he transitado toda mi vida, respondo cada vez más
confundido:
-Déjeme en la entrada principal, pero ¿está
seguro que vamos bien?
-Sí, siempre hago este camino… Ya llegamos.
El taxi se detiene detrás de otros coches,
frente a un lugar de muros blancos y desaparece apenas desciendo. Reconozco
familiares y amigos entre la gente que va entrando, pero nadie me saluda.
Encabezando el cortejo que atraviesa el cementerio van mis padres y hermanos de
riguroso negro, abrazados, llorando detrás del féretro.