
Aquel 11 de febrero de 1924, en un
pueblecito de montaña llamado Villabolle y perteneciente al Concejo de Grandas
de Salime en Asturias, nacía una niña. A los pocos días y bajo una tormenta de
nieve, su padrino, Emilio Pérez Fulgueiras, la llevaba a bautizar. Fue él quien
decidió llamarla Estrella. Pocas veces un nombre estaría tan bien puesto,
porque esa niña pasaría su vida guiando e iluminando el camino de quienes
tuvieron la fortuna de conocerla y tratarla.

Tuvo, como muchas personas de su
época, una niñez muy difícil y una adolescencia casi inexistente, porque había
que crecer rápido para trabajar y enfrentar la vida.
La primera vez que fuimos a
España, sucedió algo que recuerdo con frecuencia. Estábamos en el parque Isabel
La Católica de Gijón, un grupo formado por varios hermanos y cuñados de mi
mamá. Entonces llegó un señor de unos cuarenta años y se dirigió a ella. La
tomó en sus brazos y en un abrazo tierno y cálido, le expresó ternura,
agradecimiento, cariño sincero. Yo no entendía nada, hasta que me presentaron
al hombre y él mismo me explicó, más o menos con estas palabras:
“…cuando yo era pequeño pasaba
mucho frío, hambre y necesidades. Entonces, todos los días, iba a la casa donde
estaba Estrella. Ella me daba de comer, y me hacía ropa con lo que tuviera: pantalones que ya no usaban los
hombres de la casa, camisas o sábanas. Lo que consiguiera. Ella buscaba la
tela, cortaba y cosía y me vestía. Nunca lo voy a olvidar y siempre le voy a
estar agradecido por sus cuidados y su cariño.”
La gratitud brotaba en cada uno
de sus gestos, de sus palabras, de la caricia sincera y respetuosa. Le tomaba las
manos y se las besaba con un amor sincero. No importa el nombre de esta
persona, pero si por milagro leyera esto, quiero que sepa que yo le estoy
agradecida por aquel momento inolvidable. Aunque ella era demasiado humilde
para mencionar un acto como aquel. Yo tenía más de veinte años y jamás me había
enterado.
Era un ser iluminado, trabajadora
incansable, madrugadora y generosa. En su casa siempre había lugar para un
anciano sin familia u hogar: pariente, vecino de España, amigo o simplemente
conocido.
Su abnegación hacía que pasara
noches en vela, después de trabajar todo el día en el almacén, dándole aire a
mi hermano con una revista cada vez que tenía un ataque de asma. Hace más de
cincuenta años no existían los tanques de oxígeno en las casas, ni los
inhaladores, ni nada de eso… Pero estaba ella y su amor incondicional, ese amor
que solo las madres pueden ofrecer.
¿Cuántos recuerdan hoy sus
cuidados amorosos cuando estuvieron enfermos?
¿A cuántos les ofreció “un
churrasquito” cuando, según ella, no habían quedado satisfechos con la comida?

Era una mujer bella, con un porte
y una elegancia envidiable, nacida como campesina en una montaña. Sin embargo,
eso no impidió que caminara derecha, con garbo, con elegancia y distinción. Cuando
yo estudiaba en el colegio de las monjas, había una monja viejita, muy culta y
viajada que era profesora de idioma español: la hermana Teresa. Siempre me
preguntaba por mamá y agregaba: “Carbajal –me decía- ¿Cómo está tu mamá? Mandale
saludos de mi parte. Es una mujer elegante y encantadora. Tiene porte de reina…”.
Sin duda, tenía razón. Con ella aprendí a caminar derecha, con los hombros
hacia atrás y la frente en alto.
También era muy graciosa y mordaz
en sus comentarios. Hacía dos años que habían llegado a Montevideo; con unos
pocos ahorros y mucho coraje, mis padres lograron abrir su propio negocio en
sociedad con Isidoro, el hermano de mi mamá, y su esposa Placentina. El Bar
Asturiano estaba ubicado en la calle La Paz esquina Municipio (hoy Martín C.
Martinez).

-Pero… ¿qué hacés, gallega? ¿Justo
hoy que está lloviendo, se te ocurre baldear?
Mamá pasó por alto el “insulto”
de gallega, que no era tal. Sonrió con picardía (quizás en el fondo le gustó
haber salpicado a la maleducada), y con una envidiable agilidad le respondió,
con aquel encantador acento asturiano:
-Y bueno, señora… cuando el diablu nun tien que facer, espanta
mosques col rabu… (cuando el diablo no tiene qué hacer, espanta las moscas con el rabo).
La vecina, asombrada con la
respuesta, siguió su camino, no sin antes balbucear:
-No te entendí nada, gallega, pero…
que te recontra, por las dudas.
Esa era mi mamá, a la que amo y
extraño cada día. Era una mujer de muy bajo perfil, humilde, trabajadora,
abnegada y con una elegancia innata; callada, pero como todas las almas sabias,
siempre vertía conceptos acertados: “Nunca confíes en nadie. Por desconfiar, no
te vas a arrepentir nunca, pero por confiar te vas a arrepentir muchas veces”.
¡Qué gran razón tenía!
Fue, es y siempre será un orgullo
ser su hija y saber cuántas personas la amaron y la respetaron. Habría mil
anécdotas más para contar, pero estoy segura que las contarán ustedes. Cada uno
puede dejar la suya aquí, para que todos las disfrutemos, recordándola…